sábado, 14 de julio de 2018

BESOS DE AMOR: CAPITULO 19





—¿Ha sido una pesadilla?


—Sí —contesto Paula en voz baja.


Seguía teniendo a Santiago en brazos cuando Pedro subió al segundo piso. Estaba paseando arriba y abajo para intentar que el niño volviera a dormirse, pero no parecía dar resultado.


—Debe de haber sido una pesadilla horrible —sonrió él.


—Yo creo que está muy cansado y por eso no puede dormir. ¿Te duele el estómogo, cariño?


—Sí. Y tengo sed —contestó Santiago.


—Entonces, ¿te duele el estómago?


—Sí.


—¿Mucho?


—Un poco.


—Voy a buscar un vaso de agua —sonrió Paula.


—¿Quieres que lo tenga en brazos hasta que subas? —preguntó Pedro—. Podrías darle algo para el estómago.


—¡No! ¡Medicinas no! —Pedro había tomado al niño en brazos, pero Santiago no quería estar con él—. ¡Quiero a mi mamá! ¡Suéltame!


Paula volvió a tomar al niño en brazos y Santiago miró a Pedro como si hubiera intentado secuestrarlo.


—Está cansado —lo disculpó Paula.


Luisa había dicho eso mil veces durante su infancia para disculpar el comportamiento de Manuel con su padre. Y el recuerdo le resultó absurdamente doloroso.


Lo cierto era que Manuel nunca se llevó bien con su padre.


—Voy por un vaso de agua —murmuró Pedro—. Nada de medicinas, ¿eh, Santi?


Diez minutos después, el niño cerró los ojitos.


Paula lo metió en la cama y le dio un beso en la frente antes de salir de puntillas de la habitación.


—Está dormido —le dijo a Pedro, en el pasillo.


—No nos oyó hablar en la cocina, ¿verdad? Pensé que lo habíamos despertado.


—No, es que está agotado —sonrió ella—. Además, a veces tiene pesadillas. Todos los niños las tienen. No ha sido un año fácil para Santiago. Ya te conté lo del incendio. El pobrecito se asustó mucho...


—Es un chico estupendo, Paula. No te preocupes por él.


—Me alegra que digas eso.


Estaban muy cerca. Pero no lo suficiente. No podían recuperar lo que habían tenido antes, la promesa de una noche juntos, la promesa de un comienzo.


—Siento que se haya disgustado por lo de la medicina. Me miraba como si quisiera matarlo.


—No lo tomes en serio. Es que estaba cansado —sonrió Paula.


—He oído esa excusa muchas veces.


—Y te molesta, ¿verdad?


—Sí.


—¿Por qué, Pedro?


—No es Santiago. Es otra... cosa. Estoy enfadado conmigo mismo.


—¿Por qué?


—Porque no me he ganado su confianza. Lo he intentado, pero no puedo.


—Pero si sólo...


—Está cansado. Ya lo sé —suspiró él.


—También estás enfadado con el niño, ¿verdad?


—Sí. Porque no me da una oportunidad —contestó Pedro, con la sinceridad que lo
caracterizaba.


—Pero lo ha hecho. Una docena de veces. Eres tú el que no se da una oportunidad. Otra vez estás comparándote con tu padre. Ojalá... ojalá no me importase tanto que ganases esta apuesta, Pedro.


—Paula...


—¿Sabes una cosa? Me alegro mucho de marcharme el lunes.


—Sí, las cosas serán más fáciles para los dos —asintió él.


Después se quedaron en silencio. Un silencio tan largo que Paula se dio cuenta por fin de lo cerca que estaban.


Hubiera querido ignorar los problemas, olvidarse de las diferencias y tocarlo otra vez. Quería apoyar la cabeza en su pecho, besarlo como antes, con todo el deseo y el cariño del mundo.


Pero eso no iba a ocurrir.


—Es tarde —dijo Pedro entonces—. Será mejor que nos vayamos a dormir.


—Sí —murmuró ella.


Parecía otro hombre. Distante, lejano, con sus emociones controladas.


Y Paula sabía qué había provocado aquel cambio. Estaba preocupado por su madre.


Porque no podía ir a Las Vegas a conocer a su nieto. Y porque sentía que era su fracaso, que todo era culpa suya.


Porque él no era como su padre.


Cuando se marchase del rancho, Pedro apenas pensaría en ella. Quizá alguna vez, pero...


Recordaría alguna broma que hubieran compartido, recordaría los cuentos que le leía a Santiago.


Quizá recordaría los besos.


Pero unas semanas más tarde lo que sentían el uno por el otro estaría olvidado por completo.




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