sábado, 31 de octubre de 2015

MI FANTASIA: CAPITULO 17





A la mañana siguiente, después de pasar la noche sola y sin poder dormir, Paula decidió volver a la habitación de los niños. Durante un rato, sujetó la cuna; estaba tan vacía cómo ella se sentía. Su instinto le decían que se fuera, que dejara a Pedro y abandonara la plantación para siempre, pero algo la obligaba a seguir allí. Una fuerza desconocida, o el destino. O quizá fuera la esperanza de que Pedro llegara a corresponder el amor que sentía por él algún día.


-¿Pensando en el futuro, Paula?


Paula se volvió y lo vio apoyado en el pomo de la puerta, con la camisa blanca y los pantalones negros de siempre, como si acabara de salir de una reunión de negocios.


-Estaba pensando que esta habitación sería un buen cuarto de estar. Podría ser más moderno que el resto de la casa, con todas las comodidades tecnológicas.


Él continuó observándola en silencio hasta que dijo:
-Perdona.


Paula no lo esperaba.


-Perdonado -dijo.


Pedro se frotó la nuca y se quedó mirando el suelo, una actitud impropia de él.


-Esta noche quiero invitarte a cenar. Una cena de verdad que tú no tienes que preparar.


¿Una cita? Seguramente era mucho pedir, pero de todos modos preguntó:
-¿Vamos a cenar fuera?


-No, nos la traerán aquí.


Paula suspiró, decepcionada.


-No te vendría mal salir de casa de vez en cuando.


El hundió las manos en los bolsillos.


-Tengo mis razones para no querer salir hoy.


Paula sospechaba que debía estar relacionado con sus planes para la sobremesa, pero antes de volver a acostarse con él quería respuestas.


-¿A qué hora? -dijo, caminando hacia él, aunque manteniéndose a distancia.


-A las siete.


-Bien. Entonces hasta luego.


Cuando pasó a su lado para salir, él le tomó la mano y la rodeó con los brazos. Paula esperaba un beso, pero sólo la abrazó con fuerza durante un largo momento, con las palmas apretadas en su espalda y las mejillas pegadas. 


Cuando él la besó en la frente, Paula preguntó:
-¿Por qué has hecho eso?


-Por ser tú -dijo él con una calidez en la mirada que Paula no había visto hasta entonces, como si la fortaleza emocional se hubiera desvanecido, al menos de momento-
. Tu respeto significa mucho, Paula. Más de lo que te imaginas.


Pero ella no necesitaba imaginárselo. Su intuición le decía que él sentía algo por ella, y que podía llegar a amarla en el futuro. Aunque no antes de superar el dolor de su trágico
pasado.


Y cuando él la soltó y se alejó, Paula entendió que se estaban acercando rápidamente al punto de no retorno. Si no lograba que él se sincerara con ella aquella noche, ella tendría que decidir entre seguir luchando o aceptar la derrota. Aceptar que no era la mujer destinada a estar con él el resto de su vida.


Con un vestido de satén negro que había comprado aquel mismo día y el pelo recogido en un moño, Paula bajó la escalinata central de la casa y se dirigió al comedor. Allí se
detuvo en seco al ver a un desconocido alto y desgarbado enfundado en un esmoquin negro en la puerta.


-Buenas noches, señorita -dijo el hombre canoso con inesperada amabilidad-. Soy Renaldo, su camarero. Por aquí.


Perpleja, Paula se colgó del brazo que él ofrecía y permitió que la llevara hasta el comedor. Cuando entró, encontró a Pedro de pie junto a la mesa con un esmoquin de seda negro y una camisa blanca. Enseguida vio que los cubiertos estaban colocados uno junto a otro, no en los extremos opuestos de la mesa. El camarero le apartó la silla para
que se sentara y después le coloco una servilleta de papel rosa en el regazo.


Cuando el hombre desapareció en la cocina y Pedro se sentó a su lado, Paula preguntó:
-¿De dónde ha salido?


-De Atlanta. Viene con el chef de Chez Gastón. Pensé que echarías de menos tu ciudad.


-Conozco bien el restaurante, pero no puedo creer que hayan venido hasta aquí en coche un viernes por la tarde.


-Han venido en avión privado.


Increíble.


-Ha debido de costar mucho dinero. No me hubiera importado tomar una de las cenas que nos dejó Eloisa.


-¿Tienes algo en contra de una cena exquisita?


No, pero Paula tenía una especie de aversión al dinero, y estaba empezando a ver que la fortuna de Pedro estaba muy por encima de lo que había imaginado. Algo que había
conocido de siempre, y que era un aspecto de su pasado que trataba de evitar.


-Perdona, no quería ser desagradecida. Estoy segura de que estará deliciosa.


Pedro le estaba mirando con descaro a los senos que se adivinaban bajo el escote.


-Más delicioso será lo que tengo planeado después -dijo él, apoyándole la palma de la mano en la rodilla.


«¿Nunca reservó un comedor privado en un restaurante y te acarició por debajo de la mesa hasta hacerte desearlo allí mismo?».


Paula recordó sus palabras y sintió una oleada de calor por todo el cuerpo. A ese paso, no iba a poder mantener su decisión de evitar una mayor intimidad entre ellos hasta que
lograra obtener algunas respuestas.


Pero a medida que Renaldo iba sirviendo los platos, la mano de Pedro se deslizaba unos centímetros más arriba por el muslo y a ella se le aceleraba el pulso. Para cuando llegó el segundo plato, estaba segura de que no sería capaz de tragar otro bocado a pesar de que su acompañante no había hecho nada más cuestionable que acariciarle el interior
de la pierna con el pulgar.


Pedro, por su parte, comió toda la cena, incluidos los crepés de fresas que ella rechazó.


Aunque Paula sí aceptó una segunda copa de vino.


Cuando el camarero termino de retirar el último plato y se perdió en la cocina, Pedro se inclinó hacia ella y susurró:
-No se da cuenta de nada. Si te...


Paula le sujetó la mano antes de que ésta alcanzara su objetivo.


-Pero no es ciego, y si haces lo que me temo, te aseguro que se dará cuenta.


Pedro le tomó la mano y se la llevó a los labios.


-Sólo quería saber si llevas algo debajo del vestido.


-Sí.


Unos centímetros de encaje negro.


En ese momento entró el camarero con un hombre que se presentó como Chef Stephan Aucoin, un corpulento caballero con aspecto de comerse casi toda la comida que
preparaba.


Pedro se puso en pie.


-Caballeros, como siempre, han hecho un excelente trabajo.


El chef hizo una ligera inclinación hacia delante.


-Ha sido un placer, señor Alfonso -miró a Paula-. Señorita Chaves, apenas ha tocado la comida. ¿No ha sido de su agrado?


-No come mucho cuando está caliente -dijo Pedro.


-Las temperaturas son muy altas -se apresuró a añadir ella.


Si hubiera alcanzado la pierna de Pedro, le habría dado una patada.


-Entonces tendremos que volver cuando hayan bajado -observó Renaldo sin inmutarse.


Ellos no sabían que seguramente para entonces ella ya no estaría allí, pensó Paula.


Pedro echó una ojeada al reloj y rodeó la mesa.


-El coche les espera para llevarlos al aeropuerto —sacó un sobre del bolsillo interior de la chaqueta y lo entregó al chef-. Les acompañaré.


Cuando Pedro salió con los dos hombres del comedor, Paula se dejó caer en la silla y se abanicó la cara, incapaz de creer que había llegado al final de la velada sin desmayarse. Unos momentos después, Pedro regresó con las manos en los bolsillos y la miró con ojos seductores.


-¿No come mucho cuando está caliente? ¡No puedo creer que hayas podido decir eso!


Él tuvo el valor de sonreír.


-Estás caliente, ¿verdad?


Lo estaba, sí, y él lo sabía perfectamente.


-Ahora me estoy enfriando.


Pedro fue hacia ella y la rodeó con los brazos. Después le levantó el vestido por detrás y le acarició las nalgas.


-No sabes las ganas que tengo de quitártelas.


Paula se zafó de sus brazos y dio un paso atrás.


-Primero tenemos que hablar.


-¿De qué?


-De nuestros secretos. Los tuyos y los míos.


-Todo el mundo tiene derecho a tener secretos, Paula. No necesito tus revelaciones.


Cruzando los brazos, Paula caminó hasta el lado opuesto del comedor, poniendo la mesa entre ellos para mayor seguridad.


-Pues te voy a hacer una, y me vas a escuchar.


Pedro apartó una silla y se dejó caer en ella.


-Adelante y confiesa si eso te hace sentir mejor, pero no esperes lo mismo de mí -dijo él con fingida indiferencia.


Pero ella lo esperaba, sobre todo cuando le dijera lo que debía haberle dicho antes.


Paula respiró profundamente y permaneció de pie, con las manos apoyadas en el respaldo de una silla.


-Cuando era niña, aprendí que tenía la extraña capacidad de leer los pensamientos de otras personas. También aprendí que saber lo que la gente pensaba de ti no siempre era
bueno y me enseñé a bloquearlo.


Hizo una pausa esperando alguna reacción, pero Pedro continuó mirándola con escepticismo.


-Cuando mi marido empezó a volver tarde a casa con la excusa del trabajo, decidí utilizar el «don» por primera vez en años. Imagina mi sorpresa cuando descubrí que cuando estaba en la cama conmigo tenía fantasías con una amiga común. Se lo dije, y reconoció tener un lío con ella. Fin de la historia y fin del matrimonio.


Pedro se movió ligeramente a la silla.


-Ya te lo he dicho, no creo en esas cosas. 


En otras palabras, no la creía, pero lo haría. 


-En cuanto pisé esta casa, empecé a ver tus pensamientos. Yo no los busqué, pero eran demasiado fuertes para bloquearlos.


Pedro aparto la silla de la mesa y se levantó.


-¡Esto es ridículo! -exclamó.


-¿Tú crees? -Paula apretó el respaldo de la silla con fuerza-. Cuando salí a la terraza la primera noche que hicimos el amor, sabía que era una fantasía tuya porque la vi unas
noches antes.


-¿A dónde quieres ir a parar? -preguntó él.


-También he visto otras imágenes -dijo ella, rodeando la mesa y yendo hacia él, quedando a sólo un metro de distancia-. De una mujer llamada Celeste. De hecho tú
fuiste quien me dijo su nombre sin saberlo.


Pedro empujó una silla que cayó al suelo.


-No tengo que escuchar esto.


-Sí, porque sé que le pasó algo, y sea lo que sea, te está corroyendo por dentro como si fuera ácido.


Sin decir nada, Pedro salió del comedor hacia el vestíbulo a grandes zancadas, pero Paula salió tras él.


-Para y escúchame -dijo antes de que él llegara al primer escalón.


Él se volvió a mirarla con ira y amargura a la vez.


-¿Por qué tengo que escucharte?


-Porque te he entregado toda mi confianza desde el principio. Porque te he contado algo que nadie más conoce. Y ahora te pido que tú confíes en mí y me hables de ella.


-Si de verdad tienes telepatía, ya debes saberlo todo.


-No lo sé todo -dijo ella, dando otro paso hacia él-, porque tú bloqueas esas imágenes. Y quizá porque yo he hecho un esfuerzo inconsciente para no verlas, por temor a que
hayas hecho algo terrible.


-En eso tendrías razón.


Paula se acercó al pie de la escalera, resuelta a insistir hasta obtener las respuestas.


—Entonces me lo debes. Quiero saber quién era Celeste, qué le pasó, y qué tenía para que la amaras tanto que cuando murió decidiste enterrarte en vida.


Pedro se desplomó en el segundo escalón y apoyó la cabeza en las manos. Cuando la miró, había tanto dolor en sus ojos que Paula sintió como si le clavaran una daga en el corazón.


Entonces la mente de Pedro se abrió como las compuertas de una presa y envió una sucesión de imágenes a la mente de Paula. Una joven morena de ojos azules escalando,
después buscando una mano a la que sujetarse e incapaz de hacerlo. Y cayendo, su cuerpo girando en el aire y golpeándose contra la pared rocosa antes de quedar colgando inmóvil de una soga.


Paula se sentó junto a él en la escalera.


-Cayó -dijo.


-No era una montañera experta. No tenía que haberme acompañado, pero me lo suplicó y yo no tuve valor para decirle que no. Nunca lo tuve.


-La amabas mucho.


-Todo lo que se puede amar a una hermana.


-¿Era tu hermana? -repitió Paula, anonadada.


Pedro se pasó una mano por la frente.


-Sí. Nació cuando yo tenía doce años, y era hija de mi madre y el cerdo de mi padrastro. Celeste fue lo único bueno que salió de ese matrimonio -dejó escapar una cáustica risa-.
Paradójicamente, Renato tenía el control de la herencia y me lo dejó todo a mí. También me nombró administrador de la parte de Celeste. Ni que decir tiene que a mi madre y a su
marido no les hizo ninguna gracia, ni tampoco que Celeste siguiera en contacto conmigo cuando me fui a vivir con Renato a los dieciséis años. Ahora me culpan del accidente, y por mucho que deteste reconocerlo, tienen razón.


-Tú no tienes la culpa -Paula le pasó un brazo por los hombros-. Tú mismo dijiste que fue un accidente.


Pedro se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y se pasó las manos por la cara.


-No quiero hablar más de eso.


Paula se dio cuenta de que todavía faltaban algunas piezas del rompecabezas, pero al ver a Pedro tan destrozado decidió que de momento era suficiente.


-Lo siento mucho,Pedro, pero no siento que me lo hayas contado. Quería quitarte parte de esa carga.


-¿Por qué, Paula? -los ojos azules la miraron confusos.


-Porque te aprecio -dijo, aunque hubiera debido decir «Te quiero»-. Porque cuando estamos juntos soy más feliz de lo que he sido nunca, y cuando estamos separados tengo la sensación de que me falta una parte de mí. Ya sé que me dijiste que un día te irías, pero no puedo evitar lo que siento.


Él se volvió hacia ella y le enmarcó la cara con las manos.


-No merezco tu compasión ni pasar otro minuto contigo, pero no puedo estar sin ti.


Y la besó con urgencia y desesperación a la vez que le levantaba el vestido y le quitaba las bragas. Paula no protestó; ella lo deseaba tanto como él. Cuando Pedro se bajó la cremallera y le separó las piernas, no le dijo que estarían más cómodos en la cama porque en ese momento él no buscaba comodidad. Tampoco buscaba lo no convencional; necesitaba la unión y el consuelo y ella estaba más que dispuesta a proporcionárselo.


Apoyó la rodilla en la escalera y la penetró, y cuando enterró la cara en la curva de la garganta femenina, Paula miró a los querubines que flotaban sobre sus cabezas entre las nubes. 


Una escena que iba muy bien con el paraíso al que Pedro la estaba llevando.


Paula cerró los ojos y dejó que Pedro la llevara al lugar donde no existía dolor, sólo placer. Como siempre, su cuerpo respondió a sus caricias y su mente se abrió para
compartir la satisfacción física además del tormento emocional.


Después de un rato, el cuerpo masculino se tensó y, tras un largo estremecimiento, Pedro susurró: -No me dejes, Paula.


Ella pensó que se refería sólo a aquella noche, aunque no quería dejarlo nunca.



*****


No podía mover los brazos ni las piernas. No podía hablar ni gritar. No podía apartar los dedos que le rodeaban la garganta. En cuestión de minutos moriría en manos de un atacante desconocido. Pero cuando vio el destello del medallón de oro, se dio cuenta de que no era un desconocido.


Paula se incorporó en la cama de golpe, buscando aire y temblando incontrolablemente. Miró el lugar vacío que había dejado Pedro en la cama y empezó a plantearse todas las posibilidades. ¿Había entregado su amor a un asesino?


Pedro le dijo que era el administrador del dinero de Celeste. 


¿Habría sido capaz de fingir un accidente para quedarse con toda la herencia? Paula se negaba a creer que se había
equivocado tan rotundamente con él, pero las inquietantes imágenes se repetían una y otra vez en su mente mientras se vestía a toda prisa con la misma ropa de la noche anterior. Sin embargo, no tuvo tiempo de huir. Pedro salió del cuarto de baño llevando sólo una toalla a la cintura y una sonrisa en los labios.


-¿Dónde vas? -dijo, apoyando un hombro en la pared y cruzando los brazos.


-A vestirme antes de que llegue Elpisa -se excusó ella, yendo hacia la puerta.


-Ya ha venido.


Eso en parte la alivió, pero cuando Pedro fue hacia ella, Paula dio otro paso atrás.


-¿Qué pasa, Paula?


-Nada. No quiero que Eloisa me vea aquí.


Pedro rió bajito.


-Tendrá que acostumbrarse. Espero que en adelante duermas en mi cama.


La noche anterior Paula hubiera dado cualquier cosa por oírle decir eso. Pero ahora no sabía qué pensar.


-Hasta luego -dijo.


Si es que no se veía obligada a salir corriendo mientras estuviera a tiempo.


Y sin mirarlo corrió al cuarto de baño y cerró la puerta con cerrojo. Cuando volvió a su habitación a vestirse, vio la luz intermitente del buzón de voz en su teléfono. Sus padres
habían estado tratando de ponerse en contacto con ella hacía una hora. Se sentó en la cama y marcó el número de su padre.


-Hola, papá. Soy Paula. ¿Para qué me has llamado?


-Hola, hija. Tu hermana ha empezado con las contracciones y me ha dicho que te llame.


Quizá fuera lo más oportuno, pensó Paula. Era la excusa perfecta para dejar la plantación, aunque era consciente de que no tendría paz hasta que conociera toda la verdad sobre Pedro.


-¿Cuándo nacerá el niño?


-Según tu madre, que por cierto todavía no te habla, la comadrona ha dicho que puede tardar unas horas. Incluso mañana.


-¿Sigue decidida a dar a luz en casa?


-Sí, aunque no entiendo por qué, teniendo los hospitales y los analgésicos que hay en la actualidad. ¿Tú sigues en Luisiana?


Era evidente que Soledad les había puesto al día sobre su paradero. Mejor, pensó Paula.


Eso le ahorraba muchas explicaciones.


-Sí, sigo aquí -al menos de momento-. Dile a Soledad que buena suerte y que estaré allí en cuanto pueda.


En cuanto encontrara algunas de las respuestas que tenían pendientes. La decisión de quedarse en Georgia definitivamente o regresar a Luisiana para estar con Pedro
dependía de lo que descubriera. Y el mejor sitio para empezar era la mujer que acababa de volver a la plantación.


-Bienvenida, Eloisa.


-Hola, Paula -dijo Eloisa desde la mesa de la cocina-. Empezaba a pensar que se había ido, teniendo en cuenta que son casi las doce y aún no la había visto.


-No, pero tengo que irme un par de días. Mi hermana está a punto de dar a luz y quiero estar con ella. Pero antes necesito su ayuda.


Eloisa la miró por encima de las gafas y dejó el montón de cartas que estaba ordenando.


-Tiene que ver con Pedro. Necesito saber qué le pasó a Celeste.


-Ya le dije que no puedo hablar de eso —dijo la mujer, volviendo a los sobres-. Le di mi palabra a Pedro.


Paula le tocó el brazo para llamar su atención.


-Sé que se cayó mientras escalaba y que murió. Me lo contó Pedro, pero me preocupa lo que no me está contando. Necesito saber si es responsable de su muerte. O si fue un
accidente de verdad.


-¿Por qué le interesa tanto?


—Porque le aprecio -confesó—. Si ha hecho algo horrible, tengo que saberlo. 


Eloisa la estudió en silencio.


-Se ha enamorado de él, ¿verdad?


Lo mejor sería negarlo, pero Paula estaba segura de que no sería capaz de hacerlo.


-Quiero creer que fue un accidente, pero sé que hubo algo más.


-Fue un accidente -confirmó Eloisa-, pero eso es sólo parte de lo que ocurrió.


Sin decir nada más, Eloisa sacó una llave de un cajón y la deslizó por la mesa hacia ella.


-Es la llave del dormitorio frente al de Pedro. Mire en el segundo cajón de la mesita de noche. Allí encontrará las respuestas.


-Gracias -dijo Paula antes de salir corriendo y subir a la primera planta. Cuando vio la puerta de Pedro entreabierta, pensó que estaba en su despacho. Y rezó para que así
fuera.


Con manos temblorosas logró por fin abrir la puerta de la misteriosa habitación, esperando un lugar cargado de recuerdos de Celeste. Sin embargo, no encontró nada más
que una estrecha cama de hospital colocada bajo la ventana, la mesita que Eloisa mencionó a su lado y, contra la pared al pie de la cama, una silla de ruedas plegada.


Ver la habitación sólo sirvió para despertar más interrogantes, no para darle respuestas.


Paula imagino que Celeste no murió en el accidente, sino que sufrió algún tipo de parálisis. Se acercó a la mesita y abrió el cajón donde encontró una pila de gruesas hojas
de papel. Bocetos, eran bocetos y dibujos de mariposas y árboles, de pájaros alados echando a volar, e incluso el de una niña de rizos morenos corriendo por lo que parecía
el césped de la plantación, con la casa al fondo completamente pintada de amarillo. Pero el dibujo más triste era el de una joven de perfil, sentada en una silla de ruedas con la cara entre las manos: el trágico retrato de Celeste después del accidente. Y debajo una nota que decía:
Querido Pedro:
Odio haberme convertido en una carga para ti y para Eloisa, pero odio todavía más tener que dejaros. Por favor, no me obligues a hacerlo. No soy tan fuerte.
Perdóname.
Celeste


Más interrogantes. ¿Qué quiso obligarle a hacer Pedro? ¿Y por qué ella le pedía perdón? ¿Intentó convencerla de que la única salida era la muerte y ella se negó? ¿Había decidido quitarle la vida, para librarla de la terrible vida que llevaba y a sí mismo de la carga que suponía cuidarla?


Paula necesitaba más pistas, y abrió el primer cajón de la mesita sin soltar los dibujos.


Allí encontró todo tipo de medicamentos, entre ellos jeringuillas y viales, pero hubo una cosa que le llamó la atención. Una fotografía de Celeste y Pedro vestidos con ropa de invierno rodeados de montañas nevadas, con las cabezas pegadas y sonriendo enérgicamente. Una cosa no se podía negar, los dos se habían querido mucho. Sin
embargo, algo sucedió...


-¿Qué demonios estás haciendo aquí, Paula?






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