sábado, 25 de enero de 2020
ADVERSARIO: CAPITULO 22
DURANTE los días siguientes, Paula tuvo la impresión de que su tía mejoraba, que se recuperaba; entonces, al tercer día, cuando la dejó para ir a casa en busca del descanso que tanto necesitaba, llamó el teléfono sacándola de un sueño profundo.
Por instinto supo, aun antes de contestar que sería del hospital. Diez minutos después de recibida la llamada, ya estaba vestida y se dirigía al lado del lecho de su tía, trataba de recordarse que no le serviría de nada la falta de concentración al conducir, que lo único que le acarrearía sería un accidente.
Triste, pensó que si Pedro Alfonso regresaba en su ausencia, sin duda pensaría que otra vez pasaba la noche con su amante.
Pedro Alfonso. ¿Por qué demonios permitía que entrara en su mente, que ocupara sus pensamientos, sus emociones ahora que necesitaba de toda su energía, de todos sus recursos mentales y emotivos para concentrarse en su tía y en lo que la esperaba?
¿Era porque estaba tan aterrorizada, aun ahora, de fallarle a su tía, de tomar lo último do su fuerza frágil, en vez de dársela, en vez de apoyarla, por lo que se permitía pensar en Pedro? ¿Lo usaba como recurso para alejar sus pensamientos de lo que tenía frente a ella?
Al acercarse al hospital, se le empezó a retorcer el estómago. Ya era bastante difícil aceptar la muerte como un concepto; pero como realidad...
Se estremeció. Estaba tan asustada, admitió, tanto de fallarle a su tía como a ella misma. Nunca antes había presenciado la muerte, y la idea de estar presente en la muerte de su adorada tía...
Sintió alivio cuando al llegar al hospital encontró a Maia consciente y lúcida, aunque parecía muy débil.
—Si quiere que una de nosotras la acompañe, o si nos necesita para cualquier cosa... —le dijo la enfermera amable, al acompañarla al lecho de su tía.
En silencio, Paula negó con la cabeza, se acomodó a un lado de la anciana, tomó entre las suyas la mano frágil.
La sorprendió la sonrisa de Maia; tenía la mirada tan llena de amor y tranquilidad, que, a pesar de estar decidida a no hacerlo, Paula sintió que sus ojos se llenaban de llanto. Lágrimas por ella misma, no por su tía que estaba tan calmada, tan en paz consigo misma, que llorar por ella casi sería un insulto a su valor... un intento de arrebatarle lo que tanto luchó por obtener.
—No, Paula, no lo hagas —le advirtió en voz baja la señora cuando ella trató de ocultarle sus lágrimas—. No es necesario que me ocultes tus sentimientos. Yo misma tengo deseos de llorar un poco. Todavía hay tanto que quisiera hacer... esas rosas, por ejemplo. Quería verte casada, sostener a tus hijos en mis brazos; sin embargo, al mismo tiempo tengo una gran alegría... una calma y una paz inmensas —le apretó los dedos con la mano débil—. No temo a la muerte, Paula, aunque admito que ha habido muchas ocasiones en las que he temido a mi propia muerte, y sin embargo, ahora, no siento ningún temor. No hay dolor, no hay miedo...
Paula pasó saliva, sabía por lo que le dijeron, que le habían administrado suficientes medicamentos como para calmar el dolor físico permitiéndole al mismo tiempo que no perdiera el conocimiento, aunque la enfermera advirtió a Paula que al final su tía perdería y recuperaría la razón y que en ocasiones no la reconocería, o la confundiría con otra persona.
—No es raro que alguien que está a punto de morir imagine que puede ver a alguien muy cercano a sí y que tal vez ha muerto hace tiempo, por lo que no se alarme si esto le ocurre a su tía —le advirtió la enfermera.
La anciana quería hablar, y aunque Paula ansiaba gritarle que no lo hiciera, que no malgastara sus fuerzas, logró contener las palabras, se decía que lo importante ahora eran las necesidades de su tía y no las propias. En ocasiones, como se lo advirtieran, perdía y recuperaba la conciencia, confundía a Paula con su hermana y en otras con la madre de Paula, pero, poco a poco, de manera inexorable, se le escapaba la vida, los dedos que sostenía entre los suyos se enfriaban, sólo el brillo de los ojos azules al volverse a ver a Paula, le decían que todavía había vida en ella.
—Abrázame, Paula... —le suplicó—, tengo tanto miedo...
Y, entonces, casi al momento en que Paula controló su propia angustia para abrazarla con fuerza, una expresión de paz intensa le iluminó el rostro.
Parecía ver más allá de ella, enfocar la vista en algo o en alguien que Paula misma no lograba ver.
Había oscuridad en la sala. La tarde se convirtió en noche.
Como si supiera que era lo que ocurría, la enfermera apareció a un lado de la cama, moviéndose silenciosamente y apoyó la mano sobre el hombro de Paula, le dio calor y fuerza, le retiró el frío que parecía haberla envuelto.
Paula descubrió que apenas podía respirar, apenas podía pasar saliva por lo inmenso de su tensión y angustia. Escuchó que su tía decía algo., un nombre quizá... un resplandor de tal alegría le suavizó el rostro, que Paula por instinto se volvió a ver en la misma dirección, sólo que no logró ver nada a excepción de la oscuridad que rodeaba la cama.
En el silencio pesado de la sala, el sonido de la garganta de su tía al exhalar su último aliento, sonó demasiado fuerte.
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