sábado, 1 de septiembre de 2018

PERSUASIÓN : CAPITULO 13




Paula se retiró furiosa, azuzando su propia ira y sin permitirse mirar hacia el área oscura de su mente que la atormentaba con el hecho de que ella estaba buscando cualquier excusa para marcharse. Porque si lo hacía quizá no le gustaría lo que encontraría. Y eso la inquietaba casi tanto como la posibilidad de lo que podría descubrir. ¡Si por lo menos Alan Alfonso fuera otro hombre!


Paula arrojó las pocas cosas que había usado la noche anterior dentro de una de sus maletas, sin importarle que pudieran arrugarse. Después tomó su bolso y empezó a buscar sus llaves.


Un minuto después vaciaba sobre la alfombra el contenido de su bolso. Libreta de anotaciones, lápiz labial, peine, varios pañuelos de papel —uno de ellos con un trozo de goma de mascar que se había olvidado de arrojar a la basura—, todo menos sus llaves. ¡No estaban allí!


Un poco desesperadamente, Paula buscó otra vez en el contenido, y después de no haber tenido mejor suerte, exploró el forro de su bolso en la esperanza de que hubieran quedado ocultas en alguna parte. Pero fue inútil.


Lentamente, se dejó caer sentada en el borde de la cama, repasando mentalmente la última vez que las había visto. ¡Las había dejado en el automóvil! La tarde anterior había estado tan sorprendida, por no decir disgustada, al encontrar la casa donde tendría que trabajar y descubrir que no era más que una cabaña, que las dejó colgando de la llave de encendido.


Paula volvió a meter apresuradamente sus cosas dentro de su bolso, al que colgó de su hombro con la correa, reunió sus maletas y fue hasta la puerta. Las rodillas le dolían, pero tendría que resignarse. Más tarde, cuando estuviera de regreso en su apartamento, se las curaría debidamente. Pero ahora no.


Después de atravesar la casa y salir al porche, Paula continuó caminando lo más rápidamente que pudo por el sendero, en dirección a su automóvil. Una vez allí, puso su equipaje sobre el asiento trasero y se sentó detrás del volante con el corazón latiéndole aceleradamente y sus ojos buscaron alguna señal de Pedro. Hasta ahora él no había tratado de seguirla, cosa que de algún modo la confundía, especialmente cuando se había mostrado tan contrario a que ella se marchara. Pero supuso que, en eso, podía considerarse afortunada porque, por lo menos, no tendría que llegar a una pelea para poder marcharse.


Con eficiencia surgida de la práctica, Paula llevó la mano hacia el encendido y empezó el movimiento que pondría el automóvil en marcha. 


Sin embargo, sus dedos sólo encontraron el aire.


Por un momento Paula quedó donde estaba, atónita, incapaz de creer lo que ocurría. 


Entonces, lentamente se le hizo clara la realidad de la situación, y empezó a buscar frenéticamente a su alrededor, mirando en todas partes debajo de las alfombrillas del piso, en el compartimiento para guantes, entre la caja de cambios y los dos asientos delanteros que hubieran sido un lugar perfecto para que se refugiaran las llaves. Pero fue inútil. No estaban. 


Habían desaparecido.


Pasaron varios segundos mientras Paula luchaba contra una sensación de impotencia absoluta. ¿Dónde podían estar las llaves? Había llegado hasta aquí conduciendo el automóvil, prueba de que las tenía hasta ayer por la tarde. 


Se obligó a pensar. Al ver la cabaña había cerrado el encendido y había bajado del automóvil. Con crecientes sospechas, los ojos de Paula siguieron el trayecto que había cubierto en dirección a la cabaña.


¡Pedro! ¡Fue Pedro! ¡Él era el único responsable! Ahora sabía por qué no trató de detenerla, porqué se había reído. El tenía las llaves... las había tomado anoche cuando llevó el equipaje de ella a la habitación. Por eso lo había notado tan seguro, tan... tan... ¡Todo era una estratagema de él!


Una cólera negra y profunda empezó a crecer dentro del pecho de Paula a medida que la frustración y la furia alimentaban la hoguera, y ella empezó a temblar. Era un temblor fino que nada tenía que ver con el miedo. ¡Cómo osaba él hacerle esto! ¡Cómo se atrevía a pensar que podía hacerle esa jugarreta! Aparentemente, abrigaba la opinión de que podía obligarla a quedarse. ¡Bueno, no lo lograría! Ella no lo permitiría. Un recuerdo de la risa ronroneante de él inflamó aún más su temperamento.


Con su pelo negro flotando alrededor de su cara por sus movimientos apresurados, violentos, Paula se apeó del automóvil y cerró violentamente la puerta. El acto le hizo bien... ¡ojalá hubiera podido golpearle así la cabeza!


Cuando entró hecha una furia en la cocina vio a Pedro de pie junto al extremo de la mesada, agachado para acariciar al enorme perro cuyo hocico estaba firmemente metido en un gran tazón de plástico lleno de comida. Los ojos relampagueantes de Paula captaron la presencia del perro, pero estaba tan furiosa que no le dio importancia. Caminó resueltamente hasta quedar a diez centímetros de los dos y preguntó, airadamente:
—¡Muy bien! ¿Dónde están?


Pedro alzó la vista y la miró, con su hermoso rostro totalmente sin expresión.


—¿Dónde está qué?


Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no pegarle.


—¡Mis llaves, maldición!




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