sábado, 9 de junio de 2018

THE GAME SHOW: CAPITULO 11




Ese amago de beso obsesionó a Pedro durante casi toda la mañana, tanto que Arlene tuvo que darle un golpecito en el hombro para recordarle que era la hora del descanso. 


Necesitaba algo más que el café amargo de la máquina para despejarse, pero tuvo que conformarse.


—¿Qué tal es ser padre soltero? —le preguntó Arlene.


Estaba sentada a la mesa enfrente de él, y le sonreía con unos labios de color rubí.


Pedro no podía evitar que le gustara aquella mujer. No merodeaba a su alrededor ni lo trataba como a un rey destronado. Aun así, mientras Joel estuviera al lado con la cámara, no pensaba reconocerle que tenía una adversaria muy dura de pelar.


Se encogió de hombros.


—No tiene una vida fácil, pero la mía tampoco lo es.


Él, sin embargo, sabía muy bien que la vida de Paula era mucho más ajetreada y exigente de lo que se había imaginado. Como excusa para su vanidad, se decía que había entrado poco motivado a sus nuevas circunstancias. 


Acostumbrarse a los grandes cambios como ése llevaba su tiempo. Las niñas no lo conocían ni confiaban en él. Chloe lo miraba fija y desconcertantemente. Macarena, independiente y cabezota como su madre, no estaba dispuesta a concederle ni el beneficio de la duda. Lo criticaba sutil o abiertamente por todo, desde la forma de hacer los sándwiches de queso hasta la forma de limpiar la sartén. 


Pedro no se había podido imaginar que una niña de siete años iba a conseguir minar su confianza en sí mismo. Aparte de sus méritos profesionales y académicos, siempre había pensado que sabía ganarse a la gente, que sabía hacer amigos y vencer a sus adversarios sin demasiado esfuerzo. 


Sin embargo, se había topado con Paula y sus hijas y eran un obstáculo que exigía lo mejor de sí mismo, lo cual le atraía. No por la quisquillosa mujer ni por sus precoces hijas…


Sin embargo, esa madrugada, cuando meció a Chloe y ella, por fin, apoyó su cabecita en su hombro, él había sentido algo que no había sentido jamás. Pensó en la foto de los dos niños sonrientes que llevaba en la cartera. Quizá lo hubiera vivido si Laura y Damian no lo hubieran traicionado.


Le quedó un regusto amargo en la boca y lo atribuyó al café.


—Es hora de volver al trabajo —Pedro se levantó bruscamente.


Arlene lo miró atónita.


—Para el carro. Todavía quedan nueve minutos. Te aseguro que no tengo ninguna prisa.


Pedro tiró a la basura el vaso de papel.


—Nos veremos en la planta.


A mediodía, Paula y Pedro se reunieron con Raul en la sala de reuniones de Danbury's, donde se había preparado un almuerzo ligero. El día anterior, como había sido el primero, habían grabado algunos cortes que mostrarían en el programa piloto de Me pongo en su lugar. Ese día, empezarían oficialmente las reuniones diarias con el presentador del programa para comentar las estrategias y comprobar quién estaba haciéndolo mejor según un jurado invisible que estudiaba el vídeo.


Se miraron impasiblemente con los acontecimientos de esa mañana todavía candentes.


Paula se lamió los labios en un gesto de ansia competitiva. 


El concurso acababa de empezar, pero quería tomar la cabeza y no abandonarla. Una remontada en el último momento sería más teatral y efectista, pero quería sentir la confianza de ser el punto de referencia.


—Todavía es pronto, pero por el momento los dos os habéis adaptado bastante bien a la vida del otro. Os jugáis mucho, evidentemente, hay medio millón de dólares para el ganador —el atractivo presentador se dirigió a Paula—. No está mal la recompensa por un mes de trabajo, ¿eh?


Ella se limitó a sonreír y el presentador se volvió hacia la cámara para que cortara.


Raul era de la edad de Paula, pero parecía mucho más joven con aquella ropa informal pero a la última moda y las carísimas zapatillas de deportes. Tenía un arete de plata en una oreja y una sonrisa encantadora, pero se tomaba muy en serio su papel de presentador.


—¡Pero qué os pasa! Estáis ahí sentados como estatuas. Estamos en la televisión, esto no es la radio. Tenemos que ver alguna expresión en vuestras caras. Tenéis que decir cosas que saquen de quicio al contrario.


—Eso es muy fácil —farfulló Pedro.


—Perfecto, perfecto —Raul sonrió—. Recordad que es una competición, no una velada de té. Estáis jugando para ganar, no para empatar. Ya sabéis, tenéis que ir a la yugular, aquí no se hacen prisioneros.


Hizo que pareciera una batalla campal. Aun así, Paula intentó hacer lo que le dijeron y comprobó que era más fácil de lo que se había imaginado, sobre todo cuando Pedro empezó a dar una versión insulsa de la vida de ella.


Discutieron acaloradamente durante casi una hora. Cuando terminó la reunión, los dos se miraban con furia y Raul parecía encantado de la vida.


Paula entró en casa de Pedro. Vern había guardado la cámara y había dado por terminada la jornada, pero ella sabía que había cámaras instaladas por todos lados.


La casa de Pedro, a medio decorar, no tenía personalidad ni calidez. Le pareció que lo mismo podía decirse de su jefe. 


Aunque si era sincera, tenía que reconocer que tenía más sustancia de la que se había imaginado. Eso la preocupaba. 


No quería que la atracción que sentía por Pedro pasara de ser algo superficial. Podía olvidarse de una cara guapa y un buen cuerpo. Kevin también tenía las dos cosas. Sin embargo, la amabilidad, la paciencia y la inteligencia eran virtudes que no se apreciaban cuando una estaba enamoriscada.


Ya eran más de las nueve. Le quedaban menos de tres horas para poder volver a su apartamento a ver a sus hijas, como si fuera una Cenicienta.


Había estado en una reunión hasta tarde. Luego, fue a un cóctel que daba el alcalde, donde se codeó con lo más granado de la clase empresarial, casi todos hombres. Intentó que no se notara que estaba pendiente del reloj. Se presentó como la sustituta de Pedro y se ahorró todos los detalles más relevantes. Tuvo que ser algo más creativa para explicar la presencia de un equipo de filmación, pero se agarró a lo que se había inventado Sylvia: que la cadena PBS estaba haciendo un documental sobre las mujeres que ascendían en el mundo empresarial.


El teléfono de la cocina sonó y se asustó. Descolgó y vaciló.


—Residencia Alfonso, dígame… —dijo por fin.


—Hola, ¿podría hablar con Pedro?


Era una voz de mujer. El tono cortés y la forma de decir el nombre de Pedro le indicó que era su madre.


—Lo siento, pero no está en este momento.


—¿Con quién hablo?


Paula volvió a vacilar. No sabía si Pedro había explicado la situación a sus familiares y amigos.


—Soy la señorita Chaves —contestó inexpresivamente—. ¿Quiere dejarle algún mensaje?


Paula oyó un profundo suspiro.


—Así que al final mi hijo me ha hecho caso y ha contratado a alguien para la casa… La verdad es que prefiero hablar con una persona que con una máquina. Soy su madre. Sólo quería saber si vendrá al cumpleaños de su padre el mes que viene.


—Le daré el mensaje.


Paula se sentía a la vez divertida y ofendida por que la hubiera tomado por una empleada doméstica. Aun así, cuando colgó, se quedó pensando en el tono resignado de aquella mujer. Era como si supiera perfectamente cuál iba a ser la respuesta de su hijo y lo invitara sólo por cortesía, costumbre y… esperanza.


Se reprendió por hacer conjeturas ridículas. La vida y los problemas de Pedro no eran de su incumbencia. Ella ya tenía bastante como para preocuparse por un hombre que quizá la considerara atractiva, pero que, desde luego, no la consideraba tan capaz y trabajadora como él mismo.


Vio una botella de vino francés en la encimera y decidió servirse una copa. No tenía que conducir y la limusina la dejaría en su casa a la hora convenida. Esa botella no tenía tapón de rosca y se puso a buscar un sacacorchos.


El primer sorbo le confirmó lo que suponía. El vino caro era mucho mejor que el que ella podía permitirse. Cerró los ojos y sonrió. Se le había ocurrido una idea.


Los caprichos no entraban entre las costumbres de una madre soltera. Ya no se acordaba de cuándo había hecho algo para sí misma que no fuera darse una ducha muy rápida y sin dejar de estar pendiente de Chloe y Macarena. Subió las escaleras y fue al dormitorio principal. Era muy lujoso aunque discreto. Tenía una cama cubierta con un edredón muy acogedor de color crema. No tenía cabecero. Tampoco había cuadros en las paredes y en la mesilla sólo se veía, aparte de la lámpara, el mando a distancia de la televisión, que ella supuso que estaría oculta en una cómoda que había enfrente de la cama.


Si Sylvia no hubiera cedido, ella quizá hubiera dormido allí, en la cama de él. Aunque lo más probable era que hubiese dormido en alguno de los dormitorios que daban al vestíbulo. 


Aun así, la puntualización no sirvió para evitar que le pasara por la cabeza una imagen mucho menos casta de lo que habría sido la realidad. 


Lo achacó al estrés, a dos años de abstinencia y a una copa de vino de verdad; dio otro sorbo.


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