sábado, 14 de julio de 2018

BESOS DE AMOR: CAPITULO 20





Pedro llevó a Luisa, Paula y Santiago a la iglesia el domingo por la mañana.


El abuelo Pablo decidió que, aquel día, no le apetecía ir a misa.


—Es que me duele el hombro —se disculpó.


El tiempo había empeorado y cuando terminó la misa, Blue Rock empezaba a cubrirse de nieve.


La casa estaba muy silenciosa cuando llegaron.


—¿Dónde está el abuelo? —murmuró Luisa—. ¿Ha salido con este tiempo?


La pobre parecía tan triste aquella mañana que a Paula se le partía el corazón.


—¿Qué pasa mamá?


—No sé... ¡Papá!


No hubo respuesta.


—Voy a ver si está en el establo —dijo Pedro.


Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no volver la cabeza y comérselo con los ojos.


Le encantaba su forma de caminar, cómo parecía tragarse el suelo con aquellas zancadas que Santiago imitaba tan bien.


Intentando quitarse eso de la cabeza, siguió a Luisa hasta el piso de arriba y, de repente, oyó un grito.


—¿Qué ocurre?


—¡Lo sabía, sabía que no podíamos dejarlo solo! ¡Ha dejado una nota diciendo que ha ido a mover el ganado! ¡Con esta nieve!


—¿Es tan grave? —preguntó Paula, que no entendía nada.


—La nota está escrita a las nueve y media y son las once. ¡Ya debería haber vuelto! Paula, dile a Pedro que...


Pero Pedro estaba subiendo la escalera.


—Se ha llevado el todoterreno.


—Ay, Dios mío —murmuró Luisa.


—No pasa nada, mamá. Vamos a comer algo y...


—No puedo —dijo ella, agarrándose al pasamanos de la escalera.


—¿No puedes comer?


—No puedo... Es que apenas dormí ayer y estoy cansada —contestó Luisa, sin mirarlo.


Entonces se dieron cuenta de que era algo más. 


La mujer se había llevado la mano al pecho y Paula se asustó.


—Respira profundamente, Luisa. Así, tranquila...


—Estoy bien, no te preocupes, hija.


Pero Paula, tenía un nudo en la garganta. 


Aquella mujer tan valiente se había convertido en alguien muy querido para ella. No quería dejarla en aquella situación, sería como dejar a su propia madre. Si su propia madre hubiera sido tan buena como Luisa Alfonso.


—Siéntate, mamá —dijo Pedro entonces—. Voy a hacer un café con tostadas, ¿de acuerdo?


—Santiago, ¿por qué no vas a buscar a Firefly? Seguro que está en tu cama —intervino Paula—. Así podrás quedarte con Luisa mientras Pedro y yo vamos a buscar al abuelo.


Al abuelo. Lo había dicho sin darse cuenta. Pero era eso lo que sentía.


—¿Se ha perdido? —preguntó el niño.


—No, cariño, no se ha perdido. Pero está con el ganado y como hace tanto frío, vamos a buscarlo.


—¿Vamos a buscarlo?


No sabía si podría servirle a Pedro de ayuda, pero estaba dispuesta a intentarlo al menos. Además, tenía un presentimiento. Ellos no estarían tan preocupados por Pablo si aquella tardanza fuera normal.


—Yo iré a caballo. Tú puedes llevar la camioneta. ¿Crees que sabrás conducirla, Paula?


—Sí, creo que sí —contestó ella.


—En la nota dice que se ha llevado la radio —dijo Luisa entonces, casi sin voz.


Después de soportar una gran tensión durante muchos meses, la pobre mujer estaba a punto del colapso.


Pedro se daba cuenta.


—Yo me llevaré la otra e intentaré ponerme en contacto con él. Eso, si no aparece dentro de diez minutos y puedo echarle una bronca.


Pero Pablo no apareció.


Luisa se tumbó en el sofá y Santiago se sentó a su lado, muy serio.


—Debo de estar enferma. Un virus o algo —murmuró, como sorprendida de su propia debilidad.


Paula fue a la cocina y llamó a la doctora Blankenship, preocupada.


—Me pasaré por el rancho —dijo la mujer—. Has hecho bien en llamarme, Paula. En los años que llevo en Blue Rock, nunca he visto a Louise Alfonso enferma.


—Es que anoche recibió una mala noticia.


—Ah, ya veo. Entonces, quizá le vendrá bien charlar un rato.


—Muchas gracias, doctora Blankenship.


—Llegaré en media hora, ¿de acuerdo?


—Muy bien.


Paula casi lloró de alivio. Pero se le pasaron las ganas de llorar cuando subió a la camioneta. 


Tenía que conducir completamente concentrada. 


Con aquel sendero imposible y la nieve cayendo cada vez con más fuerza, no podía pensar en ninguna otra cosa.


Pedro, a caballo, intentaba ponerse en contacto con su abuelo a través de la radio.


—¿Has oído algo? —le preguntó Paula, cuando él se acercó a la camioneta.


—Nada. O tiene la radio apagada o...


—¿Cómo vamos a encontrarlo?


—No tengo ni idea. Reza para que haya ido por este camino. Pero dentro de un rato llegaremos a una zona por la que no pude pasar un coche, así que tendrás que ir conmigo.


—¿A caballo?


—Sí. No pasa nada, no dejaré que te caigas.


—Ah.


El corazón de Paula empezó a latir con fuerza y Pedro sonrió.


—¿No me digas que te da miedo?


—Es que nunca he montado a caballo. Me dan un poco...


—¿De respeto?


—Pánico más bien.


Él no dijo nada, sólo la miró con aquellos hermosos ojos negros durante unos segundos, esperando.


—¿Y bien?


—De acuerdo. No dejarás que me rompa la crisma, ¿no?


—Claro que no, tonta.


Paula condujo cinco minutos más, hasta que Pedro le hizo una seña. Después, bajo de la camioneta y se acercó al enorme caballo, nerviosa.


—Pon el pie en el estribo y sube la otra pierna. ¿De acuerdo?


—De acuerdo.


De un tirón, Pedro la sentó sobre la silla y Paula se abrazó a él como un pulpo. El interior de sus muslos rozaba los zahones que llevaba sobre los vaqueros y sus pechos se aplastaban contra la espalda del hombre. Nerviosa, se agarró a la hebilla del cinturón como si fuera el volante de la camioneta y respiró su aroma, cerrando los ojos.


—Tranquila.


—Estoy tranquila.


—Si tú lo dices...


El caballo empezó a trotar de nuevo, aunque a Paula le parecía que iba al galope. Con la cara pegada a la espalda de Pedro no podía ver nada, pero empezaba a acostumbrarse al movimiento del animal.


Y a la proximidad de Pedro Alfonso.


Poco después, oyeron un grito en la nieve.


—¿Pedro, eres tú?


—¿Abuelo? ¿Dónde estás?


—¡Aquí abajo! ¡En el barranco!


—Enseguida te sacamos de ahí. No te preocupes.


En aquella zona, el riachuelo formaba un pequeño barranco por el que Pablo debía
de haber resbalado. El pobre estaba tumbado con la pierna en un ángulo raro y la cara
roja de frío.


—Es que la nieve...


—No pasa nada, abuelo —dijo Pedro, colocándose a su lado—. ¿Y la radio?


—Se rompió... cuando me caí del todoterreno.


—¿Dónde está el jeep?


—Ahí abajo.


Pablo hizo un gesto hacia el fondo del barranco, donde el todoterreno estaba patas arriba... ruedas arriba más bien.


—¡Demonios! —exclamó Pedro.


—Sí, ya. Casi me mato.


—Te has roto una pierna, abuelo.


—¿No me digas?


—¿Cómo demonios vamos a volver a casa?


—Súbeme al caballo.


—No puedo hacer eso. Te dolería muchísimo.


—Ya me duele, pero tengo demasiado frío como para esperar aquí.


—Tenemos una manta, Pablo —intervino Paula, cubriendo al hombre hasta las cejas.


—Muchas gracias, cielo, pero eso no va a servirme de mucho. Llevo aquí una hora y ya no siento las manos. A mi edad, eso es mucho más peligroso que una pierna rota.


—¿Puedes mover los brazos? —preguntó Pedro.


—No me he roto la espina dorsal, hijo. ¡Es que estoy helado!


—Vale, vale.


Entre los dos consiguieron sacarlo del barranco y tumbarlo sobre el caballo, pero sólo porque Pablo parecía tener más resistencia al dolor que cualquier otro ser humano que Paula hubiera conocido nunca.


—¿Puedes llevar a Highboy de las riendas hasta la camioneta, Paula? Yo tengo que sujetar a mi abuelo.


—Sí, claro.


El caballo parecía notar que aquel no era un momento para bromas y siguió sus propias 
huellas en la nieve sin cabecear siquiera.


—¿Whisky o agua, abuelo? —preguntó Pedro.


—Whisky por supuesto. Y mucho.


Llevaban una botella en la silla y el hombre dio varios tragos para olvidar el dolor.


Cinco minutos después estaba cantando.


—Abuelo, ¿estás borracho?


—No, sólo quiero olvidarme de la maldita pierna.


—Ya hemos llegado a la camioneta —suspiró Paula.


—¡Aleluya!


Consiguieron colocarlo en la parte trasera, lo más comódamente posible, y Pablo cerró los ojos. El pobre debía de estar sufriendo muchísimo.


—¿Podrías conducir de vuelta a casa? Si lo haces, yo puedo ir a caballo más rápido y llamar a una ambulancia.


—La doctora Blakenship estará en tu casa ahora mismo.


—¿Y eso?


—La llamé yo para que fuese a ver a tu madre.


—Bendita seas, Paula—dijo Pedro entonces—. De verdad, bendita seas.


La había tomado por los hombros como si fuera a besarla, pero después pareció pensárselo mejor. Era lógico. No había tiempo para besos.


Cuando Paula llegó con su preciada carga, Luisa, Pedro, Santiago y la doctora Blankenship estaban esperando en la puerta.


—¡Papá! —exclamó su hija. Parecía muy preocupada, pero al menos el color había vuelto a sus mejillas—. ¿Cuándo vas a meterte en la cabeza que tienes setenta y cinco años?


—Cuando tenga cien años —contestó el hombre, ahogando un gemido de dolor.


La doctora Blakenship tenía preparada una inyección de morfina y le entablilló la pierna. 


Cuando llegó la ambulancia, Pablo se encontraba estupendamente.


Y muy contento.


—Luisa, tú te vienes al hospital. Y quiero que te hagas un chequeo —dijo la doctora Blakenship.


Ella no discutió.


Cuando la ambulancia desapareció por la carretera, un tímido sol empezaba a aparecer entre las nubes convirtiendo los copos de nieve en un millón de diamantes.




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