miércoles, 31 de julio de 2019

INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 55




Paula se sumergió en el delirio como catapultada por agitadas y sucesivas olas. No ignoraba lo que estaba haciendo, pero se sentía arrastrada por un ansia tan primitiva, tan básica y tan estrechamente ligada a su propio ser, que era incapaz de detenerse. Pedro la besaba desesperadamente en los labios, robándole el aliento, inflamándola de deseo.


Ajena a la lluvia, sembró de besos su rostro. El terror y la confusión de los últimos días se disolvieron, consumidos en el tórrido calor del momento. Las manos de Pedro parecían tocarla por todas partes, enredándose en su pelo, acunándole los senos, deslizándose bajo la cintura de sus pantalones y de sus bragas. 


Podía sentir en la espalda el duro metal de la puerta del coche, apretada contra el cuerpo de Pedro. Pero incluso el dolor formaba parte de aquel salvaje abandono, como si todas las reglas hubieran sido transgredidas, rotas.


Se aferraba a Pedro hundiendo los dedos en sus hombros sin dejar de besarlo en los labios. 


Deslizando una mano entre sus piernas, tocó su excitación a través de sus vaqueros empapados. 


Estaba dura como la piedra. El se apresuró a facilitarle la tarea, bajándose la cremallera para que sus dedos lo exploraran a placer. Paula podía sentir una cálida humedad en su ropa interior mientras introducía cada vez más profundamente la mano entre sus ropas, agarrando su erección.


Pedro le bajó entonces los pantalones, que resbalaron hasta sus pies. Para entonces los dos estaban temblando, ahogándose en el deseo que los consumía. Pedro, siempre Pedro


Nunca había necesitado a nadie como lo necesitaba a él en aquel preciso momento. 


Necesitaba la liberación y la pasión, necesitaba algo a lo que aferrarse mientras su mundo se derrumbaba. Nada en toda su vida le había parecido tan perfecto, tan adecuado.


Pero era un error. Emitiendo un gemido de dolor que parecía arrancado de lo más profundo de su alma, lo apartó de sí.


—No puedo, Pedro. Simplemente no puedo.


La soltó, apartándose. No podía ver su expresión en la oscuridad que los rodeaba, pero sabía que le había hecho daño. Descargó un puñetazo contra la puerta del coche.


—Maldita sea, Paula. ¿Cómo diablos lo haces? Te enciendes y te apagas como si tuvieras un interruptor.


—Yo no quería que sucediera esto. Simplemente... ha sucedido.


—Y que lo digas —le dio la espalda—. Tendrás que darme unos segundos para que me recupere —añadió en voz baja, ronca.


Paula le puso una mano en el brazo.


—No es que no te desee, Pedro. Te deseo. Pero no así.


—Lo sé —se volvió de nuevo hacia ella, acercándose, pero sin tocarla—. Puede que ese anillo esté durmiendo en el fondo de un río, pero sigues siendo una mujer casada.


—Eso forma parte de ello, pero es más que eso. No podré resolver lo nuestro mientras no haya terminado con Mariano... y con los asesinatos. Espero que lo comprendas.


—Lo estoy intentando.


—¿Qué te parece si nos ponemos a cubierto de la lluvia?


—Todavía no has terminado de cambiar la rueda.


—Ya casi me había olvidado —admitió él—. ¿Ves lo que me haces?


—Lo que nos hacemos el uno al otro —se pasó una mano por el pelo empapado—. Prométeme algo, Pedro.


—Si puedo...


—Cuando todo esto haya terminado... ¿me darás una segunda oportunidad?


—No voy a abandonarte, Paula —le puso un dedo sobre los labios—. Esta vez no. Me quedaré contigo hasta que seas tú la que no me quieras en tu vida. Si llega ese caso, claro.


Aquellas palabras le llenaron el corazón de una infinita ternura. Se sentía demasiado vulnerable.


—Yo te sostendré la linterna —le dijo, agachándose para recogerla del suelo—. Tú termina de cambiar la rueda. Cuando acabemos, nos cambiaremos de ropa.


Pedro asintió y se aprestó a la tarea. Terminó en unos pocos minutos. La tensión no había desaparecido; si acaso, había aumentado. 


Paula se dijo que debería tener cuidado durante el resto de la noche y en el viaje de vuelta del día siguiente. Con demasiada facilidad podría volver a terminar en los brazos de Pedro, o en su cama...


Él era el único que poseía el poder de aplacar el miedo y terror que habían ido apoderándose de ella a cada día que pasaba. Pero no podía comprometerse en otra relación sin cerrar definitivamente la que todavía la ligaba a Mariano. La imagen de su marido seccionando la carótida de una pobre y desgraciada mujer asaltó de pronto su mente, provocándole un estremecimiento de horror. ¿Estaría acechando aquella misma noche a una nueva víctima, esperando el momento adecuado para actuar?
¿O estaría en casa, furioso con ella por haberse marchado sin su consentimiento? ¿Planeando matarla y escapar sin castigo, al igual que había hecho con las demás? Apretó con tanta fuerza la linterna que se le agarrotaron dolorosamente los músculos. Y, de repente, el dolor se presentó acompañado de una horrible y vívida premonición. A no ser que encontraran una forma de evitarlo, Mariano la mataría. Su cadáver sería el siguiente en ser encontrado. Y el pobre Rodrigo se quedaría solo en el mundo.



INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 54




Mariano se hallaba sentado ante su escritorio, en su refugio privado situado encima del garaje. 


La luz era tenue. Hacía calor. Su whisky estaba frío. Y delante de él estaban sus trofeos. Los cuatro. Fotografías en blanco y negro, efectuadas con la intención de poder recordar y revivir cada detalle cuando quisiera. Pero tendría que detenerse pronto... al menos por un tiempo. Incluso los policías incompetentes podían tener suerte si hacía demasiada ostentación de su superioridad.


Aquellos fieles servidores de la ley, como sus estúpidas pruebas de ADN y sus arcaicos métodos a la hora de analizar la escena de un crimen, resultaban sencillamente patéticos. Podía imaginarse su sorpresa cuando examinaran el cadáver y comprobaran el rico surtido de tejidos orgánicos diferentes. Su quirófano era una fuente de abastecimiento constante de muestras de ADN, de todos los tipos. Y tenía otras en el hospital. Todo médico las tenía.


A Mariano no le importaban los policías, a excepción de uno de ellos: aquel que había invadido su vida y que iba a pasar aquella noche con su mujer. Le costaba imaginar que Paula pudiera considerarlo tan estúpido como para suponer que no estuviera al tanto de su aventura. La mataría, al igual que había hecho con las otras, pero ocultaría el cadáver para que nadie lo encontrara. Paula desaparecería, sin más. Rodrigo y ella. Y todo aquello sería suyo. 


La casa. El dinero de los Dalton. Su posición social. La policía sospecharía algo, pero jamás conseguiría demostrar nada.


Quizá no necesitara seguir matando después de aquello. Quizá sus demonios internos se apaciguaran y durmieran su sueño eterno. 


Quizá, al fin, sería simplemente el ilustre doctor Mariano Chaves... con sus recuerdos.




*****


Las primeras gotas de lluvia repiquetearon en el parabrisas cuando se estaban acercando a Ruston. En cuestión de minutos cayó un aguacero. Casi no se veía nada.


—¿Qué te parece si paramos a tomar un café? —le sugirió Pedro—. No me gusta conducir en estas condiciones.


Paula miró fijamente a través de la ventanilla. Todo estaba terriblemente oscuro y no conseguía distinguir ninguna luz.


—¿Dónde podríamos encontrar una cafetería?


—Hace un momento he leído el letrero de un hotel-restaurante. No creo que tardemos en verlo.


—Nos empaparemos nada más bajar del coche, a no ser que hayas traído un paraguas grande.


—Me temo que ni siquiera tengo uno pequeño. Antes solía usarlos, pero nunca los encontraba cuando salía de casa.


—¿Para eso te sirven tus dotes detectivescas? ¿Para no saber siquiera dónde pones un paraguas? ¡En buenas manos me he puesto!


Aquel inocente comentario estimuló la imaginación de Pedro, al menos por unos segundos, pero prefirió abstenerse de replicar. 


Paula había empezado a relajarse en su compañía, y no quería hacer o decir nada que pudiera inquietarla. Aunque, por alguna razón, aquella noche era incapaz de dejar de pensar en el pasado. Quizá fuera su cercanía. O su aroma. 


Un delicioso y fragante aroma que estaba haciendo estragos en su sistema nervioso.


Sospechaba que se trataba de la misma química que había funcionado desde el primer momento. 


Y todavía funcionaba. Nueve años atrás, había huido de ella. Y ahora estaba sumergido en la necesidad de protegerla… y torturado por el ansia de hacerle el amor. No estaba seguro de dónde terminaba una y dónde empezaba la otra. 


Seguía pensando en Paula cuando el coche empezó a bascular hacia un lado.


—Dime que no es lo que yo pienso... —murmuró con expresión alarmada, tocándole el brazo.


Pedro soltó un gruñido.


—Dime que siempre habías deseado ponerte a cambiar una rueda pinchada en medio de una furiosa tormenta.


—Buen intento, inspector.


Puso los intermitentes de emergencia y aminoró la velocidad mientras se desviaba por una carretera secundaria, poco transitada.


—Está muy oscuro —comentó Paula mientras Pedro apagaba el motor—. ¿Cómo te las arreglarás para ver algo?


—Tengo una linterna en el maletero.


—¿Quieres que te ayude?


—No hay motivo para que nos mojemos los dos —respondió, aunque le gustaba la oferta—. Tú mantén encendido el fuego del hogar —añadió bromeando, antes de bajar del coche.


Para cuando abrió el maletero y sacó la rueda de repuesto y las herramientas, estaba calado hasta los huesos. No necesitaba darse prisa. Ya le daba igual. Colocó la linterna sobre un termo vacío de café que también había sacado del maletero, y enfocó el haz luminoso sobre la rueda pinchada. No se mantenía muy estable, pero servía.


Había aflojado ya dos tuercas cuando la linterna se cayó del termo, hundiéndose en el barro. 


Mascullando unas cuantas maldiciones que no sirvieron para nada, volvió a colocarla en su sitio.


Trabajó rápidamente bajo la lluvia... hasta que la linterna se cayó de nuevo. Esa vez el cristal quedó completamente manchado de lodo. Lo limpió lo mejor que pudo con la camisa, y luego decidió hacer un tercer intento. Dos minutos más y ya habría terminado de cambiar el neumático.


—Yo te la sostendré.


Pedro alzó la mirada, sorprendido de ver a Paula de pie a su lado, empapándose también. La lluvia resbalaba por su rostro, pegándole la ropa al cuerpo, delineando cada curva... Estaba completamente empapada, como la primera que vez que habían hecho el amor. Perdió el aliento. 


De repente se vio asaltado por un torrente de sensaciones que lo desgarró por completo, vaciándolo de todo lo que no fuera una pura y primaria necesidad animal. Se olvidó de la rueda, de la lluvia.., de todo excepto de Paula.


Allí estaba ella, en sus brazos, dejándose besar. 


El pasado, el presente, el futuro… todo se fundió de pronto, mezclado con la lluvia y la pasión, y su vida entera pareció condensarse en aquel único y mágico momento.



INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 53




La situación se estaba calentando rápidamente. 


Los análisis de ADN indicaban que el esperma que había sido encontrado en el cuerpo de Karen Tucker pertenecía a Javier Castle. Al igual que con las tres primeras víctimas atribuidas a Freddy, el cuerpo del último cadáver, a pesar de haber sido perfectamente lavado, estaba contaminado de pelos, fluidos corporales y diminutas manchas de sangre que procedían al menos de una docena de individuos diferentes.


Por último, Pedro había descubierto que Penny Washington había efectuado una rápida llamada al domicilio de los Chaves a la misma hora en que Paula había recibido la llamada anónima que, en un principio, tomó por una broma pesada. Y, de repente, era como si a Penny se la hubiera tragado la tierra. Aquel día no se había presentado a trabajar y no se encontraba en casa. Y su hijo tampoco.


En aquel momento Pedro se dirigía a casa de Matilda para recoger a Paula y marchar juntos a Monticello. Lo de encontrarse allí había sido idea de Paula. Matilda le había ofrecido su garaje para que pudiera dejar aparcado allí su coche durante la noche. Probablemente Mariano telefonearía a Janice. Pero afortunadamente no conocía a Matilda, de modo que a ella no la llamaría.


Pese a la tensión de la situación, no podía quitarse a Paula de la cabeza. No podía dejar de pensar que iba a pasar las próximas horas con ella, los dos solos... Era distinta de la atractiva y seductora jovencita de antaño. Era menos impetuosa. Más madura. Y tan sexy como entonces. Pero, por el momento, tendría que controlar su libido y restringir su relación a una simple amistad. Hasta ahora, cada segundo que habían pasado juntos lo habían empleado en hablar de los asesinatos y de la posible implicación de Mariano en los mismos. 

Pedro pensaba cambiar eso. La haría hablar de sí misma, de su interés por la enseñanza o por sus estudios, de lo que había sido su vida antes de que se viera atrapada por aquella pesadilla. Paula lo necesitaba, y él también.


Pedro aparcó frente a la casa de Matilda, situada en un antiguo y bien cuidado barrio residencial. Paula y ella estaban sentadas en el columpio del porche. Nada más verlo se levantó, se despidió de su amiga con un rápido abrazo y bajó los escalones. El viento hizo ondear su melena de seda. Su manera de andar era exquisitamente femenina, con el contoneo de caderas adecuado para inflamar la imaginación de cualquier hombre. Sus senos, firmes y perfectos, se delineaban a través de la fina tela de la camisa.


Se recriminó mentalmente: otra vez le estaba sucediendo lo mismo. Guardar las distancias con Paula iba a ser la segunda cosa más difícil que había tenido que hacer en su vida. Porque la primera había sido apartarse de ella nueve años atrás. Y había errores que una persona jamás podía olvidar.



martes, 30 de julio de 2019

INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 52




Paula caminaba por el sendero que corría paralelo a Red River, reflexionando sobre la noticia que acababa de darle Pedro. Se había encontrado el cadáver de otra mujer. Y esa vez Javier Castle no era culpable.


—¿Estuvo Mariano en casa anoche?


—Un rato. A eso de las dos y media de la madrugada lo llamaron del hospital, para una emergencia.


—¿Qué tipo de emergencias suele tener un cirujano el corazón? Me extraña que se dedique a hacer operaciones de emergencia en mitad de la noche.


—Uno de los pacientes a los que operó ayer estaba teniendo complicaciones. Le gusta hacerles el seguimiento personalmente.


—¿Volvió a casa después de aquello?


—Al amanecer.


—Lo que significa que dispuso de tiempo para matar esa mujer —dio una patada a un guijarro del sendero, pensativo—. Paula, tienes que alejarte de Mariano.


—Nada ha cambiado, Pedro —repuso, suspirando—. Ya hemos hablado de esto.


—Para mí sí que han cambiado las cosas. Acabo de ver otro cadáver. He vuelto a ver el trabajo de ese asesino sin conciencia.


—Los amigos y colegas de Mariano pensarían que estás loco de atar si se enteraran de la naturaleza de tus sospechas. Y Janice también.


—No me importa lo que piense la gente. Solo quiero que estés a salvo.


—¿Crees que yo no tengo ganas de marcharme? ¿Crees que me gusta verle la cara a Mariano todos los días mientras pienso en aquellas horribles fotos y en lo que sería capaz de hacer? ¿Crees que no me dan náuseas cada vez que me toca o me besa?


—Pues entonces... ¿por qué no atiendes a razones?


—¿Razones? Hay cuatro mujeres asesinadas. Mi marido puede ser el asesino. ¿Cómo puedes ver algo razonable en todo eso? Es una locura...


Estaba temblando. Pedro la tomó del brazo y la hizo sentarse en un banco, cerca del agua.


—Tienes que pensar en ti misma.


—¿Por qué? Tú no estás pensando en ti mismo. Y si Mariano es el asesino, lo menos que puedo hacer es encontrar una manera de detenerlo. A no ser que puedas garantizarme que él no mató a todas esas mujeres, tengo una responsabilidad hacia sus potenciales víctimas.


—Sabes que no puedo darte esa garantía. Pero creo que es muy posible que él las asesinara.


—Así que estamos en un punto muerto.


Pedro suspiró, frustrado.


—¿Qué te contó Mariano sobre sus padres?


—No mucho. Apenas era un niño y estaba muy encariñado con ellos cuando fallecieron en un accidente de tráfico. Acababa de empezar la enseñanza secundaria.


—Pues no fallecieron. Viven en Monticello, Arkansas.


—¿Estás hablando en serio? —le preguntó, entre furiosa y asombrada.


—Por supuesto.


—Esto es horrible. Es como una interminable cadena de mentiras —repuso Paula con el estómago encogido.


Escuchó a Pedro mientras le explicaba todo lo que sabía sobre los padres de Mariano. Más mentiras, más secretos, más dispersos fragmentos de un hombre que era un verdadero enigma. En un impulso se quitó la alianza y la lanzó al río, lo más lejos que pudo.


—Espero que no se envenenen los peces.


—Mejor que mueran los peces que tú. Y ahora, hablemos de lo que vas a hacer mientras yo hago una rápida excursión a Monticello.


—Seguro que perderás el tiempo. No creo que los padres de Mariano sepan lo que anda tramando.


—Pero lo conocen. Y cuanto más sepa sobre él, más fácil me resultará meterme en su cabeza.


—La verdad, ese no es un lugar donde a mí me gustaría estar...


—¿Monticello?


—No. Dentro de la cabeza de Mariano —reflexionó durante unos segundos, intentando imaginarse lo que sabrían sus padres sobre él. Si sabrían que se había convertido en un médico importante... y si estarían al tanto de sus gustos depravados—. Pedro, me voy contigo a Arkansas.


—Rotundamente no. Esto es asunto de la policía. Ya tienes bastante con lo que tienes.


—No veo de qué manera un viaje para ver a los padres de Mariano podría empeorar las cosas. Además, probablemente te reciban mejor y se muestren más abiertos si te presentas allí con su esposa, y no como un policía deseoso de sacarles información. Les diremos que me encontraba por allí por motivos de negocios y que se me ocurrió pasar a visitarlos.


—¿Y yo qué les diré? ¿Que soy tu chofer?


—Mi colaborador. Un compañero de trabajo.


—Es una historia muy poco convincente.


Pero Paula sabía, por su tono de voz, que se estaba ablandando.


—De acuerdo, tú ganas.


—Has aceptado porque me quieres en cualquier sitio menos en mi casa, viviendo con Mariano, ¿verdad?


—¿Qué le dirás a Mariano?


—Que quiero visitar a una amiga, o un pariente. Ya se me ocurrirá algo —sabía que si su marido llegaba a enterarse de que se marchaba con Pedro, montaría en cólera. Podía imaginárselo perfectamente, con los ojos inyectados en sangre, presa de uno de sus ataques de furor. Solo que ya no le importaba. Su matrimonio estaba acabado. De hecho, nunca había sido un matrimonio de verdad—. ¿Qué dices, inspector Alfonso?


—Que probablemente estoy a punto de cometer un enorme error.


—¿Cuándo salimos?


—Primero tengo que arreglar unos asuntos. A primera hora de la tarde habré terminado.


—¿A cuánto está Monticello de aquí?


—A algo menos de trescientos kilómetros.


—¿No será demasiado tarde para cuando lleguemos a casa de los Chaves?


—Pensaba dormir en un hotel y visitarlos mañana temprano.


Lo que significaba que iba a pasar la noche con Pedro. Los dos en una ciudad desconocida, lejos de Shreveport. Pero las cosas no eran como nueve años atrás. Emocionalmente se sentía demasiado exhausta para experimentar una pasión semejante. O, al menos, eso esperaba.


Y, sin embargo, la atracción persistía. Crepitaba y reverberaba cada vez que estaba cerca de él. Negarlo solo serviría para mentirse a sí misma.


—Dormirás en una habitación separada —le dijo Pedro.


—¿Siempre me lees el pensamiento?


—En esta ocasión era demasiado obvio.


—No es que te tenga miedo, Pedro. O que no me pareciera maravilloso dormir en tus brazos o...


—¿O hacer el amor conmigo?


—¿Lo ves? Me lees el pensamiento.


—Eres una mujer casada. Eso lo respeto, aunque no respete tu criterio a la hora de elegir marido.


—No, no se trata del matrimonio. Eso ahora me parece vacío, hueco, como si ni siquiera valiera la tinta con que se escribió el contrato. Son tantas mentiras, tantos engaños... No, lo que pasa es que ya no puedo soportar ningún tipo de relación íntima. Tengo las emociones a flor de piel. No sería justo para ninguno de los dos.


Se quedó callado. Paula pensó que él podía leerle el pensamiento, pero ella no tenía ni la menor idea de lo que estaba pensando en aquel preciso instante.


—¿A qué hora debería estar lista?


—¿A las cuatro y media te parece bien?


Las cuatro y media. Antes de que Mariano regresara a casa. Le dejaría el mensaje en el contestador, informándolo de que se marchaba fuera de la ciudad a visitar a una amiga. A partir de ese momento sería ella la que le mentiría, jugando su mismo juego. Solo que jamás se le había dado bien mentir.


Se quedaron sentados durante unos minutos más, en silencio. Paula se preguntó por lo que sucedería entre ellos ando todo aquello terminara. ¿Desaparecería Pedro de vida, como había hecho nueve años atrás? ¿Sin explica- clones, sin disculpas? Si ese era el caso, probablemente lo echaría terriblemente de menos y volvería a sufrir tanto como antaño. Por el momento, sin embargo, se sentía simplemente agradecida de que estuviera allí, a su lado.




INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 51




El escenario del crimen era tan horripilante como lo de los tres primeros asesinatos. La mujer no llevaba mucho tiempo muerta, entre unas tres y ocho horas, según sospechaba Pedro. El informe del forense sería mucho más exacto. 


Había sido torturada y degollada. Y el asesino había dejado el cadáver tan limpio como si acabara de tomar un baño perfumado.


—Parece como si estuviera posando para una foto de una revista porno —comentó uno de los policías mientras desenrollaba una cinta amarilla para acordonar la habitación.


—Una foto escalofriante, desde luego —repuso Corky.


«Una foto escalofriante», se repitió Pedro. Como las que había visto Paula en el perfectamente ordenado e inmaculadamente limpio estudio-taller de Mariano. Quizá incluso algunas de aquellas instantáneas en blanco y negro las hubiera tomado él mismo. Continuó trabajando en el escenario del crimen. Necesitaría de cada rastro de evidencia que pudiera encontrar, hasta el más insignificante. Si Mariano Chaves había asesinado a aquella mujer...


Sintió una repentina opresión en el pecho, como si le desgarraran el corazón. Esa noche Mariano volvería a casa con Paula. Tenía que sacarla de allí como fuera. Y esa vez no aceptaría un «no» por respuesta.




INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 50




Corky pinchó con el tenedor un pedazo de pastel y se lo llevó a la boca.


—Supongo que nuestra perspicaz especialista en perfiles criminales del FBI falló su objetivo con Freddy. Aunque, en honor a la verdad, nos dijo que estaba relacionado con la profesión médica. En eso no se equivocaba. Y sin embargo, Javier Castle no era precisamente un tipo tranquilo, ni astuto. En cuando a su atractivo… no llegaba al nivel del de un sapo.


—Estás hablando de un muerto.


—Sí, de un muerto lunático que torturaba a las mujeres por puro placer.


Habían transcurrido poco más de veinticuatro horas desde que llegaron a la puerta de la habitación 512 y oyeron al doctor Chaves murmurando palabras consoladoras a la viuda de su amigo. Nada había sido filtrado a los medios todavía, pero tanto Corky como el comisario daban ya por muerto a su asesino en serie.


—Yo no creo que Javier matara a nadie —pronunció Pedro, dando voz a las dudas que lo acosaban—. Y, desde luego, para nada a las tres víctimas anteriores a Karen.


—¿Qué quieres? ¿Fotos? Solo nos faltó que ese tipo confesara...


—Pero no confesó.


—Porque se suicidó antes. Para esta tarde deberíamos tener ya el informe sobre los análisis de ADN. Estoy convencido de demostrarán que fue él quien dejó embarazada a Karen,


—Aunque así fuese, no demostrarían que él fue el asesino.


—Esa es toda la prueba que necesito. Y como no se puede juzgar a un cadáver, no tenemos necesidad de convencer a ningún jurado.


—Además, eso tampoco explica las fotografías de mujeres desnudas que tenía Mariano —insistió Pedro.


—Enfréntate a los hechos, socio. Tu vieja amiga se casó con un pervertido. Si es inteligente, se divorciará de él. Y si tú lo eres, retomarás la aventura allá donde la dejaste años atrás. Porque está claro que sigues colado por ella.


—Para ti todo es tan fácil...


—Y tú estás viendo complicaciones donde no las hay. Por algún motivo que todavía está por descubrir, y que probablemente nunca se aclare, Javier Castle consiguió enganchar a una serie de mujeres. Luego, en vez de hacerles el amor, como habría hecho un tipo normal, se dedicó a torturarlas y a matarlas.


—Entonces explícame lo de Karen Tucker. Mantuvo relaciones con ella durante el tiempo suficiente para dejarla embarazada. E incluso entonces no la mató. Intentó romper la relación. Ella no quiso, y solamente en ese momento la asesinó. Eso no encaja para nada en el patrón de comportamiento de Freddy.


—Tenía una debilidad especial por las enfermeras. Y ella le gustaba. Probablemente se trató de algo excepcional. Pero al final se enfadó y la mató, al igual que había hecho con las otras.


—Solo que no de la misma manera —apuntó Pedro, pensativo—. No la torturó. No limpió bien la sangre. No dispersó tantas muestras de ADN.


—Quizá tuvo un mal día. Mira, yo me conformaré con que cesen los asesinatos. Es como con los traficantes de drogas, cuando uno de los peces gordos muere tiroteado. Con su muerte solucionamos un montón de casos de asesinatos sin resolver que sabíamos que había cometido, pero que no podíamos demostrar porque nadie quería declarar en contra suya.


—Ya. Pero todavía queda ese club de fotografía del que nos habló Penny Washington.


—No hay ninguna prueba sólida de que exista. Y tú mismo dijiste que creías que su llamada a Paula estaba preparada, como si obedeciera a un plan previo.


—Lo cual no significa que todo lo que nos dijo fuese mentira. Mira, sé que para ti este caso está cerrado, pero para mí no.


—Entonces quizá te interese algo que he descubierto esta mañana.


—¿Qué es?


—¿Te acuerdas de que Mariano nos dijo que sus padres habían muerto en un accidente de coche?


—Sí, en Little Rock, Arkansas. Allí poseían un concesionario de vehículos.


—Bien, pues no fue así. Jack y Mildred Chaves siguen viviendo en Monticello, Arkansas. Y el viejo no poseía ningún concesionario. Sigue trabajando de mecánico en un pequeño taller contiguo a su casa.


Pedro musitó una maldición.


—¿Cómo te has enterado de eso?


—Practicando mis dotes detectivescas mientras tú te dedicabas a hablar con el jefe esta mañana.


—Me parece que necesito hacer un viaje a Monticello.


—¿Por qué? Si Mariano nos dijo que habían muerto, seguramente ellos no sabrán nada de él.


—Oh, solo para practicar mis dotes detectivescas —bromeó Pedro.


Acababa de apurar su café y de pagar la cuenta cuando su radiotransmisor le dio una mala noticia. Se había encontrado un cadáver. Otra mujer había muerto asesinada