Pedro le explicó cómo tenía que montar y luego llevó al caballo con ella encima de un lado a otro para que se acostumbrase a la sensación.
Cuando la vio más cómoda y relajada, montó a Lucifer y fueron en dirección al valle por el paso que había en el Este. Una vez allí se adentraron en las montañas.
Después de media hora, se dio cuenta de que Paula estaba demasiado callada.
–¿Estás bien? –le preguntó.
–Sí. Estoy maravillada con todo lo que veo. ¿Todo esto es de tu jefe?
–Todo esto y mucho más.
–¿Y adónde vamos exactamente?
Él le sonrió.
–Ya lo verás.
–¿Cuánto vamos a tardar en llegar?
–A este paso, más o menos otra hora. Tal vez un poco más.
Siguieron avanzando en silencio, deteniéndose de vez en cuando para mirar alguna planta o animal. Paula se sobresaltó cuando dos alces, madre y cría, cruzaron velozmente delante de ellos.
–No habrá nada peligroso por ahí, ¿verdad? –le preguntó a Pedro.
–Los animales no suelen hacer nada si tú no los molestas a ellos.
–Pero, ¿y si alguno intentase atacarnos?
Pedro tocó un rifle que llevaba en la silla.
–Con un disparo de advertencia suele ser suficiente.
–No me había dado cuenta de que llevabas eso.
–Hay que estar preparado, pero no te preocupes, que conmigo estás segura.
La sonrisa de Paula le dijo que confiaba en él.
Siguieron charlando del terreno y de los animales.
Pedro quería contarle muchas cosas acerca de sus veranos y vacaciones allí.
Algún día lo haría. Pronto podría contárselo todo. Solo faltaban un par de semanas.
El camino se abrió y llegaron a un valle cubierto de hierba, dividido en dos por un río.
Paula miró a su alrededor maravillada.
–Ya hemos llegado –anunció él.
–¡Es precioso! ¡Y hay hasta una cascada!
Aquel había sido uno de sus lugares favoritos de niño. Desmontó cerca de un pinar y ayudó a bajar a Paula, que se estiró e hizo una mueca.
–¿Te duele el trasero?
–Un poco.
–Ya te acostumbrarás.
Ató a los caballos y tomó la manta y el cesto con la comida mientras Paula se acercaba a la orilla del río.
–¿Nos podemos bañar? –le preguntó.
–Si quieres congelarte, sí. Esta agua está muy fría, pero hay una zona, más o menos a medio kilómetro de aquí, donde está más caliente. Hay que subir andando.
–De todos modos, no he traído bañador.
Él tampoco habría dejado que se lo pusiera.
–¿Qué hacemos ahora? –quiso saber Paula después de sentarse en la manta.
Pedro se puso a su lado.
–Lo que tú quieras.
No tenían nada que hacer y de qué preocuparse.
Podían hacer lo que les apeteciese, aunque eso significase no hacer nada.
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