sábado, 14 de julio de 2018

BESOS DE AMOR: CAPITULO 23




Pedro había oído voces un segundo antes de que santiago saliera de la oficina. El pobrecito estaba pálido y corría como un loco.


—¡Pedro! ¡Ese hombre le está haciendo daño a mi mamá! ¡Tienes que salvarla!


—Cariño... —murmuró Luisa, tomándolo en brazos.


Pedro no perdió un segundo. Entró en la oficina como una tromba, mientras no podía dejar de pensar algo quizá absurdo: «Santiago ha venido a pedirme ayuda». «Ha confiado en mí».


—¿Qué estás haciendo? —exclamó, apartando la mano del hombre.


Pedro, ha dicho algo de un dinero —se apresuró a decir Paula—. Pregúntale. Yo creo que sabe algo. ¿Qué es, un seguro? Dígalo, Thurrell.


—Mi padre no tenía ningún seguro —murmuró Pedro—. ¿Qué es eso de un dinero Raul?


—No sé de qué está hablando...


—¿Qué es eso de un dinero? —repitió él, con expresión amenazante.


Thurrell se dejó caer sobre la silla.


—No hemos hecho nada. Mi hermana y yo sólo queríamos recuperar lo que era nuestro —murmuró, con la cara entre las manos—. Todo esto ha sido un error. Pensábamos que abandonaría hace meses y... Cálmate, Alfonso. Te lo contaré todo.



****

—Señor Garrett, ¿le importaría explicarme todo eso otra vez? —dijo Luisa, atónita.


Estaba pálida, pero había un brillo de esperanza en sus ojos.


Había pasado una hora desde la extraordinaria revelación de Raul Thurrell y se encontraban en el despacho de Haydon Garrett, el abogado de la familia Alfonso.


—Pues es muy simple... Bueno, quizá no. el caso es que Francisco Alfonso sabía perfectamente lo que estaba haciendo cuando compró Thurrell Creek. El único problema es que no tuvo tiempo de explicárselo a nadie.


—Lo sabía —murmuró Luisa—. Sabía que quería decir algo en el hospital.


—Desde luego —asintió Garrett—. Cuando Stannard firmó el acuerdo de venta, fue al garaje de Raul Thurrell para contárselo. Él se puso furioso y fue corriendo a pedirle explicaciones a Francisco.


—Fue a ver a mi padre...


—Y lo encontró en su coche. Tuvieron una discución muy acalorada y su padre sufrió un infarto. Raul llamó a una ambulancia, como sabe, y esperó unos días. Al descubrir que Francisco había muerto sin recuperar el conocimiento, decidió actuar. O, más bien, no actuar. No decir nada sobre esto. Haydon Garrett sacó un papel y se lo entregó a Luisa.


—Un seguro de vida. Y por muchísimo dinero —murmuró la mujer.


—Muy generoso, cierto.


—Yo no sabía nada. Francisco tenía un seguro de vida y no me lo dijo... Por Manuel, claro. Mi marido siempre era muy discreto sobre todo lo que tenía que ver con el dinero.


—Tampoco me lo dijo a mí —asintió el abogado.


—No quería que Manuel lo supiera. Nunca confío en mi hijo.


—No, mamá —intervino Pedro—. Era Manuel quien no confiaba en papá. Él intentó...


—La culpa era de los dos —lo interrumpió su madre—. Tu padre conoció a Blaine y siempre vio en Manuel a mi primer marido. Lamento tener que decir eso, pero es la verdad. Francisco nunca confió en Manuel, nunca le dio una oportunidad.


Pedro la miró, confuso. Estaba tan pálido que a Paula se le encogió el corazón.


—El seguro de vida cubrirá todos los gastos del rancho. Podrán volver a contratar peones, comprar ganado... —siguió diciendo Clayton Garrett.


—¿Y qué es lo que Raul y C.J. Thurrell querían? —preguntó Luisa entonces.


—Que les vendieran el rancho —contestó el abogado—. Tendrán que decirme si quieren poner una demanda. Pero ahora mismo, yo creo que deberían irse a casa a descansar.


—Yo tengo que irme —dijo Paula, levantándose—. Debo estar en Trilby a las doce y...


—Quizá tengamos que ponernos en contacto con usted, señorita. En caso de que haya demanda.


—Muy bien —murmuró ella—. Me alegro mucho por el rancho, Luisa —añadió entonces, sin saber qué decir.


Se lo habría dicho a Pedro, pero si se dirigía a él se pondría a llorar. Estaba segura.


—Gracias —dijo la mujer.


—Llámanos cuando llegues a casa —le pidió Pedro.


Tenía la boca seca y un peso en el corazón. 


¿Ella se marchaba? ¿Se iba de verdad?


—Lo haré —dijo Paula.


Sus ojos se encontraron, pero ninguno de los dos dijo nada. ¿Qué podía decir, adiós?


—Te acompaño al coche.


—No, por favor.


—Muy bien.


Menos de un minuto después, Pedro oía el motor del coche. Y después lo vio desaparecer por la carretera.




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