sábado, 30 de mayo de 2020

MAS QUE AMIGOS: CAPITULO 9




El trayecto a la isla se realizó en el helicóptero privado de los Mulligan, con el propio sir Frank a los mandos. Una mala elección de asiento situó a Pedro justo detrás del piloto, quedando a merced de Rebeca y Paula. Si las miradas pudieran matar, Pedro supuso que moriría de heridas múltiples antes de que aterrizaran.


Cuando Mulligan insistió en que todos se pusieran auriculares con micrófonos para poder hablar por encima del ruido de los rotores, comenzó a preocuparse de que Rebeca pudiera formular preguntas incómodas sobre su matrimonio y que Pau contradijera lo que él ya había dicho.


Por suerte, en cuanto Mulligan se puso los auriculares se lanzó a un monólogo inagotable sobre el estado de la isla cuando la compró veintitrés años atrás, y cómo había sido su visión y su genio financiero los que la habían convertido en la empresa multimillonaria que era en la actualidad.


Hasta el momento nadie había sido capaz de intervenir, y Pedro se sintió agradecido por haber oído ya la historia, tres veces en tres días; si el viejo titubeaba, podría empujarlo con algo como: «Sir Frank, cuéntele a Pau cómo usted...» antes de que Rebeca pudiera abrir la boca y ponerlos en un aprieto.


Les regaló con una vista de los rasgos naturales de la isla, y de los artificiales que contribuían al Illusion Resort Complex. Paula se mostró complacida, pero no hasta el punto de que sir Frank se sintiera confiado a elevar su ya exagerado precio por la venta de la isla. Era un alivio saber que sin importar lo irritada que estuviera con Pedro, Paula jamás permitía que sus sentimientos fueran en detrimento de unas
negociaciones. Quizá fuera una romántica empedernida, cuya forma de pensar resultaba incomprensible, pero era la persona más leal que Pedro conocía. Bajo ningún concepto le fallaría a él o a la Porter Resort Corporation.


—Me temo, Paula, ya que Pedro no nos avisó de que vendrías hasta hace unas horas, que hasta mañana no tendremos disponible una de nuestras suites más grandes —le indicó sir Frank mientras la ayudaba a subir a un cochecito motorizado de golf para realizar el trayecto desde el helipuerto hasta el hotel—. No obstante, si consideras que la suite actual de Pedro es un... poco pequeña para dos personas, a pesar de ser una de las más prestigiosas —se apresuró a añadir—, entonces a Rebeca y a mí nos encantará que paséis la noche en nuestro ático —le sonrió a su esposa—. ¿No es así, cariño?


A la faceta perversa que había en Paula le habría gustado atribuir la expresión en blanco en la cara de «Cariño» como prueba de que era tan estúpida como había creído, pero lo más probable es que no hubiera oído la invitación de su marido, concentrada en enviarle miradas ardientes a Pedro a espaldas de sir Frank. 


Sospechaba que en cuanto Pedro se quitara la camisa mostraría las quemaduras de su escrutinio. Lady Mulligan era tan sutil como el diamante del tamaño de una pelota que llevaba en la mano izquierda.


—Es precioso, ¿verdad? —comentó la morena al notar la dirección de los ojos de Paula, plantándole la enorme piedra ante la cara—. Frank eligió el diamante, pero yo diseñé el engaste.


—Es... es único —dijo Pau—. Jamás había visto tanto detalle en oro blanco.


—En realidad, es platino. Soy alérgica a los metales baratos, ¿verdad, cariño? —le sonrió a su marido cuando la ayudó a subir al cochecito.


—Para sufrimiento de mis contables, que no tienen idea de lo mucho que un hombre desea complacer a la mujer que ama —rió entre dientes y le guiñó un ojo a Pedro—. Creo que sería buena idea dejar que las señoras se sienten juntas atrás, de ese modo podrán charlar de joyas y moda todo lo que quieran mientras nosotros hablamos de negocios.


Paula no rebatió el comentario sexista, notando que a Pedro no le entusiasmaba más que a ella la idea de sir Frank.


—Veo que no eres muy aficionada a las joyas, Paula —dijo Rebeca en cuanto se pusieron en marcha—. No he podido evitar notar que no llevas ningún anillo.



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