sábado, 28 de julio de 2018

¿PRÍNCIPE AZUL? : CAPITULO 5




—Conduciré yo —anunció Pedro, y extendió la mano para que le entregara las llaves del coche. 


Paula pensó protestar, pero una sola mirada a la impaciente expresión de Pedro la disuadió de hacerlo. En silencio, le puso las llaves en la palma de la mano. No iban a empezar a discutir tan pronto... Paula siempre conducía cuando buscaba con Georgina localizaciones para el rodaje. Pero no estaba con su amiga Georgina; estaba con un gruñón de ojos oscuros.


Dejó su maletín, su ordenador y una pequeña nevera portátil en el asiento de atrás, antes de sentarse al lado de Pedro, que miró su reloj y empezó a tamborilear con los dedos sobre el volante.


Llevaban bastantes minutos de retraso respecto de lo programado, pero Paula pensaba que no tenía mucho sentido mostrarse demasiado puntilloso con el horario previsto. Pedro no era de la misma opinión, y declaró con tono impaciente:
—Cada minuto que nos retrasemos nos supondrá diez más cuando accedamos a la autopista en la hora punta.


Paula se sintió obligada a explicarle la razón de la demora.


—Una de las baterías de la cámara se ha gastado; nadie habría podido preverlo. El equipo se dio cuenta esta mañana, durante la revisión final del material. De hecho, deberíamos alegrarnos de que no nos haya ocurrido de camino a Brownsville.


—¿Por qué no se revisó el equipo anoche?


—¿Y por qué no estaba funcionando tu equipo del estudio? —inquirió Paula, imitando su tono cortante.


—Tu equipo ha sido el único en usar esa cámara en concreto —replicó Pedro—. No puedo reparar lo que ignoro que está roto. Te lo repito; ¿por qué no se revisó el material anoche?


—Anoche fue domingo, lo cual habría acarreado costes especiales. En mi opinión, es mejor economizar presupuesto en las cuestiones técnicas.


—Si no dispones de una cámara que funcione, eso que has dicho me parece muy discutible.


Paula no comprendía el sentido de aquella crítica. Tal y como le había confesado, no concedía excesiva atención a los problemas técnicos. Y aquel era un problema técnico mínimo. Si Pedro se comportaba de esa manera por un pequeño fallo del equipo, entonces jamás podría tolerar los inesperados problemas que, seguramente, iban a encontrar. En vez de señalarle que tanto Georgina como ella habían producido con éxito su programa durante cuatro años enteros sin necesidad de sus consejos, Paula le preguntó:
—¿Has desayunado esta mañana?


Pedro permaneció en silencio durante tanto tiempo que Paula llegó a dudar que se dignara contestar.


—He tomado una taza de café.


—Eso explica por qué estás tan gruñón —se volvió hacia el asiento de atrás, para abrir la nevera portátil—. Toma —le tendió una caja de zumo con una pajita—. Bébete esto.


—No tengo sed.


—Es zumo de naranja con piña. Necesitas llenarte el estómago con algo.


—Yo no...


Paula le dejó la caja al lado, segura de que finalmente la recogería. Y así lo hizo.


—Anda, cómete esto con el zumo —rebuscó dentro de una bolsa de plástico que había sacado de la nevera—. Son tabletas energéticas —extrajo una tableta cuadrada, de color marrón—. Llevan avena, germen de trigo, de arroz, nueces y arándanos secos, porque yo odio las pasas. No eres alérgico a nada de todo esto, ¿verdad?


—No, yo...


—Pues, entonces, cómetela —le puso la tableta en la mano—. No voy a viajar en un coche cuyo conductor no se ha alimentado apropiadamente. La gente que no desayuna bien...


—Si me como esto, ¿te quedarás callada?


—Si te comes eso, ya no volveré a sermonearte por no desayunar bien.


—Trato hecho —y se metió la tableta en la boca mientras abría la caja de zumo—. Mis sobrinas comen estas cosas.


Paula se había quedado asombrada. Así que ese hombre tenía sobrinas... lo cual significaba que tenía un hermano, o una hermana... Tenía una familia. Jamás se lo habría imaginado. El despacho de Pedro no había ninguna fotografía, ningún detalle familiar; nunca hablaba de su vida privada, y ni siquiera Georgina se lo había preguntado. Pedro no le había parecido el tipo de hombre que respondiera a preguntas de índole personal.


En aquel instante, quería preguntarle acerca de sus sobrinas, pero temía abalanzarse con demasiado apresuramiento sobre la primera gota de información personal que había dejado caer. Quizá sólo había expresado un pensamiento en voz alta. Observó cómo apuraba el zumo de un solo trago.


—Voy a tirar esto —dijo Pedro cuando terminó—. No tiene sentido empezar un largo viaje acumulando basura en el coche.


Salió del vehículo. Vestido con unos vaqueros y un polo, estaba tan atractivo como con su traje formal. Sus movimientos eran fluidos y a la vez enérgicos, confiados. Lentamente, Paula se acomodó en su asiento, mirando hacia adelante.


Llevaba cerca de cuatro años trabajando en Producciones por cable Alfonso, y en todo ese tiempo no se había fijado ni una sola vez en el físico de Pedro. ¿Por qué le llamaba la atención en aquel preciso momento? ¿Qué era lo que había cambiado? ¿Unos breves instantes de conversación civilizada?


No; se trataba de su sonrisa. Lo había visto sonreír, y donde había sonrisa, había esperanza. 


Ahora que ya sabía que era capaz de sonreír, quería que lo hiciera otra vez. Aunque por supuesto, si su equipo no se daba prisa, probablemente nunca lo consiguiera.


Cerró la bolsa con sus tabletas energéticas y volvió a guardarla en la nevera portátil. Pedro ya volvía al coche. Paula evitó deliberadamente mirarlo.


—Ya están listos —anunció, cerrando la puerta y arrancando el motor antes de que ella tuviera oportunidad de abrocharse el cinturón de seguridad.


Salieron del aparcamiento seguidos de la caravana de Hartson Flowers, en la que viajaban dos camarógrafos y un técnico de sonido con el equipo de filmación. Se dirigieron al sur, hacia Brownsville.


Mientras contemplaba el paisaje de la llanura, sin decir nada, Paula pensaba en las horas de viaje que tenían por delante. Realmente echaba de menos a Georgina.



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