jueves, 13 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 27




Nunca la habían besado así. Nunca. Paula se derritió contra su pecho entre las sombras del jardín. La besaba con la ternura del chico que había sido y con la fuerza del hombre que era ahora.


Y esta vez el beso tenía un propósito. Pedro metió las manos bajo el cárdigan rosa, sus dedos duros en contraste con su piel. La besaba tomando posesión de su boca mientras desabrochaba el sujetador y, cuando empezó a acariciar sus pechos, Paula dejó escapar un suspiro.


Pero, de repente, se dio cuenta de que pensaba tomarla allí mismo, en el jardín.


Donde, a pesar de los muros de dos metros, cualquiera podría verlos. Los criados, fotógrafos con teleobjetivos…


—No —murmuró, apartándose—. Aquí no.


—Aquí —insistió él, tomándola por la muñeca—. Ahora.


Tentada, Paula observó los duros planos de su cara, maravillándose. Era como un dios pagano, pensó. Un dictador salvaje de algún reino medieval. Pero había trampas bajo esa belleza masculina, flores venenosas y animales con garras afiladas. Una chica podría entrar en ese reino y desaparecer para siempre. Sería devorada, consumida hasta que sólo las flores crecieran sobre sus huesos.


Y, sin embargo…


—No podemos —insistió—. No podemos hacer esto…


Pedro metió una pierna entre las suyas.



—No puedes negármelo.


—Suéltame.


Él levantó sus pechos, haciendo que sus pezones rozaran contra el cachemir del cárdigan.


—Por la noche en mi jardín no eres una princesa, Paula. Eres una mujer, mi mujer.


Lentamente, inclinó la cabeza para besar su cuello, el roce de su lengua enviando escalofríos de placer hasta en sus zonas más escondidas.


—¿De verdad quieres volver a la villa? ¿Cerrar las ventanas y las puertas para esconder tus gritos de placer?


—¡Sí!


—Qué vida tan triste, Alteza. Una vida triste y solitaria.


—¿Qué quieres de mí? —exclamó Paula, luchando para que la soltara—. ¿Que admita que te he echado de menos? ¿Que he pasado todos estos años sola noche tras noche? ¿Que no ha habido otro hombre en mi vida?


—¿Eso es cierto? ¿Soy el único hombre?


—¡Vete al infierno!


—¿Es cierto? —insistió Pedro.


—¡Sí!


La furia le dio fuerzas para apartarse. Dando media vuelta, corrió por el jardín, alejándose de la villa, tropezando con las piedras hasta llegar a los escalones que llevaban a la playa. Estaba desesperada por alejarse de él. No quería que sintiera compasión por ella. Pedro se había pasado una década haciendo el amor con una lista interminable de mujeres y ella había admitido que no había habido otro hombre en
su vida después de él…


Pronto llegó al último escalón, el golpe de las olas sobre la playa de arena blanca haciendo eco en su corazón.


—¡Paula!


Ella se quitó los zapatos y siguió corriendo por la arena.


Pero Pedro la atrapó enseguida.


—No tengas miedo —le dijo en voz baja—. No tengas miedo nunca. Yo no dejaría que te hicieran daño. Si alguien lo intentase, lo agarraría por el cuello y lo tiraría al mar.


Pero ¿quién la protegería de Pedro?, se preguntó Paula.


Lo deseaba con todo su ser, con todo su corazón. Aunque le costase su matrimonio con Mariano, aunque lo perdiera todo. No podía seguir luchando. Había perdido la voluntad…


Pero cuando la encerró entre sus brazos, se asustó.


—Tengo miedo.


—Estás conmigo.


«Pero eso es lo que me asusta», hubiera querido decir ella. «Me da miedo dártelo todo».


—Ésta es la playa de Anatole —Pedro le quitó los zapatos de las manos y los dejó caer sobre la arena—. ¿Habías oído hablar de Anatole?


—Sí —Paula podía oír el ruido de las gaviotas sobre su cabeza. Un ruido que parecía rebotar sobre las rocas que rodeaban la playa—. El noble ruso cuya esposa…


—Se ahogó durante su luna de miel. Al día siguiente, él mismo se lanzó desde el acantilado —Pedro desabrochó el cárdigan, dejándolo caer sobre la arena—. El amor es destructivo, Paula. Tú querías saber por qué no he querido amar a nadie… es por eso.


«Yo no te amaré», se juró a sí misma, desesperadamente. «No te amaré».


Poniéndose de rodillas, Pedro le bajó la falda. A pesar de que sólo llevaba un ligero conjunto de ropa interior, Paula no sentía frío. Porque Pedro estaba allí.


Incluso rodeada por los fantasmas del pasado, con los gritos de las gaviotas sobre su cabeza, siempre sería un día de verano mientras Pedro estuviera a su lado…


—Una vez amé a alguien —dijo él entonces—. Una vez.


Su corazón vibraba tan rápido como las alas de un colibrí mientras Pedro buscaba sus labios y la besaba hasta que se le doblaron las rodillas. No habría podido dejar de besarlo aunque hubiese paparazis haciéndoles fotografías.






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