sábado, 28 de octubre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 11





Paula tenía un nudo en la garganta cuando le pidieron que
entrara y les enseñara el panel de la alarma. Pedro y Damian siguieron inspeccionando el edificio, y ella aprovechó la ocasión para echar un vistazo a las salas que ya habían registrado; todas ellas albergaban una fortuna en libros antiguos, primeras ediciones, y mapas y documentos históricos. Si el intruso había conocido a su padre, sabría dónde encontrar los objetos más valiosos.


Todo parecía estar como lo había dejado al salir, pero eso no la tranquilizó; a fin de cuentas, sólo habría notado la ausencia de alguna pieza en particular si se hubiera encontrado entre las que estaban a simple vista.


Al cabo de unos minutos, los dos policías se unieron a ella y la acompañaron mientras inspeccionaba el resto de las habitaciones.


—¿Y bien? —preguntó Pedro al final—. ¿Falta algo?


—No lo sé. No estaré segura hasta que lo revise a fondo —les confesó —. Pero, ¿qué ha pasado con la alarma? ¿Estaba estropeada?


—No, sólo desconectada —respondió Damian con expresión sombría.


—Entonces, es obvio que alguien tiene una llave…


Damian asintió.


—Si lo que nos has dicho es cierto, me temo que sí.


Ella se estremeció al pensar que un intruso había entrado en la librería, en la casa, y quizás en su dormitorio.


—Será mejor que cambie las cerraduras.


—Llama a un cerrajero ahora mismo y que las cambie esta noche —le aconsejó Pedro—. Yo te ayudaré… Pero quien haya entrado, no lo ha hecho para llevarse cualquier cosa de valor. Buscaba algo en concreto. Y sospecho que lo encontró.


—Pero no parece que se haya llevado nada —dijo Paula, frunciendo el ceño—. Todo está como lo dejé.


—Parece estar como lo dejaste —le corrigió Damian—. No es lo mismo.


—No, supongo que no…


—Pedro me ha dicho que vives y trabajas aquí, así que doy por sentado que conoces muy bien el lugar. Tómate tu tiempo e inspecciónalo de nuevo, con más calma. Pero esta vez, fíjate en los detalles pequeños… En un libro que sobresalga un poco, en un cajón que no esté perfectamente cerrado, en cualquier cosa que te parezca extraña. Quien haya entrado, habrá tocado algo, lo que sea. Necesitamos saber qué estaba buscando.


Paula le hizo caso y volvió a inspeccionar la zona de la librería, pero todo estaba igual que siempre, con el polvo de siempre. Frustrada, subió al primer piso con los dos hombres. Tenía la sensación de que algo andaba mal; lo sentía en los huesos.


Miró el dormitorio, la habitación de invitados, y por último el
despacho de su padre.


Al principio no vio nada que le llamara la atención. Ya estaba a punto de rendirse, cuando reparó en el montón de recibos que estaban sobre la mesa.


—¿Qué ocurre? —preguntó Pedro al notar que su expresión había cambiado—. ¿Qué has visto, Paula?


—Los recibos de la mesa —respondió—. Los estuve comprobando anoche, pero los guardé en el archivador cuando terminé con ellos.


—¿Los estuviste comprobando? ¿Para qué? —se interesó Damian.


—Estaba buscando una prueba para demostrar que su padre compró un cartel que robaron de los Archivos Nacionales —respondió Pedro—. Y supongo que no la encontraste, ¿verdad?


Ella sacudió la cabeza.


—No, no encontré nada relacionado con un cartel ni con el teatro Ford ni con Abraham Lincoln —admitió a su pesar—. No está aquí. A menos que el recibo se extendiera con algún tipo de código secreto, por supuesto.


—Puede que el intruso buscara el recibo de algo bastante más valioso que un viejo cartel —observó Damian.


—Y no tenemos ni una sola pista sobre lo que puede ser —dijo Pedro, disgustado—. ¡Maldita sea…! Pero todavía cabe una posibilidad: Que dejara sus huellas dactilares.


—Bueno, sólo hay una forma de salir de dudas —declaró Damian mientras sacaba su teléfono—. Llamaré a nuestro equipo de especialistas.


Por lo que Pedro sabía hasta entonces, Paula Chaves era una mujer fuerte que no tenía miedo de nada ni de nadie; sobretodo si ese nadie era un agente federal que quería investigar su negocio.


Pero hora y media más tarde, cuando el equipo de especialistas se había marchado y el cerrajero había cambiado las cerraduras, le pareció hundida. Estaba pálida, con los brazos cruzados y una mirada de temor.


Sin embargo, comprendió perfectamente su inquietud. Tenía motivos para estar asustada.


Aún no conocían la identidad de la persona que había entrado en la librería, pero Paula pensó que era uno de los peores tipos de delincuentes. Había muchas posibilidades de que fuera un conocido de la familia, alguien que contaba con su confianza y su afecto, alguien que seguramente habría asistido al entierro de su padre o le habría ofrecido ayuda con su negocio cuando estaba en horas bajas.


Pedro se preguntó si sería realmente consciente del peligro que corría. Esa persona había tenido la llave y el código del sistema de alarma.


Podía haber accedido al edificio cuando quisiera. Podía haber entrado mientras ella estaba durmiendo y podía haberla observado sin que se diera cuenta.


De repente, sintió una ira que lo sorprendió.


Ni siquiera sabía por qué se había puesto en el peor de los casos. No tenía motivos reales para sospechar que el intruso fuera un pervertido que pretendiera abusar de Paula. 


Probablemente era un ladrón normal que sólo buscaba ocultar su rastro y que no se habría atrevido a entrar en la casa cuando ella estaba dentro. Además, no tenía sentido que se arriesgara hasta ese punto; si la conocía bien, sabría que casi todos los sábados se marchaba a una feria de coleccionistas.


Su instinto policial le decía que el ladrón no quería hacerle daño.


Hasta era posible que le tuviera afecto.


Todo parecía indicar que estaba a salvo.


Y sin embargo, él seguía allí. No se había marchado con Damian y el equipo de especialistas. Ya tenía todos los números de teléfonos de los amigos de Paula y ya se había asegurado de que cambiara las cerraduras.


No había ningún motivo para que permaneciera en la casa. 


Pero en lugar de despedirse y darle las buenas noches, se sorprendió diciendo:
—¿Te vas a quedar sola esta noche?


Paula estaba tan perdida en sus pensamientos que Pedro tuvo que repetir la pregunta para que reaccionara.


—No te preocupes. Estoy bien —dijo ella.


—Eso no es lo que te he preguntado. ¿No tienes miedo de quedarte sola?


—Bueno, he cambiado las cerraduras…


—Responde a mi pregunta.


Paula lo miró con intensidad.


—¿Qué quieres que te diga? ¿Que estoy asustada? ¿Qué esta noche no podré dormir? ¿Que me aterra y me indigna la idea de que un amigo de mi padre sea un ladrón capaz de entrar en mi casa en cualquier momento?


—Paula…


—¿Quién crees que es? ¿El tío Esteban? ¿Papa Joe? ¿O quizás el propio Stan…? Stan fue compañero de habitación de mi padre en la universidad y su testigo cuando se casó con mi madre. Es de la familia. Si mi padre le dio la llave de la casa a alguna persona, Stan es el candidato más probable.


Paula se detuvo un momento y continuó con la misma
vehemencia.


—¿Qué piensas que ha hecho? ¿Llevarse la mitad de nuestra colección privada de mapas? Sí, no sería mala idea; haría tan buen negocio que no tendría que volver a trabajar en toda su vida. Tal vez debería llamarlo por teléfono y preguntárselo sin más…


Pedro sabía reconocer a una persona destrozada y sintió una angustia profunda por ella. La había presionado demasiado. Estaba al borde de un ataque de nervios.


—No, no es necesario que hagas eso —afirmó—. Lo interrogaré mañana por la mañana.


—No necesito tu permiso para llamar a mi padrino —replicó—. ¡Puedo hablar con él cuando me dé la gana! ¿Me oyes? Lo conozco desde siempre y sé que jamás me haría daño.


—Yo no he insinuado que sea él, cariño. Tranquilízate, por favor; no la tomes conmigo. Sólo intento ayudarte.


Ella entrecerró los ojos.


—No me llames cariño.


A Pedro le gustaba pensar que era un hombre inteligente. Y ningún hombre inteligente le habría llevado la contraria a una mujer que lo miraba de ese modo.


En ese momento, parecía capaz de arrancarle la cabellera.


—Sí, señora. Lo que usted diga, señora —bromeó.


—¡Y no me llames señora! ¡Haces que parezca tu abuela!


—¡Oh, no, señora! Usted no se parece nada a mi abuela, señora — ironizó.


Pedro sólo intentaba animarla y calmarla un poco, pero Paula estaba tan alterada que lo agarró de un brazo y tiró de él hacia la salida.


—¡Márchate! —gritó—. ¡Fuera de aquí!


Él no se dejó intimidar. Le apartó la mano suavemente y dijo:
—No pasa nada, Paula. Estás a salvo. Sé que esto te asusta, pero…


—¡No estoy asustada!


—No, claro que no; pero no es necesario que te quedes sola esta noche. Es evidente que te encuentras mal y que…


—¡Estoy perfectamente!


Paula se quebró en ese instante. Había estado haciendo
esfuerzos por contener las lágrimas, pero al final perdió la batalla.


Se llevó las manos a la cabeza y rompió a llorar.


Pedro gimió. Era capaz de afrontar cualquier problema que se le presentara, pero las lágrimas de una mujer le partían el corazón.


Supuso que se debía a su madre. Cuando su marido falleció y se quedó sola con sus tres hijos, intentó darles seguridad y ser tan fuerte como fuera posible; pero a veces, la desesperación podía con ella y empezaba a llorar. Pedro no había olvidado lo impotente que le hacían sentir las lágrimas de su madre.


Miró a Paula, y el instinto le dijo que no reaccionaría bien si
intentaba consolarla. Era demasiado orgullosa y segura de sí misma. Pero sus sollozos lo angustiaron tanto que la tomó entre sus brazos.


—Todo saldrá bien… —murmuró—. No llores.


Si le hubiera pedido al viento que no soplara, el fracaso no habría sido mayor. Paula apretó la cara contra su pecho y dijo:
—No puedo evitarlo…


—Lo sé. Has sufrido una experiencia muy dura. Cualquiera se quebraría en tu lugar.


—Lo siento. No debería hacer esto.


—¿Esto? ¿A qué te refieres?


—A llorar entre los brazos de un hombre que me quiere arrestar — respondió—. Va contra las normas de la etiqueta.


Pedro sonrió. Nunca había estado con una mujer capaz de bromear en mitad de la desesperación. Y le encantaba.


—Yo no te quiero arrestar. Sólo intento hacer mi trabajo.


—Pero crees que vendí esos documentos a sabiendas de que eran robados.


—No, eso es lo que pensé cuando te negaste a enseñarme los registros —puntualizó él—, pero ahora, tengo la impresión de que la persona que ha entrado en tu casa buscaba los recibos que podrían demostrar la inocencia de tu padre… A no ser, por supuesto, que hayas pagado a alguien para que finja un robo.


—¿Cómo? ¡Yo jamás haría eso!


—Estoy bromeando, Paula. Sospecho que tu padre y tú sois
víctimas inocentes de ese canalla. Pero deja de llorar, te lo ruego… No sé quién ha entrado en tu librería, pero te ha hecho un favor.


Paula se secó las lágrimas y se volvió a disculpar.


—Siento haber llorado. Supongo que esto me ha afectado más de lo que había supuesto. Ha sido la gota que colma el vaso.


Pedro sacó un pañuelo del bolsillo.


—Y yo siento haberte presionado. Sólo quería ayudarte.


Ella soltó una carcajada.


—Sí, claro, ayudarme… —ironizó—. Me has estado acosando.


Pedro la miró a los ojos y le secó las lágrimas con el pañuelo. Se las secó con tanta delicadeza y con tanta intensidad al mismo tiempo, que ella dejó de respirar. Fue como si la librería se hubiera quedado sin oxígeno de repente.


—No, Pedro…


Paula pretendía sonar firme, pero la voz se le quebró.


Espantada con lo que sentía, intentó apartarse de él, poner tierra de por medio y pedirle que se marchara después de darle las gracias por su ayuda.


Pero no se movió. Se quedó inmóvil.


—Ya estoy bien —acertó a decir—. Puedes soltarme.


Pedro tampoco se movió. Y en lugar de apartar su mano para poner fin a la tortura de sus caricias, ella se apretó contra él con más fuerza.


Él se quedó tan sorprendido que pensó que aquello era una locura.


Paula Chaves había pasado de ser una sospechosa a convertirse en el objeto de su deseo. Necesitaba sentir su piel. Necesitaba tomar su boca.


Supo que debía despedirse de ella y marcharse de inmediato. Sin embargo, le pasó un brazo alrededor del cuerpo y la besó.


El contacto le pareció dulce, cálido y profundamente sensual. 


La habría besado durante horas, pero justo entonces se acordó de un hecho que había marcado su vida.


Carla, su ex, era una mujer tan dulce y tan deseable como Paula.


Pero también era la mayor mentirosa que había conocido. 


Cuando se quedó embarazada, ella le pidió que se casaran y él aceptó porque le pareció lo más correcto; tres años más tarde, Carla le pidió el divorcio y le dijo que su hijo, el hijo al que adoraba, ni siquiera era suyo.


Pedro quedó destrozado. Se había dejado manipular. Y se dijo que jamás volvería a cometer ese error.


Soltó a Paula y dio un pasó atrás.


—¿Seguro que estarás bien?


Paula se apartó, terriblemente confusa. No sabía si quería volver a llorar o volver a estar entre sus brazos. Con un solo beso, Pedro le había cambiado la vida.


—Sí, sí, estaré bien —aseguró—. Tengo cerraduras nuevas y otro código para la alarma. No hay nada que temer.


Él frunció el ceño y la miró con detenimiento.


—No, claro que no. Te aseguro que ese intruso no es el típico ladrón de poca monta que entra en una casa para sacar algo con lo que pagarse los vicios. Su perfil encaja con el de los amigos de tu padre; es una persona inteligente y educada, un amante de la Historia.


—No la amará mucho si se dedica a robarla —comentó.


—Cierto, aunque sospecho que no estaría de acuerdo con nosotros. Si efectivamente es una persona de ese tipo, es probable que esté pasando una mala época y que necesite dinero… Le parecerá que lo que hace es justo.


—¡Eso es ridículo!


—Estoy de acuerdo, pero los delincuentes siempre tienen
justificaciones para sus actos. Les parecen tan lógicos que cuando los atrapas, suelen confesar a la primera —declaró—. Pero no tengas miedo, Paula. Sé que no te hará daño.


Pau supo que era sincero y se sintió muy aliviada.


—Espero que tengas razón…


—La tengo —dijo él, con una sonrisa.


Pedro sacó una tarjeta y se la dio.


—Te dejo mi número de teléfono. Si tienes algún problema, llámame; no me importa que oigas un ruido causado por el viento y que me llames pensando que es el ladrón… Llámame de todas formas —insistió—, a cualquier hora del día o de la noche. Vendré y me aseguraré que estás a salvo. ¿De acuerdo?


Paula pensó que cualquier hombre le habría dicho eso por simple educación, pero supo que él lo decía en serio y le llegó al alma.


Hasta esa noche no se había dado cuenta de lo sola y vulnerable que se sentía desde que su padre falleció y ella regresó a Washington D.C.


—Gracias —dijo con voz rasgada—. Seguro que estaré bien. Pero si el viento golpea las contraventanas y me asusta…


—Estaré aquí en cuestión de minutos —la interrumpió—. Y vendré con mis hermanos, por si también los necesitas.


Ella rió.


—¿No te parece excesivo? Un policía de Washington, un agente del FBI y otro de Archivos Nacionales… Y todo, por un crujido en mitad de la noche. Seguro que tenéis cosas mejores que hacer.


—¿Cosas mejores que salvar a una damisela en apuros? Lo dudo mucho.


El reloj de la chimenea dio las nueve en ese momento.


—Bueno, ya te he robado bastante tiempo —continuó ella—. Gracias por tu ayuda, aunque siento lo de los recibos…


—No es culpa tuya. ¿Cómo ibas a saber que alguien tenía intención de entrar en tu casa y llevárselos? Ni yo mismo lo sospeché.


—Evidentemente, se habrá dado cuenta de que estabas tras la pista de esos robos. Pero no entiendo cómo.


Él se encogió de hombros.


—Quién sabe… Es posible que estuviera esta mañana en la feria, que nos viera juntos y que empezara a atar cabos. O tal vez vio los documentos que vendías por Internet y pensara que más tarde o más temprano, llamarían la atención de la policía —especuló—. Espero que el equipo de especialistas encuentre sus huellas dactilares, de momento es nuestra única esperanza.


—¿Me mantendrás informada?


—Por supuesto que sí. Pero no te preocupes demasiado —contestó.


Pedro le dio las buenas noches y se marchó.


Paula se quedó unos minutos junto a la puerta, escuchando los latidos de su propio corazón y recordando el beso que se habían dado.


Sólo había sido un beso. Nada más.


Pero aquél no había sido cualquier beso.


Fue como la luz de la Torre Eiffel en Nochevieja; como ver Roma por primera vez; como mil estrellas en una noche despejada.


—Está visto que lees demasiadas novelas románticas —se dijo en voz alta—. Vuelve a la realidad, Paula…


Se dirigió a la escalera y subió al dormitorio. Pero un buen rato después, cuando ya estaba en la cama con los ojos cerrados, seguía pensando en Pedro y en el contacto de sus labios.


Obviamente, tenía un buen problema.




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