sábado, 21 de noviembre de 2015

CULPABLE: CAPITULO 20




Paula no estaba segura de qué había pasado entre Pedro y ella en la gala. Sí, se habían peleado, pero en cierto modo se sentía más unida a él de lo que se sentía antes de salir de casa. Él le había dado un regalo. La había ofendido. La había hecho sentir. La había enfadado, la había hecho sentirse feliz, y triste. Todo ello en el salón de un hotel.


Ya estaban de regreso en la villa y ella no estaba segura de qué iba a suceder después. Además, cuando él le dijo que había algo que quería mostrarle, ella había percibido un tono extraño.


–¿Qué es lo que querías enseñarme? – preguntó ella, deteniéndose en la entrada.


–Mis cosas – dijo él.


–¿Qué cosas?


–Todas. Ya sé que has vivido en mi casa una semana, así que has visto algunas, pero… Ven conmigo.


Él se adelantó y la llevó por un pasillo por el que Paula nunca había pasado antes. Ella se abrazó, de pronto se sentía helada.


Pedro se detuvo frente a una puerta y se volvió para mirarla. 


Después, marcó una clave numérica en un panel y la puerta se abrió.


–¿Seguridad interna?


–Sí – dijo él– . Ya te lo he dicho, nadie me roba.


Ella recordó lo que él le había contado acerca de cuando murió su madre. Cuando se llevaron todas las cosas de su casa, él incluido. Lo miró un instante y, cuando Pedro vio la expresión de su rostro, miró a otro lado y abrió las puertas.


Ella se aceró a él y lo abrazó por la cintura desde atrás. Ella estaba temblando, y ni siquiera había visto lo que él quería mostrarle.


–No tienes que hacerlo – dijo ella, con el corazón acelerado.


–Quiero enseñártelo – dijo él.


Él se liberó de su abrazo y entró en la habitación.


Había cuadros en todas las paredes, figuritas en cajas de cristal, colecciones de monedas, espadas. Básicamente todo lo que podía coleccionarse, excepto coches.


–Colecciono cosas. Cosas caras. En realidad, cualquier cosa cara. Ya te lo conté, cuando mi madre murió, lo perdí todo. Pasé la mayor parte de mi vida sin nada que me perteneciera. Compartía habitaciones con otros niños. Las casas eran temporales. No tenía familia. No tenía nada. Me sentía indefenso. A medida que fui teniendo más éxito, me percaté de que eso lo podía solucionar. Me compré una casa. Ahora tengo cuatro. Y mi propia habitación en todas ellas. Nadie duerme allí, excepto yo.


Paula se percató de que nunca había pasado tiempo en su habitación. Cuando habían dormido juntos, había sido en la suya.


–Y empecé a coleccionar cosas para reemplazar lo que había perdido – la miró a los ojos– . Protejo lo que me pertenece.


Ella recordó lo que él le había dicho en la gala. Que ella era suya. Que le pertenecía. En esos momentos, se había ofendido, pero había descubierto que sus palabras tenían un significado más profundo de lo que pensaba.


Dio una vuelta sobre sí misma para observar su colección.


–Es impresionante – dijo ella.


–¿Lo es? – preguntó él– . Confieso que no disfruto de lo que tengo aquí muy a menudo, aunque frecuentemente vengo a comprobar que todo está aquí.


Sus palabras provocaron que a Paula se le encogiera el corazón. Apenas podía respirar. Miró hacia una esquina de la habitación y vio un pedestal con una vitrina, pero no conseguía ver lo que había dentro.


Dio un paso adelante y se sorprendió al ver el contenido.


Eran soldaditos de plástico verde que no tenían ningún valor.


 Al menos, no valor económico.


Pedro


Él se sonrojó una pizca y miró a otro lado.


–Eran mis favoritos. Es lo que más echaba de menos. Aparte de a mi madre, pero era lo que más echaba de menos que podía reemplazar – la miró y ella percibió vacío en su mirada– . Ahora, ya lo sabes.


–Sí – dijo ella.


Y estaba segura de que no solo estaban hablando de la colección.


Pedro.


Él se acercó a ella, y la estrechó contra su cuerpo.


–No – le acarició la mejilla.


–No, ¿qué?


–No, a lo que fueras a hacer. Bésame en lugar de eso.


Paula se puso de puntillas y lo besó. Él le acarició el cabello y la besó de manera apasionada. Estaba temblando, y ella lo notó. Pedro le acarició el cuello y apoyó la mano sobre la piedra de su collar.


–Perfecta – dijo él– . Y mía – ella se percató de que no se refería a la piedra– . Si pudiera guardarte aquí, como al resto de cosas que poseo.


A Paula se le aceleró el corazón. Le daba la sensación de que él estaba siendo sincero y que, si pudiera, la encerraría en una vitrina de cristal. No obstante, ella no quería escapar de su lado, porque eso significaba estar sin él. Y no quería.


De pronto, descubrió qué era lo que sentía. Lo amaba, y deseaba que él la amara también.


Era estúpida. Había querido que su padre la amara, y que su madre también. Una madre que ni siquiera había estado a su lado. Durante toda la vida había anhelado el amor de gente que no estaba dispuesta a dárselo. Y lo mismo le sucedía con Pedro.


El padre de su hijo. Su amante. El único hombre que la conocía.


De pronto, sintió que el corazón no le cabía en el pecho, los ojos se le llenaron de lágrimas y le dolía todo el cuerpo.


«A lo mejor nadie te quiere porque no mereces que te quieran».


Apretó los dientes y cerró los ojos para no oír la voz que gritaba en su interior, poniendo en palabras lo que siempre había creído de corazón.


Si hubiese merecido ser amada, alguien la habría amado.


Era una ladrona. Era culpable. Había robado a un hombre que valoraba sus posesiones por encima de todo lo demás. 


Un hombre que ya había perdido bastante.


Él nunca podría sentir por ella lo mismo que ella sentía por él, pero no era el momento de pensar en eso.


–Lo siento – dijo ella– . Siento haberte robado. No tenía derecho a llevarme nada tuyo. Y no tengo excusa. No puedo excusarme culpando a mi padre. Ni a mi infancia. Yo sabía que estaba mal y lo hice de todos modos. Lo siento – dijo, repitiendo sus palabras una y otra vez– . Sé que estuvo mal, y no volveré a hacerlo nunca más. He cambiado. De veras.


–Sé que tú robaste el dinero – dijo él, mirándola a los ojos– . No importa.


–Sí.


Pedro la interrumpió con un beso, sin soltar la piedra del collar.


–No – dijo él, apoyando la frente sobre la de ella– . No eres una estafadora. Has cometido alguna estafa. Creo que has engañado a gente. Y a mí, pero esas estafas solo son cosas que has hecho. Nada más.


Ella tragó saliva. Tenía un nudo en la garganta y apenas podía respirar.


–No merezco esto.


–La vida no es más que una serie de cosas que no merecemos. Buenas y malas. Siempre digo que aprovechemos lo bueno cuando llega, porque lo malo nunca tarda mucho en llegar.


–Yo no…


–Acéptalo. Acepta esto – dijo él, besándola de nuevo.


Paula cerró los ojos y lo besó. Tenía razón. La vida no era justa. Ella lo había aceptado en relación a lo malo, pero eso era bueno. Así que debía aceptarlo. Mientras durara.


Pedro se aflojó la corbata y ella lo ayudó a quitársela. 


Después, comenzó a desabrocharle la camisa. Estaba temblando.


No sabía qué le depararía el futuro, pero sabía que deseaba aquello. Y que lo amaba. Más allá, no le importaba.


Él la tumbó sobre la alfombra sin dejar de besarla y se colocó sobre ella. Le acarició el muslo a través de la abertura del vestido.


–Tengo una fantasía. Quiero verte desnuda, pero con el collar puesto.


Al oír sus palabras, ella se excitó aún más. Ella era su fantasía.


–Es una fantasía fácil de cumplir – repuso ella, besándolo en el mentón.


Pedro le desabrochó el vestido y se lo quitó. Después, metió los dedos bajo la cinturilla de su ropa interior y la desnudó.


–Sí – dijo él– . Es exactamente lo que deseaba – levantó la mano y tocó el collar, sosteniendo la piedra en su mano– . Así es como imaginé que quedaría – lo dejó caer entre sus pechos– . Me gusta tenerte aquí, con mi colección. Eres mía, Paula.


Ella apoyó la mano sobre su torso y, a través de la camisa, notó el latido acelerado de su corazón.


–Mío – dijo ella– . Si crees que puedes poseerme, yo también te poseeré a ti.


–Todo tuyo – dijo él– . Aunque no estoy seguro de para qué me quieres – la besó entre los senos.


Pedro se enderezó y se quitó la camisa. Después, se quitó los pantalones, los zapatos y la ropa interior.


–Todo esto es tuyo, si lo quieres.


Ella contempló su cuerpo musculoso.


–Dime que me deseas – dijo él, con tono de desesperación.


–Sabes que lo hago – dijo ella.


–Necesito que me lo digas, porque la primera vez sentiste que estabas obligada a desnudarte para mí. Ahora quiero que estés aquí, desnuda, a mi lado, porque lo deseas.


–Así es. Te deseo.


Era todo el permiso que él necesitaba. La besó, se colocó sobre su cuerpo le separó los muslos para acomodarse entre ellos. Le acarició un pecho y le pellizcó el pezón con delicadeza. Ella se estremeció de placer. Un placer que siempre asociaría con Pedro, y con el amor que sentía por él.


El amor que quería recibir de él.


Pedro inclinó la cabeza y cubrió su pezón con la boca.


–Eres mía – le dijo, jugueteando con la lengua. Después, se deslizó hasta el ombligo, y más abajo, hasta que sus labios cubrieron la parte más sensible de su cuerpo– . Eres mía – repitió.


Agachó de nuevo la cabeza y saboreó su esencia, jugueteando con la lengua sobre el centro de su feminidad, antes de penetrarla con ella. Paula arqueó el cuerpo y comenzó a moverse al ritmo de él.


Pedro levantó la cabeza y le mordisqueó la parte interna del muslo. La sensación de dolor la llevó cerca del clímax.


–Eres mía – dijo él– . Toda tú. Toda para mí.


Se acercó a su boca y la besó de nuevo.


La penetró y ella gimió de placer, acercándose cada vez más al orgasmo.


Él la miró fijamente a los ojos mientras buscaba su propio placer. Le agarró el cabello con una mano y, con la otra, la sujetó con fuerza por la cadera.


–Mía, Paula. Eres mía – repitió, gimiendo al mismo tiempo que llegaba al éxtasis. Cerró los ojos y perdió completamente el control.


Paula lo rodeó por el cuello y lo abrazó. La alfombra empezaba a clavársele en la espalda, y él pesaba bastante, pero no quería que se moviera. Deseaba conservar ese momento para siempre.


Era el momento más feliz de su vida. Veía todo un futuro por delante y, en él, no estaba sola. Tenía a Pedro y al bebé. Seguridad y pasión.


Al cabo de un largo rato, él se cambió de postura. La rodeó por la cintura y apoyó la barbilla en su hombro. Ella podía haberse quedado así para siempre.


No se durmió. Simplemente permaneció entre los brazos de Pedro, deseando que no amaneciera.


Sabía que era inevitable que pasara el tiempo. Y que ese momento terminara. Entonces, todas las posibilidades maravillosas desaparecerían, porque el futuro se convertiría en presente.


Sin embargo, todavía estaba entre los brazos de Pedro.


Y no tenía sentido pensar en otra cosa.











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