lunes, 17 de julio de 2017

¿CUAL ES MI HIJA?: CAPITULO 21




El sábado por la tarde, Paula y Eleanora estaban en la cocina pintando huevos de Pascua con las niñas. Al día siguiente era domingo de Ramos. Después de ir a la iglesia tenían pensado acercarse a un centro comercial que organizaba una búsqueda de huevos de chocolate.


Paula estaba ayudando a Mariana a pintar una raya azul
alrededor de su huevo cuando Pedro entró por la puerta de atrás.


Llevaba puestos unos pantalones caqui y un polo rojo, y estaba tan sexy que Paula se quedó momentáneamente sin respiración.


—¿Puedes acabar tu sola con las niñas este trabajo? —le
preguntó a Eleanora con una sonrisa—. Quiero enseñarle a Paula una cosa. Estaremos fuera una hora más o menos.


Paula no tenía ni idea de qué estaba hablando, pero aunque
sentía gran curiosidad, protestó:
—No puedo dejar todo este desastre para que lo limpie tu madre.


—Tonterías —respondió Eleanora—. Si Pedro quiere enseñarte algo será importante. Adelante.


Paula miró la ropa que se había puesto por si acaso se manchaba con la pintura. Una camiseta rosa y unos vaqueros cómodos.


—Vas perfectamente —aseguró Pedro leyéndole el pensamiento— Llévate una chaqueta.


Paula sintió la súbita necesidad de pasarse un cepillo por el pelo, pintarse un poco los labios y asegurarse de que estaba presentable.


Pero enseguida se tranquilizó. Aquello no se trataba de una cita.


Y sin embargo no podía evitar sentirse como si fuera a acudir a una cuando Pedro la llevó por la puerta de atrás para dar la vuelta a la casa hasta situarse en el frente.


—¿Qué es eso tan importante que me impide terminar de pintar los huevos de Pascua? —preguntó.


—Acabo de recoger esto y quiero que lo pruebes antes de
guardarlo.


Paula no tenía ni idea a qué se refería, pero al girarse lo vio. En la puerta había un coche de caballos negro tirado por un percherón marrón.


—¿Qué es esto? —exclamó con asombro.


—Bueno, ya que vamos a celebrar bodas aquí, pensé que sería una buena idea. Y no sólo eso: A las niñas les gustará también dar paseos en él. ¿Quieres probarlo?


—Sí —respondió ella con una gran sonrisa, encantada con la idea.


Pedro la ayudó a subir al carruaje, sujetándola de la mano
mientras lo hacía. Ella le agradeció el apoyo. Al mirarlo, Paula sintió que todo su interior cobraba vida.


—¿A dónde vamos? —preguntó tragando saliva.


Pedro subió al carruaje y se sentó muy cerca de ella en el asiento de madera. Estaban hombro con hombro, brazo con brazo.


—Tomaré la carretera de atrás. Hay un sitio que quiero enseñarte.


Las flores estaban empezando a abrirse: Los Jacintos, dalias y amapolas estaban en pleno apogeo. Hacía un día perfecto, alegre y vibrante con toda la belleza que sólo la primavera puede traer. Durante un buen rato no hablaron. Pedro agitaba de vez en cuando las riendas del caballo y la miraba con frecuencia.


Cuando lo pillaba mirándola, Paula sonreía y aspiraba el aire
cálido con olor a hierba, el aroma de Pedro y la promesa de una vida diferente.


No supo cuanto tiempo estuvieron trotando hasta que Pedro
señaló un puente cubierto. No había duda de que era antiguo, pero estaba restaurado y pintado recientemente de rojo y blanco.


—¿Es seguro? —preguntó Paula mientras avanzaban por encima de él.


—Seguramente más que otros puentes por los que pasamos. Los ingenieros locales lo revisan una vez al año.


Se detuvieron nada más cruzar y ella se giró para mirarlo.


—¿Seguimos todavía en tierras de los Alfonso?


—No. Las dejamos atrás hace varios kilómetros.


El arroyo corría con fluidez entre las rocas. Iba bastante rápido debido a la lluvia que había caído en los últimos días. Pero aquel día no había ni una sola nube que enturbiara el cielo.


—Creo que ha llegado el momento de decirte algo —dijo entonces Pedro.


—¿El qué? —preguntó Paula, sintiendo cómo el corazón se le aceleraba súbitamente.


—Eleanora no es mi madre biológica.


Nada habría podido sorprenderla más que aquella noticia.


—¿Eres adoptado?



—No —respondió Pedro agarrando las riendas con la palma de la mano sin dejar de mirar el paisaje que tenía alrededor—. Cuando tenía dieciocho años descubrí que la vida que había llevado hasta entonces era mentira.


Aunque tenía muchas preguntas, Paula decidió abstenerse de hacer ningún comentario para que Pedro pudiera continuar hablando.


—Siempre tuve la sensación de que entre mis padres había como un distanciamiento, algo que no encajaba. Cuando iba a casa de mis amigos veía que sus padres tenían una relación diferente a la de los míos. No sabía cómo explicarlo hasta que averigüé la verdad.


—¿Cómo lo descubriste?


Pedro le explicó cómo había descubierto que en su libro de
familia figuraba el nombre de una mujer llamada Dora Edwards, una cantante que quería triunfar sin hijos que le ataran. Y le contó cómo Eleanora, que siempre había estado enamorada de su padre, había accedido a casarse con él y ayudarle a criar al niño.


—No puedo ni imaginar lo que tiene que ser averiguar una cosa así —murmuró Paula, sintiendo lástima por aquel chico de dieciocho años—. ¿Qué hiciste entonces?


—Estaba tan enfadado con los dos... Sobre todo con mi padre. Lo tenía en un pedestal, y desde allí cayó aquel día. Todo el respeto y admiración que sentía por él se transformaron en rabia. Sobre todo creo que me sentí así porque sabía que nunca había amado a Eleanora tanto como a mi madre biológica. Creo que ni siquiera hizo un verdadero esfuerzo.


—¿Hablaste de esto con él?


—Por aquel entonces estaba demasiado enfadado para hablar. Durante lo que quedaba de verano hubo muchos silencios. Luego me marché a la universidad y sólo regresaba de vez en cuando para visitas muy cortas. Cuando me gradué me fui a vivir a Washington.


—¿Estuvisteis enfadados todo ese tiempo?


—Seguíamos enfadados cuando papá murió. Ahora lo lamento. Me siento muy culpable por ello. Supongo que he llegado a la conclusión de que todo el mundo puede equivocarse. Pero una parte de mí todavía está enfadada porque me hubiera mentido durante tantos años.


—¿Y Eleanora?


—Lo cierto es que cuando me recuperé del daño, me di cuenta de que ella también tenía las manos atadas por cumplir el deseo de mi padre de no contarme nada, y dejé de estar enfadado con ella. Al principio sentía que los lazos que nos unían no habían existido realmente. Pero con el paso de los años volví a pensar en ella como mi auténtica madre. Hace unas semanas se lo dije, y creo que por primera vez en mucho tiempo estamos realmente bien.


—¿Y tu madre biológica?


—La vi una vez. No teníamos nada en común y ella no quería mantener una relación conmigo. Y eso fue todo.


—Cuánto lo siento, Pedro —dijo Paula agarrándolo suavemente del hombro—. Por eso me dijiste que los secretos arruinan vidas, ¿verdad?


—Los secretos siempre vuelven para morderte. Por eso tenemos que explicarles lo que ocurrió a Abril y a Mariana en cuanto sean lo suficientemente mayores para comprenderlo.


Paula guardó silencio durante un instante. Parecía pensativa.


—¿Quieres bajar un rato? —preguntó Pedro—. He traído una manta.


Hubo algo en el modo en que se dirigió a ella que le hizo
sospechar a Paula que todavía tenía más cosas que comentarle. Se preguntó de qué se trataría.


—Claro. Es un sitio precioso.


Cuando estuvieron sentados sobre la manta mirando hacia el arroyo, Paula no pudo evitar inclinarse hacia él y agarrarlo de nuevo suavemente del brazo.


—Siento mucho que hayas tenido que pasar por todo eso. Los primeros años de adulto ya son lo bastante duros por sí mismos.


—¿Los tuyos lo fueron?


—En aquellos momentos todavía seguía intentando ponerme en contacto con mi padre. A través de Internet conseguí su dirección, pero cuando le escribí me devolvieron las cartas que le enviaba.


—¿No fue a tu boda?


Parecía como si muchos de los muros de Pedro se hubieran
derrumbado al compartir su pasado con Paula. Ella bien podía hacer lo mismo, al menos con aquella parte.


—Le mandé la invitación a la dirección que tenía. Pero al ver que no llamaba, ni mucho menos aparecía, me rendí. Tal vez tiene una nueva familia en algún lado y no quiere que su pasado le moleste.


—Tengo la impresión de que esa es la razón por la que mi madre biológica no quería verme. Tenía su vida hecha y no quería que se la alteraran.


Pedro se inclinó sobre Paula y le acarició la barbilla con la palma de la mano.


—Nuestras vidas se han visto alteradas por el cambio de las niñas al nacer.


Mientras le masajeaba suavemente el labio inferior una y otra vez, Paula se dio cuenta de que él no esperaba una respuesta.


Muy a su pesar se había enamorado de Pedro. La atracción que había entre ellos se había convertido en mucho más. Y no tenía ni las más remota idea de cómo manejar la situación.


Mientras la brisa les traía los suaves aromas de la primavera, Pedro la besó y la tumbó delicadamente sobre la manta. Paula ni siquiera pensó en resistirse porque ella también lo deseaba. Los besos de Pedro eran tan apasionados, tan ardientes, tan exigentes, que lo único que ella pudo hacer fue entregarse libremente. Él dejó un instante de besarla, pero Paula quería más y sabía que Pedro era consciente de ello porque lo veía reflejado en sus ojos.


Entonces volvió a besarla y con un gruñido profundo le sacó la camiseta de los pantalones. Deslizó la mano por dentro y apartó una vez más los labios de los suyos, aunque no dejó de besarle la barbilla y el cuello. Paula le acariciaba los músculos de los brazos, deseosa de tocar más partes de su cuerpo y totalmente rendida a sus caricias.


Mientras le besaba la sien y le mordisqueaba el lóbulo de la oreja, provocando en ella un escalofrío que le recorrió toda la espina dorsal, Pedro le desabrochó el cierre delantero del sujetador. Entonces le cubrió un seno con la palma de la mano y le deslizó el dedo pulgar por el pezón. Paula se sintió invadida de deseo.


Cuando la mano de Pedro se detuvo, ella se preguntó qué
sucedería. Al mismo tiempo dejó de besarla.


Paula abrió los ojos y lo miró fijamente, sintiendo muy dentro la pérdida de su contacto.


Los ojos marrones de Pedro brillaban de deseo por ella. 


Pero le dijo:
—No quiero llevar esto más lejos hasta hacerte una pregunta muy importante.


Paula esperó unos segundos.



—¿Quieres casarte conmigo?


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