sábado, 16 de mayo de 2020

MI DESTINO: CAPITULO 2





A las once de la noche, el cóctel se dio por finalizado y, a las doce, Paula, feliz por haber terminado, se cambió de ropa. Se quitó la camisa blanca, la falda y el chaleco negro y se puso sus vaqueros caídos, una camiseta anaranjada y sus zapatillas de deporte a juego.


Cuando salió, coincidió con varios compañeros en la puerta trasera del hotel. Durante un rato, hablaron, fumaron y rieron comentando las incidencias de la noche. Algunos de los invitados eran verdaderamente dignos de ser criticados. No por idiotas, sino por horteras y creídos.


Veinte minutos después, se despidió y se encaminó hacia su coche: un Seat Ibiza que se había comprado a plazos con el sudor de su frente y al que llamaba «Paco», y al que adoraba como si fuera uno más de la familia.


Paco la llevaba y la traía a todos lados, y su buena disposición siempre era de agradecer.


Cuando ya estaba llegando a su coche, observó cómo un vehículo que se acercaba a gran velocidad ponía en peligro la vida de un hombre que hablaba por su móvil a pocos metros de ella.


Miró de nuevo al coche. Iba demasiado rápido. 


Miró al hombre.


¡Estaba en medio! Sin pensarlo, se lanzó en su rescate y se tiró contra él, haciéndole un buen placaje. Segundos después, los dos rodaron por el suelo. Se golpearon contra la acera y, cuando el automóvil pasó junto a ellos sin pararse, el hombre le preguntó:
—Pero ¿qué hace, señorita?


Paula, aún dolorida por el batacazo, murmuró atropelladamente con un hilo de voz:
—Uf... Menudo placaje te he hecho.


Sin entender qué había ocurrido, el hombre insistió:
—¿Por qué me tira usted al suelo? ¿Se ha vuelto loca?


Ofendida, molesta y enfadada al ver que se había arriesgado por el idiota encorsetado que la había llamado fea, se lo quitó de encima sin mirarlo. Se levantó y, tocándose el codo despellejado, gritó:
—Encima de que te he salvado de morir atropellado, ¿me gritas?


—¿Atropellado?


Paula no pudo responder. Al sentir que algo corría por su codo, sintió que comenzaba a temblar y murmuró mirando al cielo:
—Bueno... bueno... bueno... No te desmayes, Pau... No te desmayes, que nos conocemos. No mires la sangre... no... no lo hagas...


Era una aprensiva tremenda, y la visión de aquel líquido rojo la mareaba y le hacía perder el sentido.


El hombre, al ver que ella se ponía blanca, la observó y, preocupado, preguntó:
—¿Qué le ocurre, señorita?


La joven se dio aire con la mano.


Procuró no mirarse el codo, pero la curiosidad le pudo y, una vez que la vio, perdió todas sus fuerzas, puso los ojos en blanco y, ante la cara de sorpresa de aquel desconocido, se desplomó.





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