sábado, 5 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 8




Al llegar al apartamento, Paula se preparó un sándwich, mientras Joaquin se vestía para irse a la cama. Estaba en el cuarto de estar con el sándwich y un vaso de leche, cuando llegó el niño corriendo como siempre. Llevaba el pelo revuelto y el pijama torcido y mal abrochado.


—¿Me puedo quedar un poco más esta noche?


Cuando Joaquin no tenía colegio al día siguiente, ella le dejaba que se acostara un poco más tarde.


—¿Qué es lo que te gustaría hacer?


—Un puzle —dijo el niño sin dudar.


—Está bien. Elige uno de tus favoritos y pon las piezas en la mesa.


Paula dio un par de bocados al sándwich y bebió un poco de leche. Dejó luego el plato y el vaso a un lado, con la intención de terminar de cenar cuando acabase de jugar con Joaquin.


Pero entonces llamaron a la puerta. Ella se sorprendió porque llevaba poco tiempo en aquel apartamento y no solía recibir visitas. Apenas había cruzado algún que otro saludo de cortesía con un par de vecinos con los que se había encontrado en la escalera. Tal vez fuera alguno de ellos que iba a pedirle algo. Se acercó a la puerta y miró por la mirilla.


¡Era Pedro Alfonso! Un aluvión de pensamientos cruzaron por su cabeza. ¿Qué hacía allí? ¿Querría volver a verla? ¿O habría venido a despedirse de ella? Se miró el uniforme que llevaba. Hubiera dado cualquier cosa por poder cambiarse o ponerse simplemente algo por encima.


Pero no tenía tiempo para eso. A menos que corriera el riesgo de que él creyera que no había nadie y se marchara.


Cuando abrió la puerta, sus miradas se cruzaron en silencio durante varios segundos. Ella vio cómo la miraba y cómo apretaba luego la mandíbula en un gesto que no estaba muy segura de comprender. Tal vez desaprobaba aquella indumentaria, igual que Olga. O, tal vez…


Ella se echó a un lado y abrió la puerta del todo para que él pasara.


—Esto sí que es una sorpresa —dijo ella, tratando de disimular su nerviosismo.


Pedro cerró la puerta detrás de sí, se quitó su Stetson y lo sostuvo entre las manos.


—No sabía si me dejarías entrar ahora que ya sabes quién soy.


Llevaba una camiseta negra, unos pantalones vaqueros y unas botas negras no tan gastadas como las marrones que usaba para andar por la montaña. Todo en él emanaba una virilidad tan poderosa y acusada como la que había percibido el día que le conoció. Ella sintió que sus manos parecían cobrar vida propia y se morían de ganas por tocarle los bíceps y acariciarle la incipiente barba de la cara. No era de extrañar que las chicas se abalanzaran sobre él.


—En realidad, aún no te conozco —dijo ella—. No sé quién eres.


—Me gustaría ser un tipo corriente, al menos durante unas horas.


—Pero tú no eres un tipo corriente como los demás.


—¡Pedro! —exclamó Joaquin, entrando corriendo en la cocina—. ¿Puedes ayudarme a hacer el puzle?


Pedro apartó la vista de los ojos de ella y miró al niño de pelo revuelto que tenía delante.


—La vida es un gran puzle, amigo. Pero creo que puedo ayudarte a comprenderla si tu madre me deja.


Pedro miró a Paula con una expresión que parecía querer decir: «Tú decides».


Paula se debatió entre lo que le dictaba su sentido común y la atracción irresistible que sentía hacia él. Ella nunca había dejado que sus hormonas dijeran la última palabra en ese tipo de asuntos. Pero, pensándolo bien, ¿qué daño podía hacerle averiguar alguna otra cosa más sobre él? 


Sobre el hombre de la guitarra.


Una voz interior pareció susurrarle que podría romperle el corazón.


Pero ella decidió permanecer sorda a aquella voz.


—Iré a preparar un poco de café. ¿Por qué no os ponéis con el puzle mientras tanto?







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