Paula notó su presencia en el rellano de la primera planta justo antes de levantar la cabeza, y subió las escaleras con el pulso acelerado. No lo había visto desde que apareció en su cama la noche anterior, pero no había dejado de pensar en él y en la conversación que habían tenido antes de hacer el amor por segunda vez.
-Iba a buscarte -dijo ella, antes de llegar al rellano-. Pensé que te gustaría saber que el contratista empezará con los trabajos el lunes que viene, primero con la parte exterior...
-¿Qué tienes planeado para los próximos dos días?
Por lo visto no estaba de humor para hablar de las obras. Y a juzgar por el brillo en sus ojos, tampoco parecía con muchas ganas de hablar.
-No tengo nada ni para mañana ni para el miércoles. El jueves tengo una reunión con la mujer que se ocupará de restaurar los muebles.
-Bien -dijo él, apoyándose en la barandilla-. Quiero que hagas una cosa.
-¿Que es?
-Quiero que pases las próximas cuarenta y ocho horas conmigo, a partir de ahora. Sin teléfonos, sin citas, sin interrupciones. Necesito toda tu atención.
-¿Qué vamos a hacer?
Como si tuviera que preguntarlo. Ya estaba viendo el preestreno de los próximos dos días en la mente masculina.
-Ya lo sabes -dijo él-. Y nos quedaremos en mi habitación; hace mas fresco.Por si acaso te acaloras demasiado.
Paula daba por hecho lo de de acalorarse, sobre todo si el pensaba tenerla cautiva dos días enteros
-¿No temes que nos hartemos el uno del otro?
-Te prometo que eso no ocurrirá .
Sin embargo, Paula temía que una situación tan intensa significara un peligro para sus emociones.
Para evitar posibles interrupciones, decidió hacer una llamada antes de reunirse con él
-Primero tengo que llamar a mi madre
-¿Para pedirle permiso? -preguntó él, burlón
-Para decirle que estoy bien
Era una llamada que había estado posponiendo desde que dejó su casa.
-No tardes-dijo él, incorporándose.
Sutilmentese rozó la entrepierna con la mano, y Paula se fijo en la prominente cresta bajo los pantalones y tragó saliva.
-Puede esperar.
-¿Estás segura?
-Totalmente.
Después de todo su madre tampoco se había molestado en llamarla. En ese momento tenía mejores cosas que hacer, más en concreto estar en brazos de Pedro en su mundo y
en su mente
Paula tomo la mano que él le ofrecía sin dudarlo, mas dispuesta que nunca a seguirlo al fin del mundo. Lo unico que deseaba era que cuando terminara su tiempo juntos no
estuviera tan perdida como para no encontrar el camino de vuelta Sin hablar, Pedro la llevó a su dormitorio que había transformado en una sensual guarida. Había velas encendidas que iluminaban tenuemente con un tono dorado la habitación a oscuras. No había música, pero por las ventanas abiertas llegaba la sinfonía compuesta por los
sonidos de la naturaleza en las marismas cercanas.
Pedro la sentó sobre unos cojines en el suelo y le quitó los zapatos. Después hizo lo mismo con los suyos. En la mesa había un palo de incienso encendido, que despedía una
exótica fragancia.
-Huele bien -comentó ella. Él le apartó el pelo de la cara y le estudió la cara.
-Es una mezcla especial que descubrí en mis viajes. Dicen que tiene un efecto favorable para el amor.
-Quieres decir que es un afrodisíaco.
-Quiero considerarlo un elemento de realce en una situación favorable de por sí.
Paula lo necesitaba ningún realce; ya estaba sintiendo los efectos de su sonrisa y el destello de pasión en sus ojos.
-Sólo hay una regla -dijo él mientras le desabrochaba la blusa-. Nada de hablar del pasado. Mientras estemos en esta habitación, el pasado no existe. Aparte de eso, no hay
más reglas.
A Paula no le interesaba el pasado, sólo el presente, y más cuando él le quitó la blusa.
Después, con movimientos lentos, Pedro hizo lo mismo con su camisa, y Paula vio que no llevaba el medallón, lo que sólo podía significar que estaba dispuesto a renunciar
a su voluntad al menos durante la breve tregua de cuarenta y ocho horas.
Dejando los pantalones en su sitio, la tendió sobre los cojines, deslizó un brazo bajo su espalda y la acurrucó contra él. Trazó dibujos al azar en la piel sedosa mientras la
llevaba a través de sus viajes y los lugares exóticos que había visitado.
A mitad de la narración de sus viajes en México, Paula empezó a sentir un extraño cosquilleo en el pecho, que fue descendiendo por su cuerpo. En respuesta, un gemido
subió a su garganta y escapó por su boca sin que pudiera detenerlo.
Pedro se interrumpió y la miró.
-¿Lo sientes?
Selene dudaba que fuera por causa del incienso. Era Pedro, simple y llanamente, un hombre tan potente como cualquier opiáceo.
Pedro le ladeó la cabeza y le acarició el labio con la lengua.
-Estoy ardiendo sólo de pensar en lo que te voy a hacer.
Se sentó y le quitó los pantalones y las bragas. Después de una ligera vacilación hizo lo mismo con el resto de su ropa y quedó completamente desnudo sobre ella.
Se arrodilló junto a ella y se inclinó para besarla por todo el cuerpo.
-Dime qué te gusta -le dijo mientras le separaba los labios con el dedo-. ¿Aquí?
-Sí, ahí -logró jadear ella cuando rozó el punto más sensible.
Pedro le alentó a expresar verbalmente sus deseos y usó las dos manos y la boca para llevarla al clímax más abrasador.
Cuando le llegó a ella el turno de explorarlo, Pedro habló en términos explícitos de lo que le gustaba y de lo que le enloquecía. Y sin dudarlo, ella satisfizo todas sus necesidades y deseos con total entrega y entusiasmo.
Cuando Pedro entró en su cuerpo, Paula se sentía como si hubiera viajado a otra dimensión donde sólo existían ellos dos. Al sentir que él la alzaba por las caderas y la penetraba más profundamente, Paula estalló en un segundo orgasmo más virulento que el primero y que pareció durar unos momentos interminables. Poco después, Pedro dejó escapar un gruñido primitivo y quedó rígido en sus brazos. Se desplomó sobre ella, jadeando, mientras ella le acariciaba ligeramente la espalda, la cintura y las nalgas con las puntas de los dedos.
-Estoy hecho polvo -murmuró él, cuando ella ya creía que se había quedado dormido.
A Paula todavía le quedaba mucha energía y mucha pasión. Le enmarcó la cara con las manos, le alzó la cabeza y lo obligó a mirarla a los ojos.
-Por favor, no me digas que hemos terminado por hoy.
-He dicho que estoy hecho polvo, no muerto. Creo que no tardaré en recuperarme - añadió con un guiño.
Pedro no se equivocaba y aquella noche volvieron a hacer el amor dos veces más. Poco antes del alba se durmieron abrazados y cuando Paula despertó a la mañana siguiente
encontró a Pedro contemplándola.
-Buenos días -dijo ella, estirando los brazos por encima de la cabeza-. ¿Qué hora es?
-¿Importa mucho?
Probablemente no. Después de todo, no tenía nada mejor que hacer que estar en sus brazos.
-Estoy acostumbrada a levantarme pronto.
-Yo ya estoy levantado.
Paula bajó la mirada y comprobó que tenía razón.
-Hay tres cosas que nunca fallan. La muerte, los impuestos y la erección matinal de un hombre.
Pedro se echó a reír.
-Vaya, caballero, no me había dado cuenta de que tenías sentido del humor -dijo ella.
-Y yo no me había dado cuenta de todos tus encantos -dijo él, tirando de ella hacia él.
-¿Quieres que los use contigo una vez más?
-¿De verdad lo tienes que preguntar?
La verdad era que no.
En las horas siguientes, el tiempo pareció suspendido mientras Pedro la mantenía cautiva en una neblina intensamente erótica. A las doce, la sacó a la terraza y la pegó contra la pared, donde cualquiera hubiera podido verlos. Paula nunca se había sentido tan liberada ni había pensado que riesgos como aquél pudieran resultar tan excitantes.
Pero Pedro lo sabía, igual que sabía exactamente cómo y cuándo llevarla a la cima del placer mientras estaba metido profundamente en su cuerpo.
Aunque sólo salieron de la habitación para lo más necesario, no pasaron todo el tiempo haciendo el amor. Pedro parecía más relajado mientras hablaban de muchas cosas, como sus escritores sureños favoritos y su falta de interés por la política. Cuando ella le preguntó por sus padres, él se limitó a comentar que no estaban en su vida, por lo que Paula no se atrevió a indagar más. Respetando la norma de no hablar del pasado, él no mencionó a su ex marido y ella no le preguntó sobre la mujer que hubo en su pasado.
Pero cuando ella le contó la desafortunada historia de los amantes de Maison du Soleil, la tristeza por la muerte de Laura y la desesperación de Zeke que lo llevó a la bebida y
consecuentemente a la muerte, Paula supo que Pedro se sintió en parte identificado.
En varios momentos pensó en hablarle de sus capacidades telepáticas, pero temió no ser comprendida y prefirió dejarlo para otro momento.
Al atardecer, Pedro insistió en que probara su whisky de ochenta años, y cuando ella bebió un sorbo y arrugó la nariz, él se echó a reír. Cenaron en la cama y se ducharon juntos en el baño de Pedro, donde él le hizo el amor una vez más.
Fue una experiencia que Paula no olvidaría jamás.
Cuando llegaron al final de aquella breve escapada de la realidad, Paula había hecho cosas que jamás había imaginado; había hablado de temas que con cualquier otra
persona eran tabú, y se había enamorado perdidamente de Pedro. Sentía que estaban unidos no sólo por sus mentes, sino también por sus almas, y sin embargo no llegaba entender por completo la fuente de su dolor, a pesar de que en los últimos dos días parecía haberlo olvidado.
Pero cuando despertó en mitad de la última noche y lo encontró con la mirada perdida junto a la ventana, se dio cuenta que había sido sólo una tregua temporal. Paula hizo lo único que podía hacer: pedirle que le hiciera el amor una última vez, cosa que él hizo con infinita ternura.
Y cuando se durmió una vez más en sus brazos, Paula aceptó que él siempre ocuparía un lugar especial en su corazón, y que queriendo o no, Pedro había conquistado su
amor para siempre.
El jueves por la mañana Paula se despertó y Pedro no estaba. Se sintió perdida, como si hubiera perdido a un amigo de toda la vida y a un maravilloso amante a la vez. Se
regañó mentalmente por hacer precisamente lo que había jurado no hacer: enamorarse de él. Pero no sabía cómo atajar los sentimientos que seguían subiendo a la superficie ni cómo dejar de pensar en él aunque sólo fueran unos minutos, a pesar de que no lo había visto desde la noche anterior. Desafortunadamente, no le quedaba otro remedio que volver al mundo real.
Después de reunirse con la restauradora a las doce y media, tomó unas cuantas muestras de tejido y las usó como excusa para ir a verlo. Fue a su despacho, que tenía la puerta entreabierta, y asomó la cabeza.
-¡He dicho que lo haga, maldita sea! ¡Para eso le pago! -estaba diciendo él al teléfono.
Después de dejar el teléfono inalámbrico con un golpe seco en la mesa, Pedro levantó la cabeza. Paula estaba retirándose discretamente cuando él la vio.
-Creo que te pillo en mal momento -dijo ella-. Volveré mas tarde.
Pedro se pasó una mano por el pelo antes de sujetar ambos brazos del sillón con las manos.
-No tienes que irte. Me vendrá bien distraerme un poco.
Paula entró y le enseñó las muestras.
-Para el salón principal de abajo, ¿prefieres el milrayas rojas y doradas o el brocado verde?
Pedro se frotó la barbilla, se sentó en el sillón y sonrió.
-Quítate la ropa y envuélvete en la tela y te lo diré.
-Hablo en serio -dijo ella, tratando de ignorar el estremecimiento que sintió.
-Elígelo tú. Seguro que tienes mejor ojo para los colores que yo.
-De acuerdo. O puedo consultarlo con Eloisa cuando vuelva.
-Estará aquí el sábado -le informó Pedro-. Le dije que se quedara otra semana más, pero dice que ya ha estado demasiado
Aunque Paula tenía ganas de ver a Eloisa, no pudo evitar sentir su regreso, un regreso que pondría fin al tiempo que habían pasado solos en la casa.
-Tengo ganas de verla -dijo, no muy convincente.
-Yo no -dijo él, poniéndose en pie y apoyando las manos en la mesa-. Pensaba hacerte el amor en todas las habitaciones de la casa. Claro que siempre podemos hacerlo en los
próximos dos días.
-Ya veremos, pero ahora quiero pedirte un favor.
-Súbete a mi mesa y me ocuparé de todo.
Paula sabía exactamente cómo pensaba hacerlo.
-No es nada de sexo. Quiero que me acompañes a ver si sigue existiendo la cabaña del árbol de la que me habló el señor Gutherie.
-Sigue en su sitio -dijo él, con un destello en los ojos de profunda tristeza que Paula no logró comprender.
Paula deseaba desesperadamente preguntarle por qué estaba tan triste, pero en lugar de hacerlo directamente decidió dar un rodeo.
-Antes de que se me olvide, tienes que decirme qué debo hacer con la habitación de invitados que hay frente a tu dormitorio.
Ahora Pedro la miró irritado.
-Quiero que se quede como está.
-¿Por cuánto tiempo?
-Hasta que yo diga lo contrario. ¿Queda claro?
Pedro acababa de confirmar sus sospechas de que la clave de su dolor estaba en aquella habitación. Pero ¿se arriesgaría a tratar de averiguarlo? Quizá tras el regreso de Eloisa, pero ahora tenía que relajar el ambiente.
-Totalmente claro, señor. Puede que sea insaciable, pero desde luego no soy sorda. Ni tampoco tonta -afirmó.
Paula se dio cuenta de que él no quería olvidar su enfado, pero al final perdió la batalla y sonrió.
-No, desde luego tonta no eres.
-Ahora que mi inteligencia no está en entredicho, me iré y te dejaré seguir trabajando. Nos vemos en el porche a las seis, si te parece bien.
Con Pedro a su lado, Paula caminaba de espaldas por el prado, contemplando la mansión bañada en la luz del atardecer que se alzaba a lo lejos, tratando de visualizar
cómo quedaría cuando pintaran las columnas negras de blanco.
-Maison du Soleil. Casa del Sol -dijo, volviéndose hacia delante y arrancando una flor del suelo-. Cuando terminemos la restauración, hay que cambiar el nombre a la casa y
devolverle su nombre anterior.
-¿Anterior a cuándo?
-A la muerte de Laura. Quizá podamos preguntar a Zeke. Jaime Gutherie me dijo que su abuela solía hablar con él después de muerto.
Sus palabras provocaron una agria mirada de Pedro.
-No creo que nadie se pueda comunicar con los muertos -afirmó-. No creo en fantasmas, ni en vudús ni en videncias.
Por supuesto que no, pensó Paula. Era un hombre de negocios, pragmático hasta la médula. Y probablemente todavía no estaba preparado para aceptar su «don».
-¿Y no crees que hay cosas que no se pueden explicar?
-No -dijo él, como si sus palabras le hubieran ofendido.
-¿Y el destino?
-Cada uno crea su propio destino y es responsable de sus actos y decisiones. Es ahí - dijo, señalando la hilera de pacanas que bordeaban la pradera.
Paula aceleró el paso al ver la plataforma de madera apoyada entre dos gruesas ramas.
No podía creer que la cabaña hubiera sobrevivido tanto tiempo y sin saber por qué le entraron unas ganas inexplicables de trepar a ella. Apenas había puesto un pie en una de las ramas más bajas cuando Pedro le gritó:
-No subas, Paula.
-Claro que voy a subir -respondió ella-. Cuando era pequeña no me dejaban subir a los árboles -dijo, trepando a la rama superior.
-Baja -repitió él, serio.
Con un pie en la plataforma de madera, lista para dar el último paso, Paula lo miró por encima del hombro.
-¿Por qué? Parece bastante sólida.
-Las apariencias engañan -dijo él, mirándola con dureza junto al árbol-. Podrías caerte y romperte algo.
-Sólo voy a probar con el pie -dijo. Pero una mano le sujetó con fuerza el tobillo.
-He dicho que bajes -le ordenó él. Aunque sonaba furioso, Paula percibió auténtico pánico en su voz.
-Si tanto te preocupa, de acuerdo. Empezó a bajar, pero resbaló y cayó. Por fortuna, antes de llegar al suelo, Pedro estaba allí para recogerla. Inmediatamente la dejó en el suelo y se alejó de ella.
-Te he dicho que no lo hicieras.
-No estaba tan alta -protestó ella-. De haberme caído, lo único que me hubiera dolido sería el orgullo.
-O podías haberte partido el cuello -masculló él.
Pedro dio media vuelta y echó a andar hacia la casa. Paula, tratando de seguirlo, no podía entender por qué estaba tan furioso.
-¿Por qué te has puesto así? Tú, que te has tirado en paracaídas y te has lanzado desde un acantilado, por favor.
-Eso fue hace mucho tiempo y son riesgos innecesarios. Me lo enseñó la vida -dijo él sin dejar de caminar a grandes zancadas.
Paula corrió y se detuvo delante de él, alzando las manos para obligarlo a detenerse.
-No me dejes atrás. Explícame a qué ha venido todo esto.
-Es por tu seguridad.
Una serie de imágenes fugaces se filtró en la mente de Paula: una joven sonriente, y esa misma joven desplomándose por el aire con ojos aterrorizados antes de que todo se volviera negro.
Pedro rodeó a Paula y continuó andando.
-¿Tiene algo que ver con Celeste? -dijo ella.
Él se volvió furioso hacia ella, con una mirada que por primera vez le dio miedo de verdad.
-¿Has estado hablando con Eloisa?
-No, pero sé que Celeste existió. Sé que es alguien a quien amabas con todas tus fuerzas.
Pedro apretó los puños a los lados.
-No sabes nada de mí. Y es mejor que no lo sepas.
Con eso, continuó su camino hacia la casa y esta vez Paula no lo detuvo. Todavía sin entender el misterio, sabía que Celeste fue una parte importante de su vida, y ahora
también sabía que le había sucedido algo terrible, probablemente la causa de los remordimientos que estaban comiendo vivo a Pedro.
Pedro no sabía cómo Paula supo de la existencia de Celeste, pero era consciente de que estaba acercándose cada vez más a la verdad.
*****
Dominado por la rabia, limpió su escritorio de un manotazo y empezó a pasear por el despacho como un animal enjaulado.
Había creído erróneamente que si pasaba más tiempo con ella descubriría algo que no le gustara y así podría alejarse de ella sin volver la vista atrás. Pero en lugar de eso había
caído víctima de sus propias maquinaciones. En vez de desear olvidarla, estaba consumido por ella.
También sabía que Paula no merecía el castigo de su ira.
Paula merecía un hombre entero, un hombre sin un pasado de errores irreparables, un hombre capaz de amarla cómo ella merecía.
Cuando estaba con ella, a veces pensaba que él podía ser ese hombre, hasta que aquella tarde los recuerdos volvieron a cobrar vida, haciéndole ver que era imposible.
Sólo veía una manera de asegurarse su rechazo: decirle la verdad. Aunque sólo lo utilizaría como último recurso.
Entretanto, pasaría una última noche fingiendo ser el hombre que ella creía, antes de regresar definitivamente a su infierno particular.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario