sábado, 21 de noviembre de 2015

CULPABLE: CAPITULO 19




La gala era un evento por todo lo alto. Los suelos eran de mármol, las columnas blancas, y del techo colgaban grandes lámparas de araña, pero nada resplandecía más que la mujer que iba agarrada de su brazo. Paula era la cosa más adorable que él había poseído nunca. Y nada más entrar en el salón lleno de gente, se percató de lo desesperado que estaba por regresar a casa con ella y cerrar la puerta, para colocarla en un lugar donde nadie pudiera tocarla.


Él había reconocido su valor, y después la había mostrado al público para que todo el mundo, y todos los hombres, la apreciaran. Entonces, sintió que algo que consideraba suyo corría peligro. Y nunca había experimentado tanta ansiedad. 


A medida que avanzaban por el salón, recordó al niño indefenso en la casa vacía, y la pérdida de la que nunca se pudo recuperar.


«No, eso no sucederá. Eso es lo bueno de tener poder».


De pronto, se percató de que se le había nublado la visión. 


Cuando se recuperó, agarró a Paula por la cintura con más fuerza y la atrajo hacia sí. Ella volvió la cabeza para mirarlo de forma inquisitiva.


Ella era muy sensible. Y siempre buscaba cosas en él que no existían. Aunque, en esa ocasión, suponía que sí. De todos modos, no pensaba contarle lo que pensaba, cuando ni siquiera él mismo quería admitirlo.


–¿Estás bien? – preguntó él, porque le resultaba más fácil darle la vuelta a la situación que analizarse a sí mismo.


–Estoy bien – dijo ella, mirando a su alrededor. Esa noche iba perfectamente peinada y maquillada, gracias a la persona que él había contratado para ayudarla a arreglarse. 


En un principio, ella se había ofendido una pizca, pero después había aceptado y el resultado era mucho mejor de lo que él nunca había imaginado.


Paula siempre era preciosa, pero esa noche su aspecto era espectacular. La maquilladora le había puesto sombra dorada y naranja alrededor de los ojos para resaltar su color marrón. Sus mejillas tenían un brillo especial, y sus labios un color afrutado que hacía que pareciera que estaban suplicando que los besaran.


Su cabello negro estaba peinado con dos ondas separadas. 


Ambas caían sobre sus hombros y una horquilla de brillantes sujetaba algunos rizos sobrantes.


El vestido dorado se adaptaba a las curvas de su cuerpo como una segunda piel, y la abertura de la falda dejaba al descubierto su muslo bronceado. Todo lo que él deseaba era llevarla a un pasillo oscuro para poder desnudarla y deshacerle el peinado.


No obstante, suponía que su deseo iba en contra del hecho de haberla llevado a aquella gala.


Necesitaba detenerla antes de llegar al centro del salón. 


Tenía otra cosa para ella, pero por un lado no deseaba entregársela porque Paula estaba perfecta tal y como estaba, y temía que su regalo pudiera arruinar su aspecto. O peor aún, robarle a él lo que le quedaba de autocontrol.


Por ese motivo debía dárselo. Para demostrarse que él no había perdido nada de autocontrol a causa de ella.


–Tengo algo para ti – dijo él, deteniéndose.


Ella lo miró sorprendida.


–¿Tienes algo para mí? ¿No me has dado ya bastante? Me has comprado toda esta ropa. Estás pagando la atención médica…


–No estoy llevando la cuenta – dijo él, con un tono más duro de lo que deseaba– . Al menos, aparte del millón de dólares que tu padre me robó.


–Así que estás llevando la cuenta.


–Solo esa. Esto no entra dentro de ella. Ni el vestido tampoco. Y por supuesto, tampoco la atención médica que estás recibiendo por el embarazo, por nuestro hijo. Deja de pensar que soy más monstruo de lo que soy.


Ella lo miró de nuevo.


–¿Más monstruo? Eso indica que sí lo eres.


–Sabes tan bien como yo que lo soy, pero tengo un regalo para ti – sacó una caja de terciopelo del bolsillo interior de la chaqueta y, al ver la cara de preocupación de Paula, añadió– : No es una serpiente venenosa.


–No pensé que lo fuera.


–Entonces, ¿por qué me miras así?


–Nadie me ha hecho un regalo antes. Y no, la lencería que enviaste a mi casa de Nueva York no cuenta.


–Nunca habría sugerido que contara – frunció el ceño– . Seguro que alguien te ha hecho un regalo alguna vez.


–¿Quién iba a hacerlo?


Pedro no tenía nada que decir. Había pasado gran parte de su infancia solo. Sin su madre. Aunque había tenido una durante un tiempo. Y ella le había hecho regalos. Muchos de ellos habían terminado quitándoselos, pero el hecho de que se los hubiera hecho… Eso no podían quitárselo. Mucho después de que se llevaran todo, el gesto permanecía.


Paula nunca había tenido algo así. Y se veía forzada a recibir un regalo de él. Un hombre que ni siquiera tenía capacidad para responsabilizarse del bienestar emocional de otra persona.


Pedro sintió un nudo en el estómago y abrió la caja rápidamente.


–Solo es un collar – le dijo, tratando de quitarle importancia para que ella dejara de mirarlo de esa manera. Expectante. 


Como si esperara que él supiera qué debía hacer. O qué decir. Como si él pudiera tener algún remedio para las cosas que le resultaban dolorosas.


–Es precioso – susurró ella con dulzura en la mirada.


–Debes ponértelo – dijo él. Lo sacó de la caja y lo desabrochó.


–De acuerdo. Si crees que va con mi vestido – dijo ella, frotándose las manos con nerviosismo.


–Lo he elegido para que conjuntara con el vestido – dijo él– . Por supuesto que quedará bien.


Le colocó el collar sobre el cuello y, sin dejar de mirarla a los ojos, se lo abrochó.


Había elegido una esmeralda en forma de lágrima, para que quedara perfectamente encajado entre sus pechos cuando se quitara el vestido. No lo había elegido para que conjuntara con la prenda. Lo había elegido para que pegara con su cuerpo. Con su piel.


No obstante, tenía la sensación de que, si se lo decía, la mirada de gratitud se borraría del rostro de Paula, y no quería que eso sucediera. Si lo mencionaba, sería cuando hubiera oscurecido. O hasta que la estuviera volviendo loca de placer.


Alargó la mano y agarró la piedra para sentir su peso antes de colocarla otra vez sobre su piel.


–Perfecto – dijo, y dio un paso atrás.


Ella era perfecta. Él sabía que ya no sería capaz de pensar en otra cosa que no fuera ella, desnuda y con el collar puesto. Aunque sabía que, de todos modos, si no le hubiera dado el collar, únicamente habría pensado en ella.


–Gracias – dijo ella con sinceridad.


–De nada – dijo él– . ¿Vamos? – estiró el brazo y miró hacia un grupo de personas que estaban en el centro del salón.


Él notó sus dedos delicados sobre el antebrazo y tragó saliva, haciendo un gran esfuerzo para no mirarla. La llevó hasta el centro del salón y, enseguida, todos los hombres se percataron de que él iba acompañado de un precioso ángel. 


Sin embargo, ella no era para ellos. Ninguno de los cretinos que había allí la merecía. Él tampoco, pero si alguien iba a disfrutar de su dulzor, sería él, porque ella le pertenecía.


Él la agarró con más fuerza y continuó guiándola entre la multitud.


Leon Carides, un ejecutivo griego con el que Pedro había tenido algún trato en el pasado, miró a Paula y después a Pedro. Sonrió y se separó del grupo con el que estaba hablando para acercarse a ellos.


–Alfonso– le dijo, sin apartar la vista de Paula– . Me alegro de verte por aquí. Veo que has traído una invitada. Normalmente vienes solo a estos eventos.


–Esta noche no – dijo Pedro.


–Es evidente. Leon Carides.


–Paula Chaves– contestó ella, y le tendió la mano.


–Un placer – dijo Leon, estrechando la mano de Paula más tiempo de lo que a él le habría gustado.


–¿Tienes algún negocio del que quieras hablar, Carides?


–No especialmente – dijo el hombre, mirando a Paula– . Aunque he de decir que me sorprende que hayas traído acompañante. Otras veces prefieres robarme la mía al final de la noche en lugar de traerte la tuya.


Durante un instante, Pedro se enfureció al oír que Leon se refería a su comportamiento pasado. No quería que hablaran de ello delante de Paula. Algo ridículo. Sobre todo porque ella sabía perfectamente qué clase de hombre era.


–Si crees que me vas a devolver el favor, Carides, piénsalo bien.


–Eso dependerá de tu acompañante, ¿no crees? – preguntó Leon, mirando a Paula de arriba abajo.


–Su acompañante está aquí delante – dijo Paula– . Y gracias por el ofrecimiento, si es que era un ofrecimiento. Es un halago para mí.


–Lo era – dijo Leon– . ¿Tienes una respuesta para mí?


–No – dijo Pedro– . Su respuesta es no.


Notó que Paula se ponía tensa, pero no le importaba si estaba enfadada con él. Lo único que le importaba era que Leon comprendiera que Paula le pertenecía y que no se iría de allí con otra persona.


–Puedo hablar por mí misma – dijo ella.


–No has hablado lo bastante rápido – dijo él.


Pedro


–Hay problemas en el paraíso… Una lástima – dijo Leon– . Si tienes una respuesta diferente que él – le dijo a Paula– , ven a buscarme antes de irte – se volvió y se marchó dejando a Pedro enfurecido.


–No necesito que contestes por mí – dijo Paula.


–Te he dado un regalo, puedo hacer lo que quiera – repuso él, consciente de que estaba siendo irracional.


–Te lo devolveré si es así como lo ves. Yo creía que los regalos venían sin condicionantes.


–¿Cómo ibas a saberlo, si es el primero que has recibido?


Durante un instante, él vio dolor en su mirada, antes de que ella volviera a ponerse la máscara y su expresión fuera indescifrable.


–Me arrepiento de habértelo contado.


El deseaba decirle que no se arrepintiera. Quería pedirle disculpas, pero no estaba seguro de qué serviría. Momentos antes, ella lo había mirado como si quisiera algo de él, algo profundo y sentimental. Y él acababa de demostrarle que no era el hombre adecuado para dárselo. Era por su bien.


–Ojalá pudiera ofrecerte algo más sustancioso que el arrepentimiento – dijo él– . Tristemente, me da la sensación de que, si estás buscando algo más que satisfacción física, conmigo solo vas a encontrar arrepentimiento.


–Lo recordaré. Me pregunto si pasará lo mismo con Leon. Algo a tener en cuenta, puesto que parece que tengo abierta una invitación.


Pedro deslizó la mano por su espalda y la sujetó por la nuca.


–Dime, cara, ¿quieres que el padre de tu hijo vaya a prisión por asesinato?


–No.


–Entonces, no me incites a matar a Leon Carides.


Paula abrió la boca para contestar, pero él decidió que ya habían acabado de hablar.


–¿Bailamos?


–Eso no es lo que esperaba que dijeras.


–¿Importa lo que esperaras? Ven a bailar conmigo. No es una petición. ¿O es que se te ha olvidado que soy yo quien tiene poder en este acuerdo? – se estaba portando como un cretino y lo sabía, pero no era capaz de moderarse.


–¿Cómo voy a olvidarlo, si no paras de recordármelo?


Ella estaba enfadada, pero permitió que la llevara hasta la pista de baile, y que la abrazara hasta que sus senos quedaron presionados contra su torso. Incluso lo rodeó por el cuello con los brazos, fingiendo docilidad. Él sabía que no era real. Sabía que ella solo fingía para poder acercarse lo suficiente y estrangularlo.


Llevó la mano hasta su trasero y la presionó todavía más contra su cuerpo para que notara su miembro erecto.


Ella echó la cabeza hacia atrás. La rabia se percibía en su mirada, pero también su deseo por él.


–No parece importarte – dijo él, moviéndose al ritmo de la música.


–Por supuesto que me importa. Un prisionero no debe olvidar que está en la cárcel.


–Pero tú no estás en la cárcel, cariño mío, ¿o lo has olvidado? Podrías estar, pero no es así.


Ella alzó la barbilla.


–¿Se supone que debo arrodillarme y agradecértelo?


–Depende de lo que pretendas hacer mientras estés abajo.


–¿Asegurarme de que no puedas engendrar más hijos?


–Ah, ambos sabemos que no lo harás. Esa parte de mi cuerpo es demasiado valiosa para ti. Me lo has demostrado durante la última semana. Varias veces – se inclinó y la besó en los labios– . Puede que no te guste, Paula, pero no puedes resistirte a mí.


–Sigue hablando. Un par de frases más y seré capaz de resistirme a ti para siempre.


–Ambos sabemos que no es verdad. Si no pudiste resistirte a mí el día de The Mark, no podrás resistirte ahora.


Lo dijo como si estuviera seguro de ello, pero era una pregunta. Y se odiaba por tener la necesidad de preguntárselo.


Necesitaba saber que ella era suya. Que no se marcharía de su lado. Que él era tan irresistible para ella como ella para él.


–Pareces decidido a presionarme hasta que lo consiga.


–¿De veras? No era mi intención.


–Entonces, a lo mejor podrías intentar ser agradable un rato.


–No sé ser agradable – dijo él– . Nunca he tenido que serlo.


–Podrías empezar por no amenazar de muerte a los hombres que conocemos en las fiestas. Y después, puedes continuar dejando de comportarte como si tuvieras derecho de controlar mis actos.


–Creo que no lo comprendes, cara. Eres mía – levantó la mano y le acarició la mejilla– . Y cuando alguien trata de robarme lo que es mío, no respondo amablemente. Leon se estaba metiendo en terreno peligroso.


–Yo no soy un objeto, Pedro. Ese hombre no va a agarrarme y a salir corriendo conmigo


–Puede. Es un hombre rico. Tendría mucho que ofrecerte.


–Creía que no tenía precio, Pedro. ¿Por qué te comportas como si pudieran comprarme?


–Parecías interesada.


–No lo estoy. No me interesa un hombre que no me sujete el cabello cuando vomito por la mañana, después de haber pasado toda la noche abrazándome. Y me ofende que pienses que podría tener la tentación de irme con él.


–¿Por qué iba a pensar de otra manera? No te conozco.


–Me ofendes – dijo ella– . Me conoces mejor que nadie.


–¿De veras? – preguntó él, era como si le hubieran dado una bofetada.


–¿Cómo puedes preguntármelo? Eres el único hombre con el que estado. Y lo sabes.


–En mi experiencia, el sexo no tiene nada que ver con lo bien que se conoce a alguien.


–Puede que para ti no, pero para mí sí. Ya sabes que nunca había estado con otro hombre. Me siento como si hubieses estado mirándome mientras yo descubría quién soy. ¿Cómo puedes decir que no me conoces? – sus ojos estaban llenos de emoción.


–Quiero enseñarte una cosa.


Ella frunció el ceño.


–Si es lo que tienes en la entrepierna, me voy a adelantar y a decirte que no, gracias.


Él se rio. No estaba seguro cómo podía estar tan enfadado, excitado y divertido al mismo tiempo. No estaba seguro cómo había acabado allí, sintiéndose así, con una mujer a la que había tratado de odiar.


–Bueno, es probable que más tarde te ofrezca la posibilidad de enseñártelo, pero ahora no es eso – no estaba seguro de por qué estaba haciéndole esa oferta. Excepto porque quizá era un intento desesperado de reparar el daño que le había causado durante la pasada media hora.


–Está bien, puedes enseñarme lo que quieras – dijo ella.


–Cuando termine esta canción.


Y el resto del baile la mantuvo abrazada. En silencio. 


Ninguno de los dos dijo nada, y durante unos minutos, él pensó que quizá no solo lo deseara, sino que era posible que él también le gustara.








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