jueves, 13 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 30




Su piel brillaba como la más fina porcelana, el largo pelo oscuro esparcido por la almohada. Estaba desnuda. No llevaba maquillaje, ni joyas.


Era la mujer más bella que había visto nunca. Y lo único que sabía era que quería más. Más sueño. Más amor. Más Paula.


Y lo tendría. No porque la necesitase, se decía a sí mismo, sino porque disfrutaba estando con ella. Hacer el amor con Paula, verla reír, dormir a su lado, poseerla de todas las maneras posibles…


Y ahora ella podría estar esperando un hijo suyo.


La oyó contener el aliento entonces. Sus ojos de color caramelo a la luz del sol, se abrieron de golpe.


—¡Pedro!


—¿Sí, cara mia?


—Anoche no… no usamos protección. ¡No usamos preservativo!


—¿Eso es todo?


—¿Eso es todo? —repitió Paula—. ¿No te das cuenta de lo que podría pasar?


—Tranquila —intentó calmarla Pedro—. No tienes nada de qué preocuparte.


Ella parpadeó, sorprendida.


—¿No?


—No acabarás embarazada y teniendo que criar a un hijo sola. Eso es imposible.


—Ah. ¿Quieres decir que tú…?


—Ven aquí —la interrumpió Pedro, apretándola contra su pecho.


Volvió a hacerle el amor, esta vez despacio, tomándose su tiempo. Acarició su piel de satén hasta que ella le suplicó más. Pero Pedro se contuvo, haciéndola gemir antes de llevarla al clímax… dos veces.


Sólo entonces se dejó ir, cerrando los ojos, empujando con fuerza. No la disfrutó tanto como le gustaría, sin embargo. Quería llevarla al clímax por tercera vez, pero Paula agarró su miembro y empezó a acariciarlo con dedos de seda. Dio Santo, él sólo era un hombre.


Después, mientras se levantaba de la cama, se alegró de haber decidido hacerla su esposa. Una vida entera de noches así sería suficiente para dejarlo saciado.


Sonriendo para sí mismo, pidió el desayuno por el intercomunicador. Mientras esperaba, se puso una camisa negra de manga larga y un pantalón de diseño italiano.


Podía sentirla mirándolo desde la cama, tumbada perezosamente como si fuera un domingo por la mañana.


Casarse con ella sería una eterna luna de miel.


Oh, sí, pensó, felicitándose a sí mismo por su elección. La signora de Alfonso. Le gustaba cómo sonaba eso. Su mujer. En su cama.


Su mayordomo británico llevó una bandeja con el desayuno y la dejó sobre una mesa redonda frente a la chimenea. Y luego salió de la habitación, sin dar la menor indicación de haber reconocido a la princesa Paula Chaves.


Pero, una vez en la puerta, el hombre se volvió, carraspeando.


—¿Señor Alfonso?


—¿Riggins?


—Ha pedido usted los periódicos, como siempre. Pero… he pensado que sería mejor que los leyera en privado. Por la señora.


Cuando Riggins desapareció, cerrando la puerta tras él, Pedro miró la primera página del periódico que tenía en la mano… y lo cerró de inmediato. Malditos paparazis. Pedro maldijo a los fotógrafos que los seguían a todas partes y, sobre todo, maldijo su propia arrogancia por creer que estarían a salvo en su playa privada…


—¡No mires! —gritó Paula.


—¿Qué?


Sin pensar, Pedro se volvió. Paula había saltado de la cama y corría por el dormitorio, desnuda, para buscar el albornoz blanco. Él dejó que sus ojos se deslizaran por el cuerpo femenino, incapaz de hacer otra cosa más que saborear mentalmente las exquisitas curvas. Sólo después de que Paula se atase el cinturón,
cubriéndose con el albornoz de la cabeza a los pies, su cerebro empezó a funcionar otra vez.


—No has visto nada, ¿verdad?


Pedro guardó los periódicos a la espalda.


—No, nada que no quisiera ver.


—Eres un bruto —suspiró ella, dejándose caer sobre un sillón—. Un bruto.


—Sí, lo sé —sonrió Pedro—. Aunque eso anoche no parecía importarte.


—No, es verdad —Paula se puso seria—. Pero la noche ha terminado.


No. Imposible.


Fue una respuesta visceral del interior de su alma, fiera y posesiva.


—No quiero que esto termine —le dijo—. Los dos somos libres. Quédate conmigo.


Ella miró su plato, con jamón ibérico, huevos y dos pedazos de tarta de fresa.


—Tú eres libre, Pedro. Yo no.


—¿Qué quieres decir?


—Ya te lo dije hace dos días.


—¿No pensarás casarte con él?


—Mariano puede darle un futuro a mi país.


—¿Estás enamorada de Mariano? —demandó Pedro—. ¿Puedes estar tan loca?


—Soy la princesa de San Piedro. Mi destino es servir a mi gente —contestó Paula, mirándolo a los ojos—. No tengo más remedio que aceptarlo.


—Te vas a sacrificar por una causa absurda —dijo él, furioso, tirando los periódicos sobre la mesa—. Aunque Mariano fuera perfecto, ¿crees que seguiría queriendo casarse contigo después de ver esto?


Paula se quedó pálida al ver las fotografías de Pedro y ella haciendo el amor en la playa. Borrosas, pero suficientemente claras como para saber que eran ellos.


Con un nudo en la garganta, tomó otro periódico que contenía fotografías similares.


—¡Dijiste que estábamos a salvo!


—Pensé que era así —suspiró Pedro—. Lo siento.


—¿Lo sientes? Dios mío…


—Lo siento, Paula, de verdad. Yo no quería que esto pasara, te lo aseguro.


Ella se tapó la cara con las manos.


—No es culpa tuya, es culpa mía —murmuró, desesperada.


Pero sí era culpa de Pedro, y él lo sabía. La había seducido en la playa mientras le prometía que iba a protegerla. No haber cumplido esa promesa era como un cuchillo en su corazón.


—Encontraré al fotógrafo y le romperé la cámara.


—¿Y de qué serviría eso? —murmuró Paula, tapándose la cara con las manos—. Mariano habrá visto las fotografías. Mi madre las habrá visto…


—Yo hablaré con ellos. Les diré que todo ha sido culpa mía.


«Les diré que eres mía», pensó.


—¿Estás loco? ¡No puedes hacer eso!


—¿Por qué no?


—Bueno, tú no eres exactamente la persona favorita de mi madre. Y dudo que Mariano quiera verte después de esto.


—Me verá.


—¿Por qué? ¿Porque siempre le has ganado en el circuito? Que seáis rivales no significa…


—No, no es por eso —la interrumpió Pedro, tomando un sorbo de café—. Mariano no es sólo mi rival, Paula. Es mi hermano.


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