sábado, 14 de julio de 2018

BESOS DE AMOR: CAPITULO 22




A las siete de la mañana, Paula ya había guardado sus cosas en la bolsa de viaje.


Cuando levantó la cabeza encontró a su hijo mirándola, con los ojitos llenos de sueño.


—¿Las vacaciones han terminado? —preguntó, al verla con la bolsa.


—Es un poco triste, ¿verdad?


—¿Podemos volver la semana que viene, mamá?


Oh, no.


—Esto está muy lejos, cariño.


—Pero entonces Luisa, Pablo y Pedro podrían venir a casa —dijo Santiago.


—Quizá algún día —sonrió Paula.


No irían, pero era difícil explicarselo a un niño.


Era mejor decir: «quizá», «algún día». Los niños olvidan fácilmente.


Mucho más que los adultos.


Apenas había visto a Pedro desde el día anterior. Comió a toda prisa y después se
fue a Bozeman para ver a su abuelo y llevar a Luisa de vuelta al rancho.


Por lo visto, Pablo estaba bien, pero tendría que quedarse en el hospital durante, al menos, quince días.


Luisa había empezado a planear casi inmediatamente cómo se distribuirían el trabajo en el rancho, pero Pedro la interrumpió muy serio.


—Ya da igual, mamá —dijo, como si cada una de esas palabras lo estuviera matando—. No podemos contratar peones y... No quería hablar de esto hoy, pero...


—¿Cómo que da igual? ¿Por qué dices eso, hijo?


—Tenemos que vender el rancho.


—¡Pedro!


—Por favor, no discutas. Deberíamos haber vendido antes, la primavera pasada. Pero ahora ya no hay nada que hacer —dijo él, sin mirarla—. No pienso dejar que te sigas matando a trabajar. Y no pienso dejar que el abuelo se mate por buscar unas malditas vacas. Quiero que conozcas a tu nieto, quiero que estés con Manuel una temporada.


—Pero...


—El rancho está en venta, mamá.


Después de decir eso Pedro salió de la cocina, dejando a Luisa con la boca abierta.


Y aquel momento, mientras cerraba la bolsa de viaje, Paula sentía el deseo de decirles que se quedaba. Que quería compartir con ellos lo que les deparase el futuro.


Qué absurdo, pensó.


Los Alfonso no querrían compartir su dolor. Era privado. Lo único que deseaban era que se fuera con su hijo para poder llorar a gusto.


Cuando Santiago estuvo vestido, bajaron a la cocina. Luisa y Pedro estaban en los establos y Paula llamó a Raul Thurrell para confirmar que iba a alquilar un coche.


Le dio el desayuno a Santiago, puso una lavadora y cuando estaba limpiando la cocina oyó entrar a Pedro.


—Ya estamos listos.


—Voy por las llaves —dijo él—. Mi madre viene también.


Llegaron a Blue Rock enseguida. Qué curioso, a Paula le había parecido que estaba mucho más lejos.


Pedro guardó su bolsa de viaje en el maletero del coche de alquiler sin decir nada.


—Con este no tendrá ningún problema —le aseguró Raul Thurrell—. Si no le importa firmar los papeles...


El hombre la llevó a su oficina y Paula se sintió angustiada. Aquel despacho era un desastre, con papeles manchados de grasa, papeles con el logo de una empresa mezclados con los de otra, facturas hechas a mano...


—Nosotros esperaremos fuera —dijo Pedro.


—De acuerdo.


No había necesidad de que él y Luisa esperasen. Podrían haberse despedido en aquel momento y todo habría terminado. Pedro firmó los papeles del divorcio la noche anterior y Alan había aceptado encontrarse con ellos en Chicago.


Pero Paula no quería decirles adiós.


Aún no. Quería esperar unos minutos más.


—¿Lo ha pasado bien en el rancho? —preguntó Thurrell que, al menos, aquel día no estaba borracho.


—Muy bien.


—¿Vuelve a casa?


—Sí.


—¿Qué tal les va a los Alfonso? —preguntó él entonces, como si no estuviera muy interesado.


—Bien.


—¿Ah, sí? Pues parece que usted huye del barco que se hunde. Me han dicho que el viejo Pablo está en el hospital y no creo que puedan seguir adelante con el rancho —dijo Thurrell entonces, sin poder disimular la satisfacción.


—¡Claro que pueden! —exclamó Paula, furiosa.


—No diga tonterías. ¿Cuánto tiempo podrán aguantar? Mi hermana y yo queremos comprar ese rancho desde hace tiempo. ¿Por qué no nos lo venden? Si hubiera sabido que iban a poder tirar sin el dinero que les...


Thurrell no terminó la frase.


—¿Qué dinero? —preguntó ella.


—El que no tienen.


—No, no ha dicho eso. Ha dicho «sin el dinero». ¿A qué dinero se refería?


—Me ha entendido mal, señorita —dijo él entonces, con expresión amenazadora.


—¿Ah, sí? —replicó Paula, sin amedrentarse.


—No se meta en esto, ¿vale?


—Me meto porque me concierne —replicó ella.


—Esto no es asunto tuyo. Creáme, vuelva a su casa o lo lamentará —dijo Thurrell entonces, apretando su brazo.


Santiago había salido corriendo de la oficina, seguramente para llamar a Pedro. Y Paula no tenía miedo. Sabía que él la protegería.


—¿Lo lamentaré?


—Eso he dicho.


—¿Cómo, señor Thurrell? ¿Qué piensa hacerme?




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