jueves, 13 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 31





—¿Tu hermano?


De repente, todo tenía sentido. Por primera vez, Paula vio el parecido entre los dos hombres. La misma mandíbula, los mismos pómulos, el mismo color de pelo.


Mariano era delgado, elegante. Pedro era oscuro, peligroso. Pero era lógico que Mariano le hubiese parecido un hombre atractivo… el color de su piel, sus ojos, todo le había recordado a Pedro.


—Hermanos —repitió, sacudiendo la cabeza—. Es imposible.


—Bueno, hermanastros. Tenemos la misma madre.


—Pero la madre de Mariano es la princesa Von Trondhem. Sus padres pertenecían a una de las mejores familias de Nueva York…


—Sí, lo sé. Pero cuando tenía dieciséis años se escapó con mi padre. Era un hombre diferente, peligroso, y eso entonces le pareció romántico. Hasta que empezó a vivir con él —Pedro intentó sonreír—. Unos meses después de casarse supo que había cometido un terrible error, y cuando nací yo llegaron a un acuerdo: él le daría el divorcio y ella le daría… en fin, a mí.


—Oh, no…


Pedro se levantó, encogiéndose de hombros.


—Aparentemente, para ella no fue difícil dejarme. Su familia la envió a Europa hasta que pasara el escándalo, y en Viena conoció al príncipe Von Trondhem. Se casaron enseguida y, un año más tarde, nació Mariano. Y desde el día que nació, se lo pusieron todo en bandeja de plata.


Pedro


—Tengo trabajo que hacer —la interrumpió él—. Termina de desayunar y luego hablaremos. Vas a quedarte, Paula. Lo sabes tan bien como yo, así que no pierdas el tiempo discutiendo conmigo —añadió, antes de cerrar la puerta.


Paula estaba perpleja. Su madre lo había dejado cuando era un niño…


De repente, tenía un terrible dolor de cabeza. Recordaba lo aterrador que había sido volver a San Piedro embarazada y sola y, aparentemente, olvidada por su infiel amante. Su madre se había pasado el viaje entero haciendo planes para dar el niño en adopción, Paula se había pasado el viaje llorando.


Hasta que a Karina se le ocurrió una idea.


—Tu hermano necesita un heredero y ya sabes lo difícil que está siendo para nosotros tener un hijo. Paula, ayúdanos. Deja que queramos a tu hijo como si fuera nuestro.


Le había roto el corazón tener que entregar a Alexander, pero lo hizo. Por su familia, por su país. Y, sobre todo, por Alexander.


Pero, aunque Alexander nunca la había llamado mamá, al menos había pasado toda su vida al lado de su hijo. Había vivido su infancia, sus cumpleaños, sus primeros dientes, sus primeros pasos. Había sido su amiga, su confidente.


Pedro ni siquiera sabía que tuviera un hijo.


Ella se lo había robado sin darle la oportunidad de saber que era padre.


Pero, evidentemente, él no quería tener hijos. De ser así, se habría casado. El día anterior le había dicho que no terminaría sola y embarazada y no había que ser un lince para saber a qué se refería. Un hombre como él, que trabajaba dieciséis horas al día y pasaba su tiempo libre pilotando motos y acostándose con modelos, no querría el estorbo de un niño en su vida.


Se había hecho una vasectomía.


Pero no querer tener hijos y lidiar con la situación si los tuviera eran dos cosas diferentes.


Cuando le habló de su madre había visto una vulnerabilidad en sus ojos que no había visto antes. Pedro nunca había superado el hecho de haber sido abandonado.


Aunque no lo reconocería nunca, seguía rompiéndole el corazón.


Y eso la obligó a admitir otra verdad sobre sí misma.


Estaba enamorándose de Pedro otra vez. Estaba enamorándose desesperadamente de un hombre con el que no podía casarse.


—Dios mío…


¿Cómo se sentiría Pedro si supiera que lo había obligado, sin saberlo, a abandonar a un niño como él mismo había sido abandonado?


No podía amarlo. No podía. Y tenía que llevarse su secreto a la tumba. Si Pedro se enteraba, la odiaría para siempre.


Y, sin embargo, merecía saberlo. Aunque la odiase, tenía que saber que era el padre de Alexander.


De repente, no podía respirar. Intentando no pensar en lo que iba a hacer, salió del dormitorio y entró en la primera habitación que encontró, una habitación con estanterías llenas de libros. Un hombre se levantó de una silla…


—Ah, perdone…


Paula no terminó la frase. El hombre era Mariano von Trondhem, con un elegante traje gris y una corbata de seda.


—Hola, Paula.


Su expresión era tranquila, amable, pero ella se ruborizó de todas formas. Tenía el cabello despeinado y llevaba un albornoz, el albornoz de Pedro. Y si Mariano estaba allí era, evidentemente, porque había visto las fotografías en los periódicos.


—Lo siento mucho —dijo en voz baja—. Yo no quería hacerte daño…


—No pasa nada. Es culpa de Pedro, no tuya —Mariano le ofreció su mano—. He venido a decirte que estás cometiendo un error, Paula. Sal de aquí antes de que sea demasiado tarde.




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