sábado, 10 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 19




—Tienes mucha sangre fría, Paula —declaró Celia Myers tres semanas después, mientras pegaba un sobre con la dirección en la parte superior de un paquete—. Me está rompiendo el corazón verte devolver todos estos preciosos regalos.


—Pobre, pobrecita —se rió Paula—. Eres tan buena ayudándome aunque sufras.


—Bueno, tú no sufres. En serio, Paula, yo me moriría de pena si un pedazo de hombre como Benjamin Cruz me dejara plantada ante el altar.


—No hace falta que me lo recuerdes. Mi madre lo hace todos los días. Créeme, estoy sufriendo —contestó Paula, poniendo otro paquete en el suelo, listo para llevar a la mensajería.


—De eso nada. Es como si nunca hubieras conocido a Benjamin Cruz.


—Ya te lo he dicho. Lo de Benjamin fue un error. Me alegró de que él se diera cuenta a tiempo.


Celia se pasó la mano por su corto pelo rizado y miró a su amiga.


—Ya lo supongo. Desde luego, no parece que tengas el corazón destrozado.


«No lo sabes bien», pensó Paula. La pesada sensación que tenía en el pecho podía ser dolor de corazón. Era peor cada día que pasaba, y su esperanza se desvanecía poco a poco. Su esperanza de recibir una llamada.


Pedro Alfonso no la llamó.


Su instinto no la había engañado. No había sido más que una aventura de una noche para él.


Le dolía. La maravillosa semana, la noche que nunca olvidaría. Había significado mucho para ella.


Pero muy poco para él.


¿Por qué no podía sacárselo de la cabeza? ¿Por qué lo echaba tanto de menos? Apenas lo conocía.


Eso no era cierto, pensó, ruborizándose. Lo conocía mejor que a ningún otro hombre. No se arrepentía. Nada de eso. Fue algo bello, maravilloso, excitante…


—¡Oye! —Dijo Celia, chasqueando los dedos bajo su nariz—. ¿Dónde estás?


—Intentando decidir qué poner —mintió, escribiendo una nota—. No se le puede decir lo mismo a todo el mundo, aunque estés devolviendo un regalo.


—Ya me imagino —admitió Celia—. Entonces, ¿no vas a volver a tu antiguo trabajo?


—No, voy a trabajar con mi padre. Y a estudiar. Por eso estoy devolviendo estos últimos regalos ahora. ¡Pero aprobé!


—¿Qué aprobaste?


—El examen de contratista. ¡Ahora mismo estás frente a una contratista de construcción con licencia!


—¡No! ¿Tú, contratista? ¿Una chica tan diminuta como tú? ¿Qué puedes hacer?


—Un montón. Te olvidas de que solía trabajar con papá en verano. Ya sé cómo pintar y poner papel pintado. Y recoger, acarrear y sujetar —contestó riendo—. Si no son cosas demasiado pesadas.


—Construir una casa es muy distinto a diseñar una —argumentó Celia, mirándola dubitativamente.


—Es más parecido que distinto. Nunca hubiera aprobado el examen de contratista si no hubiera estudiado arquitectura.


Y lo que había aprendido le estaba resultando muy útil ahora, pensó a la mañana siguiente, cuando se ponía los vaqueros y las botas para ir a trabajar. En los veranos que trabajó para su padre se había limitado a seguir sus instrucciones. Ahora, después de dos años de arquitectura, entendía por qué el negocio iba mal: no estaba al día.


Construcciones Chaves siempre había sido una empresa relativamente pequeña. Leonardo tenía pocos empleados y, al principio, sólo construía casas pequeñas o reducidos complejos de apartamentos. Últimamente, gran parte de su trabajo, casi todo, se limitaba a hacer reparaciones, sobre todo en las casas que había construido él mismo. Los pocos días que llevaba trabajando con él, habían cambiado los azulejos en una casa y retocado los armarios de la cocina de otra. En ambas casas, el experto ojo de Paula había detectado cosas que, con unas innovaciones modernas, mejorarían la apariencia de la casa e incrementarían su valor en el mercado. Estaba esperando una oportunidad para comentarle alguna de sus ideas a Leonardo.


Quizás, pensó, cuando hablaran de las casas que había puesto a su nombre.


—Están que se caen, y en un barrio muy malo, las he comprado muy baratas —explicó Leonardo.


—Eso no suena como si fueran, según tus palabras «las casas que servirán para recuperar tu fortuna» —replicó Paula, mirándolo dubitativa.


—Créeme, chica —le guiñó un ojo—. Ya te he contado lo del rumor.


—Que —le recordó ella— sigue siendo un rumor.


Pero no había manera de intimidar a Leonardo, y ella acabó contagiándose de su entusiasmo. Aún no había visto las casas, pero sabía que eran una versión anterior de las que estaban reparando ahora. No sería muy distinto, decidió, y se pasaba las noches hojeando sus libros de arquitectura y folletos que trataban de «cómo fundir lo mejor de lo antiguo con lo mejor de lo nuevo». Tenía miles de ideas, y aprovecharía la menor oportunidad para exponerlas.


—Eres una maravilla, Paula —le dijo Leonardo—. Sansón sólo quería una bañera nueva y has conseguido que reformáramos todo el cuarto de baño. Si sigues así, tendremos que contratar a otro empleado.


—No hasta que salga, si sale, lo de Richmond. Aún estamos muy empantanados.


—Es usted muy dura, señorita —dijo Leonardo, tumbándose en el tejado y haciendo un ademán exagerado de limpiarse el sudor de la frente—. Estoy totalmente agotado.


—¡Nada de quejas! Estamos trabajando, ¿no? —sonrió Paula. Estaba contenta de tener tanto trabajo. Contenta de dormirse sobre los libros. Contenta de estar demasiado exhausta para pensar.


Él ni siquiera había contestado a su nota.


¿La habría recibido?


En cualquier caso, prefería que no hubiera llamado.


Se alegraba de que, incluso si la llamara, no podría verlo. Estaba demasiado ocupada durante el día y demasiado agotada por la noche.


De acuerdo… la verdad: había entregado su corazón; él, en cambio, no había sentido nada. 


Lo mejor para los dos sería que no volviera a verlo.




No hay comentarios.:

Publicar un comentario