sábado, 16 de mayo de 2020

MI DESTINO: CAPITULO 3




Pedro, al ver que la chica caía como una pluma, la cogió entre sus brazos con rapidez antes de que chocara contra el suelo y la llevó hacia su limusina, que estaba al lado. ¿Qué le había pasado? Rápidamente pidió al chófer el botiquín de urgencia y comenzó a curarla.


Cuando la joven se despertó, no sabía cuánto tiempo había pasado.


Una suave música y un varonil perfume inundaron sus oídos y sus fosas nasales y, al abrir los ojos, se encontró con la cara de un hombre que la miraba con gesto de preocupación.


Paula parpadeó. ¿De qué le sonaba?


Durante varios segundos se miraron a los ojos hasta que ella lo recordó todo. Era el hombre que le había gritado tras salvarle la vida y que había dicho en la fiesta aquello de «No es lo suficientemente bonita ni interesante como para estar intrigado por ella».


¡El imbécil!


Sobresaltada y tomando de pronto conciencia de todo, observó que estaba en el interior de un enorme coche de asientos de cuero beis. Tenía pinta de limusina.


—¿Se encuentra bien, señorita?


La mirada de él y su tranquilo tono de voz la sacaron de su ensimismamiento y, tras sentarse de golpe, murmuró:
—¿Qué hago aquí?


Pedro, que la miraba más tranquilo ahora que ella había recuperado la conciencia, se echó hacia atrás en su asiento e indicó:
—Me ha salvado de morir bajo las ruedas de un coche. Los dos caímos; luego usted se vio la sangre en el brazo y se desmayó. ¿Lo recuerda?


Paula asintió y, cuando fue a inspeccionar su codo, él le dijo, sujetándola:
—Mejor no tentemos a la suerte.


Tenía razón. Era mejor no mirarlo. Medio atontada, mientras se reponía, oyó la música y preguntó:
—¿Qué suena?


El hombre, por primera vez, dibujó una tímida sonrisa y detalló:
—La Sonata para piano n.o 14 en do sostenido menor, de Ludwig van Beethoven, conocida popularmente como Claro de luna. Compuesta en 1801 y dedicada a la condesa Giulietta Guicciardi, de quien se decía que el compositor estaba enamorado.


—Pareces la Wikipedia, colega —se mofó al escucharlo y, al tocarse el codo y notar un vendaje, él comentó:
—Se lo he curado con el botiquín de la limusina y...


—Y gracias... —cortó rápidamente—. Ya me encuentro mejor.Déjeme bajar del coche.


—Tranquilícese, señorita...


Ella clavó sus impresionantes ojos castaños en él y repitió lentamente:
—He dicho que estoy bien y quiero bajarme del coche.


Sin necesidad de que lo volviera a reiterar, el hombre abrió la puerta y la joven salió.




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