sábado, 22 de junio de 2019

CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 7





Si el bar hubiera tenido noches como aquélla más a menudo, habrían podido contratar a un abogado mejor para luchar contra el cierre del local. La gente se agolpaba en la barra pidiendo bebida y comida. Zeke, su cocinero, no dejaba de preparar los platos del limitado menú tan rápidamente como podía.


La música de los 4E parecía haber tenido un efecto llamada sobre los residentes de Kendall. 


Muchos de los asistentes eran clientes habituales antes de que comenzaran las obras de ampliación de la carretera. La Tentación no había estado tan abarrotada desde la primavera, cuando alguien hizo correr el falso rumor de que iba a realizar un concurso de camisetas mojadas.


Si eso hubiera ayudado a salvar el bar, Paula se habría planteado organizar el concurso.


—Creo que mataré a Tamara cuando regrese, si es que regresa.


Paula colocó dos cervezas, un vodka con limón y un mojito en una bandeja y dirigió una sonrisa de conmiseración a Dina, la camarera.


—Nadie de nosotras esperábamos que fuera a haber noches como ésta en nuestras últimas semanas antes de cerrar. Estoy segura de que Tamara y Luciana se hubieran quedado si hubieran sospechado que íbamos a tener esta multitud.


Paula estaba firmemente convencida de eso. 


Aún estaba enfadada con Luciana por haberse marchado a fotografiar los incendios de los campos de California. Por otro lado, le alegraba que Luciana hubiera ido allí y pudiera ayudar a su tía Jeny, cuya casa había ardido en llamas. 


Además, Luciana llevaba mucho tiempo diciendo lo mucho que le gustaría que una de sus fotos fuera portada de la revista para la que trabajaba, Century. Quizás ésa fuera su oportunidad. Así que, aunque Paula estaba molesta por que no estuviera a su lado, en el fondo se alegraba por ella.


Y en cuanto a Tamara, la otra camarera... con ella nunca se sabía qué podía suceder. Había empezado a trabajar en La Tentación unos cuantos años antes para pagar su cuenta en el bar y ya no se había marchado de allí.


Tamara era impredecible. Así que el que decidiera marcharse el martes de viaje porque había recibido una herencia no pilló a Paula de sorpresa. Por lo menos, Tamara le había preguntado antes si le importaba que se fuera, e incluso le había ofrecido parte de su recién descubierta riqueza.


Paula no había aceptado el dinero, ya no iba a servirle de mucho. Pero sí que le había importado que su amiga se marchara. No tanto porque necesitara su ayuda, ni la de Luciana, sino porque se había imaginado a las cuatro llorando juntas las últimas semanas antes de que el bar cerrara para siempre.


No les había dicho nada de eso a Tamara ni a Luciana. De hecho, había animado a Tamara a que se fuera de viaje. En cuanto a Luciana... después de su discusión no le había extrañado que su hermana se marchara.


Las echaba de menos, mucho más de lo que esperaba. Lo cual era una tontería, ya que ella era consciente de que más pronto o más tarde todo el mundo la abandonaba: sus abuelos, su padre, su madre, casada en segundas nupcias, su hermana...


Paula sabía que inevitablemente se quedaría sola, pero siempre había creído que al menos tendría el bar.


Dina chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.


—Aún no logro entender por qué se han ido. ¿Estás segura de que no quieres que avise a tu madre?


—Ni se te ocurra —le advirtió Paula mientras servía dos botellas de cerveza a dos hombres sentados en la barra—. Ella ya está suficientemente triste con que vayan a cerrarnos el bar. Lo último que necesito es que venga a ayudarnos. Sabes que sus intentos de ayudar siempre me sacan de quicio.


Dina, que era amiga íntima de la madre de Paula desde el instituto, rió.


—Sabes que le importas mucho y que se preocupa por ti.


—Ella se preocupa por mí y yo pierdo los nervios. Sin Luciana por aquí para que interceda entre nosotras, sería una pesadilla.


—¿Crees que todo el fin de semana será como esta noche? —preguntó Dina—. Porque si es así, vamos a necesitar ayuda. Tamara dijo que estaría cerca, en Austin.


Paula negó con la cabeza.


—No te preocupes, ya me he ocupado de ello. Mañana por la noche nos echará una mano una amiga.


Dina, que ya superaba los cincuenta años, suspiró aliviada.


—Gracias a Dios. No creo que mis rodillas soportaran otra noche como ésta.


Paula fijó la vista en la jarra de cerveza que estaba sirviendo y trató de sonar desenfadada.


—¿Y qué tal están las rodillas de Zeke?


Silencio.


—Eres una chica mala —gruñó al fin Dina—. Ya me gustaría saber cómo están sus rodillas... Ese hombre es más tímido que una virgen en una residencia universitaria masculina.


Paula sabía que a Dina le gustaba Zeke desde que había entrado a trabajar como cocinero, dos años antes.


—Se te está agotando tu tiempo, ¿eres consciente? —le preguntó Paula frunciendo el ceño—. Si quieres que suceda algo, tendrás que hacer que ocurra mientras los dos todavía trabajáis juntos.


Dina puso los ojos en blanco.


—Cielo, podría bañarme desnuda en la freidora de ese hombre y él ni siquiera me vería.


—No sé... aceite, una cocina caliente, el olor a especias... A mí me resulta muy sexy.


—A mí también —dijo una voz de hombre.




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