sábado, 1 de septiembre de 2018

PERSUASIÓN : CAPITULO 14




—¿Tus llaves?—Pedro repitió las palabras como si nunca hubiese oído mencionar esos objetos.


—Sí —siseó Paula—, ¡Ya sabes, esas cositas de metal que sacaste de mi automóvil!


Pedro se incorporó y el perro se permitió apartar momentáneamente su atención de la comida para posar sobre Paula sus ojos amarillos cargados de sospecha.


—¿Qué te hace pensar que yo las tomé? —preguntó Pedro por fin.


—¡El hecho de que tú eres la única otra persona que hay en este lugar! 


Una lenta sonrisa se insinuó en la boca de él y tuvo el efecto de hacer que el corazón de Paula diera un vuelco aun en el furioso calor de su cólera.


—¿Estás segura de que no las perdiste? —sugirió él con exasperante calma.


Paula se recobró. ¡Maldición! ¿Por qué este hombre? ¿Por qué ella? ¿Por qué ahora?


—¡Sí! —exclamó.


Pedro apoyó la espalda en la mesada, cruzó los brazos, y con sus ojos color canela la observó atentamente a través de sus largas pestañas oscuras. Se tomó varios segundos antes de hablar.


—Bueno, entonces creo que debo haber sido yo.


—¿Qué? —La oscura respuesta casi fue demasiado para la poca paciencia de Paula.


—Dije —repitió él con suavidad— que supongo que quizá fui yo quien las perdí.


—Perdidas... —dijo Paula, sin poder creer lo que oían sus oídos. 


—Me parece que recuerdo que anoche las tenía...


La cólera de Paula explotó.


—¡Encuéntralas, entonces! ¡Y tienes que encontrarlas ahora mismo!


Pedro no se inmutó.


—¿Cómo quieres que las encuentre si acabo de decirte que se perdieron?


—¡Se perdieron muy convenientemente! Tú las tienes en alguna parte, Pedro Alan Alfonso. ¡Y sabes perfectamente bien dónde están!


Otra lenta sonrisa cruzó los atractivos labios de él.


—No pensé que tú ibas a creer eso.


Paula abrió grandes los ojos.


—¡De modo que lo admites!


El alzó sus hombros musculosos.


—Supongo que tendré que admitirlo —dijo.
Paula no supo que decir a continuación. 


¡Parecía que él se divertía haciéndola correr en círculos! Finalmente, lanzó la única palabra que le vino a la mente:
—¡Pero esto es un secuestro!


El rechazó la palabra sin inmutarse.


—Llámalo como quieras —dijo—. Yo prefiero pensar que estoy protegiendo mis intereses comerciales. Te contraté para un trabajo y ahora tú estás tratando de abandonarme sin haber cumplido tu parte del trato.


—¡Nosotros no tenemos ningún trato! —Paula estaba lívida.


—Acuerdo, entonces.


—¡No tenemos ningún acuerdo!


—Tu agencia lo tiene.


—¡Al demonio con mi agencia! ¡Y contigo también!


Pedro tuvo la osadía de echarse a reír, la cual hizo que Paula se abalanzara contra él, perdido ya todo el control. Quería hacerle algo, cualquier cosa, perturbar esa confianza serena y burlona que él se tenía. Desde el principio él había sido un enemigo... casi una maldición.


Pero por alguna razón su plan no funcionó como ella había querido. En vez de no estar preparado para el ataque, Pedro pareció que la esperaba. 


Dio un paso a un costado en el momento que ella lanzó su cuerpo hacia adelante, y la rodeó con sus brazos de acero, inmovilizándola contra su pecho y deteniendo con su fuerza cualquier movimiento de resistencia que ella pudiera intentar.


Paula tenía el rostro congestionado por el esfuerzo cuando por fin se quedó quieta, pero con sus ojos violetas lanzando puñales de odio. 


El cuerpo de él era cálido, duro, y el almizclado perfume que usaba acentuaba su agresiva forma de masculinidad. Paula notó esas cosas como también notó que ahora el perro estaba erguido y rígido a su lado y que de su garganta salía un profundo y amenazador rugido de advertencia.


Pedro la miró a la cara.


—Tendrás que aceptarlo, Paula. No dejaré que te vayas.


Paula respondió con voz ligeramente temblorosa y jadeante:
—¡Te denunciaré a la policía!


—Eso tendrá que esperar hasta que encuentres un teléfono. Afortunadamente, o lamentablemente, según desde dónde lo mires, por aquí no hay ninguno.


—¡Presentaré cargos! —Su voz todavía seguía estremecida por la profundidad de su cólera.— ¡Estarás tanto tiempo en la cárcel que las autoridades se olvidarán de que estás allí!


Pedro frunció los labios.


—Esa será tu prerrogativa... cuando yo decida dejar que te vayas.


Paula se mordió el labio para contener las palabras airadas que trataban de saltar de su lengua. Era inútil. El parecía convencido de que tenía una respuesta para todo. Pero ella no estaba derrotada. ¡No, aún no!


Pedro aflojó un poco los brazos.


—Todo será mucho más sencillo si te relajas un poco. Como te dije antes, yo sólo quiero que tengamos una oportunidad de conocernos mejor. Y creo que si lo admites, tendrás que llegar a ponerte de acuerdo conmigo en que no sería una cosa tan terrible.


Paula cerró la boca con fuerza y lo fulminó con una mirada.


Pedro miró la cara terca, empecinada de ella, el pequeño mentón lleno de determinación, esos labios normalmente suaves y serenos que ahora estaban tensos, formando una fina línea, y la soltó completamente.



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