jueves, 19 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO 3



—¡Marcos! —gritó Paula. No se atrevía a hablar, sabiendo lo irritable que era Marcos cuando creía que ella estaba amenazada. “Por favor, no te muevas”, suplicó para sí. “No te hará daño si no te mueves. Sólo intenta protegerme”.


Como si hubiera vuelto a leerle el pensamiento, Pedro se relajó y dejó caer la mano que tenía asido al brazo de Marcos. El gigante miró a Paula.


—¿Te ha hecho daño?


—No, Marcos.


—¿Segura? Parecías asustada.


—Sólo sorprendida. Ha averiguado mi edad. Ya sabes lo raro que es eso.


—¿No te ha hecho daño?


—No. De hecho, ha venido a ayudarnos.


—¿Ayudarnos a qué?


—A reparar algunas cosas. La puerta, incluso las cañerías. ¿No te parece bien?


Despacio, sin apartar los ojos de la afilada hoja del cuchillo apoyada en su garganta, Pedro asintió. El hombre se relajó un poco.


—Demasiado bonito para que sirva de algo.


—Y tú eres demasiado grande para ir por allí asustando de muerte a la gente —le indicó ella con dureza. Por fin bajó el brazo y guardó el cuchillo.


—Pensé que quería hacerte daño.


—Lo sé, no te preocupes. Pero deberías pedirle disculpas al señor Alfonso.


—Lo siento —dijo refunfuñando.


Pedro asintió con un temeroso movimiento de cabeza.


—¿Dónde estabas, Marcos? Nos tenías muy preocupados.


—Paseando.


—¿Toda la noche?


—Sentado, viendo las estrellas, escuchando la noche.


—Te entiendo, Marcos. A mí también me encanta hacer eso. Pero ¿te acuerdas de lo que me prometiste?


—Dejar una nota —dijo el gigante, que ahora parecía tan manso como un corderito y se puso colorado—. Lo siento.


Ella se acercó a él, dándole un abrazo como pudo ya que era mucho más alto y grande que ella. Él la rodeó con un brazo, con infinito cuidado, a pesar de su tamaño. Pero era extraño, como si no estuviera acostumbrado a hacerlo. Y lo que se le veía de cara más arriba de la poblada barba, estaba ardiendo.


—No pasa nada, Marcos. Sólo acuérdate la próxima vez, ¿conforme?


—De acuerdo.


—¿Te importa ir al establo? Después de todo no voy a necesitar a Cricket.


El hombre se dio la vuelta para irse. En el último momento volvió la cabeza y miró a Pedro con una mirada de advertencia.


—Si le haces daño, tendrás problemas.  Nosotros la cuidamos. Moriríamos por ella, si hace falta. O mataríamos por ella.


—Te creo —declaró Pedro con suavidad.


Cuando se dio la vuelta para mirarla, tuvo que reprimir una sonrisa. Estaba mirándolo fijamente, con los puños cerrados, esperando. 


No necesitaba leer su pensamiento; parecía una tigresa defendiendo a sus cachorros. Como había dicho, su cara era muy expresiva.


—Es muy… especial, ¿verdad?


—Sí —aceptó ella, observándolo, intentando encontrar algún rastro de sarcasmo. No lo encontró.


—Me alegro de que sea tu amigo. Y estoy seguro de que todo eso lo ha dicho en serio.


Paula sintió que desaparecía la tensión; no podía seguir preocupada cuando él la miraba con aquellos ojos extraños.


—Marcos… exagera a veces.


—Todo el mundo exagera de vez en cuando. Pero no creo que esta vez lo estuviera, haciendo. ¿Cuántos viven aquí? ¿Seis?


—Siete en este momento.


—¿Tienes sitio para mí? —dijo mirando a su alrededor; la casa era pequeña.


—Hemos convertido uno de los graneros en una especie de barraca. Los chicos duermen allí. Pero tú no puedes.


—¿No puedo?


—Son muy… no se sienten cómodos con desconocidos. Incluso si fueras uno de ellos, tendrías que quedarte aquí un par de semanas hasta que decidieran si confían en ti o no.


—¿Y si no soy uno de ellos?


—Les llevará un poco más de tiempo. Especialmente si eres tú.


—¿Por qué yo?


—Bueno, eres muy guapo.


Él se la quedó mirando, sonrió y se echó a reír. 


Ella se sintió animada al oírlo. Era un sonido que no solía escuchar a menudo, así que sonrió también.


—Señora, si pueden soportar que tú estés con ellos, estoy seguro que yo no los molestaré.


—No tienes que hacer eso. Ya te había dicho que podías quedarte —dijo ella, poniéndose seria.


—¿Hacer qué?


—Aquí somos muy cuidadosos con una cosa: siempre decimos la verdad. Será mejor que lo aprendas pronto.


—¿Y qué es lo que he hecho exactamente?


—Esta gente no tiene paciencia con ninguna clase de fingimiento, especialmente con falsos cumplidos. Y eso me incluye a mí.


—Falsos cumplidos… ¿Te refieres a lo que he dicho sobre ti?


—Sé perfectamente cuál es mi apariencia, señor Alfonso.


—Puede que te mires al espejo, pero no estoy seguro de que realmente veas lo que hay en él.


—Los comentarios críticos tampoco nos gustan por aquí.


—No te has dado cuenta de lo encantadora que eres, ¿verdad?


—Si insistes en burlarte de mí, puedes marcharte ahora mismo —dijo ella, dolida.


—Lo siento, no era mi intención en absoluto —dijo, tocándole levemente el brazo.


Paula lo miró. En el momento en que los dedos le rozaron la piel, la vergüenza y el dolor se desvanecieron. En lugar de eso, se sintió llena de una calma y tranquilidad que nunca sintió antes.


—Nunca intentaría hacerte daño —prometió Pedro solemne.


—Ya lo sé…


Paula pensó que aquello era ridículo. ¿Cómo podía ella saberlo?


De repente se oyó un golpe en la parte trasera de la casa y unos pasos extraños. Paula estaba tranquila y él enseguida vio por qué.


El perro que entró en la habitación era del tamaño de un pony. Desgarbado, con una cabeza enorme y pelo largo de distintos tonos marrones, no parecía de ninguna raza en especial, pero no había duda de que a nadie se le ocurriría oponerse a él.


—Este es Cougar. Lo llamo así porque lo encontré cerca de Cougar Dam. Lo había atropellado un coche y lo dejaron abandonado.


—Ah.


Pedro se arrodilló hasta que estuvo al mismo nivel de la enorme cabeza del perro. El can se estiró para olerlo todo lo que pudo, sin separarse del lado de Paula.


Pedro no se movió. Al fin lo hizo el perro, como dudando. Luego miró por encima del hombro a Paula.


—No pasa nada —le dijo ella.


Entonces el perro acercó la húmeda nariz a la palma de su mano. En cuanto se tocaron, el perro se quedó quieto, incluso dejó de mover el rabo. Los ojos enormes y expresivos estaban fijos en la cara de Pedro. Entonces éste le habló al animal, en voz baja y grave.


—Sí.


Fue todo lo que dijo, pero el efecto fue instantáneo. Un sonido extraño, medio ladrido, medio aullido salió de la garganta de Cougar. 


Paula sabía que aquel sonido era la forma de bienvenida más alegre que tenía Cougar y nunca había visto que se lo dedicara a nadie que no fuera ella misma. Pedro se puso de pie.


—Nunca reaccionó así con un desconocido. Normalmente es muy desconfiado.


—¿Y protector? ¿Como Marcos?


—Sí —dijo ella, ruborizada.


—Espero que lo lleves siempre contigo.


—Sí. No te rías, pero cambié mi coche por una camioneta para poder llevarlo. Hace que me sienta mejor si tengo que ir al pueblo para algo.


—No me reiría. No sería capaz de reír de alguien con un perro de ese tamaño a su lado, listo para obedecer sus órdenes. Y nunca me burlaría de ti.


La súbita seriedad de su tono hizo que volviera a ponerse colorada.


—Yo… a veces soy demasiado susceptible. Ven, te enseñaré tu habitación. ¿Tienes tus cosas fuera?


—No, están aquí.


Él se dio la vuelta y levantó una bolsa de cuero, tan gastada como su cazadora. Paula frunció el ceño. No la había visto antes. Pero estaba detrás de la puerta, tal vez no se fijó en ella. 


Estaba acostumbrada a que los hombres llegaran casi sin equipaje, así que no dijo nada sobre la aparente escasez de sus posesiones.


—La cocina está allá —dijo haciendo un gesto hacia una enorme habitación al fondo del pasillo—. Y el salón. Tiramos el muro que lo separaba para que cupiese una mesa lo bastante grande para que pudiéramos comer todos juntos.


Lo condujo por un pasillo estrecho a la parte de atrás de la casa, hacia la última habitación. Era pequeña, pero tenía varias ventanas que daban a un prado de hierba verde, lo que la hacía parecer más espaciosa. Tenían persianas de bambú.


—No es mucho… —empezó ella, pero él la interrumpió.


—Está muy bien. Perfecta. Me gustan las ventanas.


Dejó la bolsa en la estrecha cama y miró hacia el prado, notando que la valla necesitaba una mano de pintura. Veía dónde habían hecho las reparaciones, pero se imaginó que el dinero les alcanzó para las cosas esenciales, mas la pintura era un lujo.


—El cuarto de baño está a ese lado del pasillo, la primera puerta que pasamos. Úsalo cuando quieras, el mío está al otro lado de la casa. La comida es a las once. Nos levantamos bastante temprano, así que comemos pronto también. Luego te presentaré a los demás.


Él asintió con la cabeza.


—Más tarde te enseñaré la granja, si quieres.


—Me gustaría mucho. Gracias.


—Entonces te dejo para que te instales —dijo ella, dándose cuenta de su repentina reserva.


—Gracias. En la comida puedes decirme por dónde quieres que empiece.


—Muy bien.


—Gracias, Paula.


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