sábado, 25 de septiembre de 2021

MENTIRAS DE AMOR: CAPITULO 13

 


Paula aún seguía temblando cuando llegó al lugar en el que estaba aparcado su vehículo. Metió la llave en la cerradura y le dio el acostumbrado meneo antes de abrirla. Entonces, se montó en el vehículo y colocó la llave en el contacto. Desde que le robaron el coche hacía un año, la llave no encajaba bien con la cerradura de la puerta y con el contacto. Había tenido suerte de que, cuando recuperaron el coche a pocos kilómetros de su casa, aún se podía conducir. Uno de los amigos de Jason, que era mecánico, le había hecho las reparaciones necesarias a bajo precio, aunque el coche no había sido el mismo desde entonces. Estaba segura de que algún día la dejaría tirada, pero esperaba que aún quedara mucho para eso.


Descansó la cabeza en el volante. El coche no era lo único que ya no era lo mismo. ¿Cómo podía mirar a Facundo sin preocuparse sobre si volvería a meterse en líos? A pesar de lo que hubiera ordenado Pedro Alfonso, le diría a Facundo la verdad de lo que habían acordado. Por supuesto, siempre que guardara silencio al respecto.


No estaba deseando ver cómo estaría su hermano cuando regresara a casa después de enfrentarse al comité disciplinario, pero sabía que no se alegraría de su «compromiso». Suspiró, se irguió, arrancó el coche y se dirigió a su casa. Podría encontrar allí algunas respuestas o al menos consuelo al estar rodeada de las cosas de sus padres.


La pena la atravesó con un agudo y profundo dolor. Habían pasado diez años del accidente que se había llevado a sus padres y aún le dolía tanto como cuando la policía se había presentado en su casa para darles la noticia. Se preguntó dónde estarían en aquellos momentos si sus padres no hubieran muerto aquel día.


Sacudió la cabeza. No había razón para vivir en el pasado. El presente era lo que importaba. Hacer que todos los días fueran importantes. Cumplir con las obligaciones que había adquirido cuando tomó la decisión de no ir a la universidad y centrarse en criar a Facundo sola. A los dieciocho años, y cuando él tenía catorce, había sido una decisión monumental, una decisión que había cuestionado cada vez que tenía un problema. Sin embargo, los Chaves jamás se habían echado atrás. Se apoyaban unos a otros en lo bueno y en lo malo. Costara lo que costara.


Cuando Facundo llegó a casa, una hora más tarde de lo habitual, Paula estaba de los nervios. El sonido de la llave en la cerradura y el portazo no auguraba que pudieran tener una discusión racional.


–¿Te encuentras bien? –le preguntó cuando él entró en la cocina, donde ella estaba calentando las albóndigas y la salsa boloñesa de la noche anterior.


–Es increíble –respondió él–. Se me ha acusado de robar, pero no lo suficiente como para que me vayan a echar. Estoy sometido a una especie de vigilancia por parte del gran hermano.


–Lo sé –dijo ella tratando de mantener la voz tranquila.


–¿Que lo sabes? ¿Y no se te ocurrió decirme nada? ¿Advertirme en modo alguno?


–No pude hacerlo. Me lo dijeron justo antes de que tú te reunieras con el comité disciplinario.


Alfonso se sacó el teléfono móvil del bolsillo y lo agitó delante de la cara de Paula.


–Me podrías haber enviado un mensaje.


–No tuve oportunidad. En serio. Tienes que creerme. Lo habría hecho si hubiera podido.


Facundo se sentó en uno de los taburetes de la cocina. El viejo asiento de madera crujió a modo de protesta cuando él se reclinó hacia atrás y se mesó el cabello con la mano. Los ojos de Pau se llenaron de lágrimas. En momentos como aquel, Facundo le recordaba a su padre cuando era más joven. Lleno de inteligencia, energía y pasión. Mal encauzados.


Se agachó a su lado.


–Dime, ¿qué te dijeron?


Facundo miró al techo y lanzó una maldición.


–Ya sabes lo que me dijeron. Me acusan de robar dinero, pero no tienen pruebas de que fuera yo. Cualquiera hubiera podido hacer que ese rastro fuera en la dirección de otra persona. Me han tendido una trampa. Yo no haría algo así.


Paula sintió que se le hacía un nudo en el estómago al escuchar la voz de su hermano. Ella lo creía.


–¿Lo hiciste, Facundo? ¿Lo hiciste tú?


Facundo se puso de pie de un salto.


–No me puedo creer que tú me hagas una pregunta así. Te prometí que me mantendría limpio después de la última vez y así ha sido.


–El señor Alfonso me mostró las pruebas, Facundo. Me dijo que todo te señalaba a ti.



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