Pedro ya no estaba cuando Paula se despertó, un par de horas más tarde. El sol lucía en el cielo y la brisa entraba por la ventana abierta.
Y las dos semanas próximas no serían sus últimas dos semanas. Vivirían una gran aventura, pero no sería una despedida. Sería una nueva oportunidad.
Sabía que era factible. Todo era posible si se trataba de ellos.
‐El señor quiere que se quede en la cama y descanse ‐dijo María cuando se paró en la puerta‐. El desayuno estará listo enseguida.
Paula se apoyó en la almohada, obediente. Quería quedarse en la cama un poco más, reviviendo la increíble noche que habían compartido.
No había sido asombroso. Había resultado natural, cautivador y sensual. ¡Y no sería el fin de sus relaciones sexuales! Era el comienzo. El principio de todo: Incluso si Pedro todavía no lo sabía.
****
Pedro hubiera preferido quedarse en casa con Paula, pero tenía que atender unos asuntos en el despacho si iban a escaparse juntos una semana en su última gran aventura.
De regreso a sus viñedos, Pedro condujo con las ventanillas bajadas y dejó que el sol de atardecer inundara su coche.
Quería recuperar a Paula. Deseaba otra oportunidad para su matrimonio. Sabía que lo tenía todo en contra, pero había reunido su fortuna en una noche afortunada.
Había ganado un millón de dólares en una noche con los dados.
Había doblado una apuesta tras otra. Y así había reunido medio millón, que se había jugado en una acción digna del último temerario del hemisferio sur.
Sabía que podía perderlo todo y estaba hecho a la idea.
Podía quedarse sin nada y no lo afectaría. No le importaría volverse a su tierra, donde la gente era pobre y feliz.
La pobreza tenía sus ventajas. Daba libertad y le gustaba esa clase de vida, al aire libre, sin ataduras de ninguna clase.
¿Qué suponía el dinero? ¿Casas y coches? Sólo había deseado un gran amor.
Pedro aparcó en la bodega. Tenía que entregarle unos documentos a su ayudante antes de volver a casa. Pero se quedó sentado en el coche, pensativo, tamborileando en el volante con los dedos.
Paula había sido ese gran amor. Pero ¿qué pasaría ahora?
Suspiró y salió del coche. Poseía una de las bodegas más antiguas del valle. El edificio de piedra y las bodegas eran originarios de 1880. Se habían construido en tiempos de la inmigración que había llegado a Mendoza desde Francia e Italia. Esa tierra había recibido la bendición de la uva Malbec que, más tarde, había dado origen al reputado vino tinto argentino.
La puerta se abrió de pronto y Pedro estuvo a punto de chocarse con Dario. Pero no aparentó sorpresa al verlo allí.
‐¿Tienes negocios en la ciudad? ‐preguntó y acompañó a Dario hasta una de las bodegas más apartadas.
‐Sí ‐asintió y se sentó encima de una barrica de roble.
‐¿Paula? ‐sugirió mientras servía dos copas de vino, y Dario sonrió con ironía.
‐Es bueno ‐dijo Dario después de saborearlo‐. Muy bueno.
‐Sí, a mí también me gusta ‐dijo, consciente de que se había acostumbrado a su vida en la ciudad pese a sus reticencias iniciales.
‐¿Es de tu cosecha? ‐preguntó Dario.
‐Es nuestro último producto.
Se instaló el silencio entre ellos. Bebieron de sus respectivas copas con calma. Pedro repitió en su cabeza que era una buena vida y Mendoza se había convertido en su nuevo hogar. Y sabía que ya no podría recuperar su antigua vida, por mucho que Paula insistiera. En esas circunstancias, ¿qué sentido tenía ese último viaje? ¿Había alguna esperanza para ellos?
Quizá sólo fuera una fantasía. Pero eso no era malo. Paula había sido su sueño desde la primera vez que la había visto. Había sido un reto y él seguía siendo un jugador. Nunca había tenido miedo de la derrota. ¿Qué sentido tendría el éxito si no conllevara un cierto riesgo? Si se marchaba con ella una semana, ¿qué sería lo peor que podría pasarles? Ya le había entregado el corazón. ¿Perdería también su alma?
‐¿Cómo se encuentra? ‐preguntó Dario‐. ¿Ha recuperado algo de memoria?
‐No tanta cómo te gustaría ‐replicó Pedro.
‐¿Qué significa eso?
‐Sabe que ha olvidado los últimos cinco años ‐apuntó‐. Y recuerda que es mi esposa.
‐¿Y el divorcio? ‐frunció el ceño.
‐También se lo he contado, pero no me cree.
‐¿No se lo cree? ‐Dario lanzó un suspiro de asombro‐. ¡Fue idea suya!
‐Quizá sea más acertado decir que no lo acepta. Todavía tiene muchas lagunas y sigue pensando que formamos una pareja ‐dijo ante el asombro de Dario‐. No recuerda los malos momentos, Dario. Sólo nuestro amor.
Y recordó que, un año antes, se había desenamorado. ¿Cómo era posible? Nunca le había pasado. Siempre había amado, sin más. Pero Paula sólo recordaba su enamoramiento y deseaba una nueva oportunidad.
‐No pretenderá que volváis a vivir juntos, ¿verdad? ‐preguntó Dario, inquieto.
Pedro sintió fuego en el estómago y apartó la copa de vino.
Ellos nunca habían tenido ninguna esperanza frente a la férrea oposición de su familia.
Y seguían en su contra. Pero ¿quiénes se creían que eran? ¿Cómo podían siquiera imaginarse que sus nombres, su fortuna y su posición importaba más que la felicidad de Paula?
Levantó la vista hacia las colinas.
‐Ya sabes que Paula toma sus propias decisiones.
‐Se acordará.
‐Ya lo sé ‐se volvió para mirarlo a la cara y descubrió simpatía en los ojos de Dario.
Una simpatía que, hasta cierto punto, resultaba más dañina que la ira.
‐Tengo una cosa de Paula ‐sacó las llaves del coche‐. No sabía que lo tenía. Creo que lo olvidó en el hospital.
Pedro siguió a Dario hasta su coche. Sacó una caja de cartón.
‐No contiene gran cosa ‐dijo‐. Papeles y un par de fotografías. Pero Paula insistió mucho para llevárselo al hospital. Imagino que querrá recuperarla.
Pedro miró fijamente la caja azul. Era una caja de zapatos.
La caja del bebé que había perdido. Así que era real.
¿Significaba eso que el bebé...? Pero cortó esa línea de pensamiento.
Nunca había existido ningún bebé.
‐¿Quieres acercarte y entregársela en mano? ‐ofreció Pedro.
‐Prefiero aguardar hasta que haya recuperado la memoria por completo ‐negó con la cabeza‐. No me gusta el papel de malo. Sólo para tu información, yo no formaba parte del plan de Margarita para traer a Paula de vuelta a casa. Me enteré cuando me llamaron y me dijeron que Paula había cambiado de opinión. Lo lamento.
‐No fue cosa tuya ‐Pedro se encogió de hombros.
‐Sí, pero resultaste gravemente herido. He oído que...
‐Eso es agua pasada ‐Pedro agarró la caja‐. Ahora sólo importa el futuro de Paula.
‐Sí ‐dijo con gravedad‐. Dale recuerdos, ¿quieres? Dile que pienso mucho en ella y que Daisy y los niños están deseando verla.
Pedro condujo hasta la hacienda con la caja de zapatos en el asiento de al lado. Quería abrirla para examinar su contenido, pero pertenecía a Paula. Se la entregaría y ella tomaría la decisión más pertinente.
****
Paula había dedicado parte del día a la revisión de armarios y alacenas. Eran cerca de las cinco cuando se sentó en el estudio y examinó algunas cosas que había recuperado, nostálgica. Había postales de viajes, folletos de obras de teatro, billetes de avión y fotografías. Estaba revisando las
postales cuando apareció Pedro.
‐Hola ‐saludó Paula‐, He estado revisando fotografías y otros recuerdos, pero no he encontrado nada de nuestra boda. ¿No hicimos fotos? Habría jurado que hicimos fotografías de
nuestra boda.
‐Están en mi apartamento ‐se apoyó en el marco de la puerta con una mano en la espalda‐. Temía que pudieras deshacerte de ellas, así que me las llevé.
‐Nunca habría tirado esas fotografías ‐replicó con ternura‐. A pesar de mi desconcierto y mi depresión, nunca he dejado de amarte.
‐¿Por qué estabas deprimida? ¿Qué hice mal, Paula?
‐No hiciste nada. Era yo ‐dijo y guardó las cosas en el último cajón del escritorio.
‐Pero ¿no recuerdas una sola cosa? ‐insistió‐. Habías mencionado al bebé...
‐Sí, pero no tiene lógica. Y si intento explicártelo creerás que estoy como una cabra.
‐Pruébame ‐dijo Pedro.
Paula cerró el cajón, se puso en pie y se sacudió el pantalón de lino beige. Finalmente había reconocido su ropa. Poco a poco recomponía el puzzle de su vida.
‐¿Estás seguro de que quieres escucharlo?
‐Más que ninguna otra cosa.
‐Y, si te lo cuento, ¿me prometes que mantendrás tu palabra y te marcharás conmigo? ¿No te enfadarás y te echarás atrás?
‐No lo haré ‐prometió.
‐Siéntate ‐dijo y le ofreció un hueco a su lado en un sofá de cuero‐. Es una larga historia, algo farragosa...
Se quedó sin habla cuando Pedro se sentó a su lado con la caja en su regazo.
‐¡La caja del bebé! ¿Dónde estaba?
‐Dario la tenía. Parece ser que te la llevaste al hospital.
‐¿Has mirado dentro? ‐preguntó mientras quitaba la tapa con manos temblorosas.
‐No. La caja no es mía.
Sacó un sobre azul celeste y, en su interior, encontró una fotografía poco nítida de un chico.
Pese a la pobre calidad de la imagen se veía claramente que el niño tenía el pelo oscuro y la piel aceitunada.
‐¿Quién es? ‐preguntó Pedro y tomó la imagen.
‐Tomás. Al menos eso me dijo Alonso ‐contestó.
‐¿Y quién es Alonso?
‐Alonso Huntsman. El hombre que se puso en contacto conmigo.
Pedro escuchó la explicación de Paula, pero no apartó la mirada de la fotografía. El chico parecía de una extrema pobreza. Llevaba unos pantalones cortos demasiado anchos y una camiseta raída demasiado estrecha. Estaba descalzo y llevaba el pelo corto.
—Es un chico muy guapo ‐dijo con voz ronca.
‐Ya lo sé. Y durante una semana pensé que era nuestro hijo ‐señaló la fotografía‐. Tiene un poco de verde en los ojos y la edad concuerda.
Pedro no creía lo que estaba escuchando. Paula había sufrido un aborto. Las palabras bailaban en la punta de la lengua.
‐Explícamelo ‐dijo con calma‐. ¿Qué te hace pensar que podría tratarse de tu hijo cuando sabes que abortaste a los seis meses de embarazo?
‐Porque eso no fue lo que ocurrió ‐dijo, nerviosa, y se humedeció el labio superior—. Estaba embarazada de ocho meses y tuve un parto prematuro. Ya me conoces, Pedro. Sabes que no se me da bien enfrentarme con la desgracia. Prefiero ignorarlo...
‐Tuviste un aborto natural.
‐No. Fue un parto prematuro y tuve a mi hijo.
—Nunca me lo dijiste.
‐No estabas allí ‐apretó los puños y lo miró con los ojos llorosos—. Estaba sola en ese maldito internado. Tenía dieciocho años y había dado a luz. El dolor era insoportable. Sé que había un bebé. Habría jurado que escuché cómo lloraba. Pero más tarde me dijeron que había muerto. Necesitaba verlo un instante, pero había perdido mucha sangre y me trasladaron al hospital para una transfusión.
‐¿No estabas en el hospital?
‐Tuve nuestro hijo en el colegio. Vino una matrona. Era el procedimiento rutinario.
‐¿Y la mayoría de los bebés fallecían? ‐preguntó Pedro.
‐No lo sé. Las chicas embarazadas y las chicas que ya habían dado a luz se alojaban en zonas separadas ‐explicó‐. Decían que las madres tenían otras necesidades. Había una guardería...
‐¿Viste alguna vez esa guardería? ‐interrumpió‐. ¿Viste a los niños?
—Algunos —se estremeció‐. Unos pocos.
Quería zarandearla y preguntarle por qué no se lo había contado, pero estaba paralizado.
Era una historia increíble.
‐Quizá el bebé naciera muerto —Paula tragó saliva—. Pero no me dejaron despedirme de mi hijo. Nunca llegué averlo. Y eso...
‐¿Y Tomás? ‐preguntó, consciente de que Paula nunca había compartido ese dolor. ‐El año pasado recibí una llamada de ese hombre, Alonso Huntsman ‐se levantó‐. Me hizo un montón de preguntas sobre mi educación, mi colegio y me preguntó si había estado embarazada.
‐¿Por qué te llamó? ¿Qué ganaría él con todo esto?
‐Dijo que estaba relacionado con mi familia y se había sentido en la obligación de comprobar esos rumores que hablaban de un Chaves en el mercado.
—¿Un bebé a la venta? —Pedro tomó aire.
‐Sí, en el mercado negro —cerró las manos sobre el respaldo de la silla‐. No supe nada más de él y, al cabo de unos días, recibí la fotografía. No supe qué pensar. Era muy extraño. El niño tenía cierto aire familiar, pero podía ser el hijo de cualquiera. Hay mucha mezcla en estas tierras y todos los crios argentinos son una monada. El señor Huntsman me llamó a los pocos días y se disculpó por haberme dado esperanzas. Fue muy amable, pero tajante. Dijo que había averiguado que el niño no podía ser mío. Tomás era demasiado pequeño.
‐¿Y ahí acabó todo?
‐Sí, más o menos.
‐¿Y si fuera realmente nuestro hijo? ‐miró de nuevo el retrato del niño.
‐No quiero imaginármelo ‐dijo con voz trémula‐. No tenemos ningún hijo. Y nunca seré madre. Ésa es la única realidad.
‐Ojalá me lo hubieras dicho ‐dejó la fotógrafa en la caja‐. Hubiera intentado ayudarlo de algún modo, incluso si no hubiera sido nuestro.
‐¡No, por favor! ‐Paula se cubrió la cara con las manos.
‐Sólo estaba diciendo...
‐Ya sé lo que estabas diciendo. Habrías intentado ayudar al chico. ¿Crees que no lo he pensado un millar de veces? ‐estaba pálida, acongojada‐. Decidí ocultártelo adrede, Pedro. No te lo dije porque no quería tu ayuda. ¡Fui egoísta!
‐No te entiendo ‐amusgó los ojos.
‐Sí, me entiendes muy bien. Sabes que no soy una santa, precisamente. Soy egoísta y mezquina ‐su voz se debilitó entre los sollozos‐. Y me odio por haberlo abandonado. Quería ayudarlo y no lo hice para herirte.
‐¡Paula!
‐Llevo una eternidad enfadada contigo, Pedro ‐se llevó el puño a la boca‐. No comprendí hasta qué punto estaba furiosa hasta que me di cuenta de que no podía echarle una mano a ese pobre niño.
‐¿Por qué estabas furiosa? ‐Pedro estaba perplejo, desconcertado.
Ella estaba tan avergonzada que apenas podía expresarlo con palabras. Se secó las lágrimas y tomó aire.
‐Te culpaba del aborto ‐dijo, estremecida.
Pedro recibió el impacto de la noticia y retrocedió unos pasos, incrédulo.
‐La noticia me dejó tan hundido como a ti, Paula.
‐Si no me hubieras abandonado en la plaza...
‐¡No lo hice! Me llevaron a la fuerza...
‐Mi cabeza aceptaba esa razón, pero mi corazón confiaba en que me rescatarías de ese horrible internado de Uruguay ‐dijo.
‐No sabía dónde estabas ‐dijo, inflamado, pero no añadió que estuvo meses inmovilizado tras la paliza.
Ella guardó silencio y se tragó la amargura del pasado.
Sentía náuseas.
—¿Por qué has tardado tanto en decírmelo?
‐Recuerdo que me aterrorizaba la idea de que algo malo le pasara a Tomás si no lo encontrábamos. No dejaba de pensar en él. Sabía que me ayudarías si volvías a casa.
‐¡Oh, Paula! No puedo creer lo que estoy oyendo. No me creo que ésa fuera la razón de nuestro divorcio —dijo.
‐Yo no quería divorciarme ‐replicó.
—¿No querías el divorcio? ‐se encaró con ella—. No te engañes, querida. Estabas tan furiosa conmigo que dejaste de hablarme. Te negaste a acostarte conmigo. Me pediste que me fuera a la habitación de invitados. Todo fue idea tuya.
—Pero no quería separarme de ti ‐junto las manos en una súplica‐. Sólo que no sabía cómo detener lo que había iniciado.
‐Paula, esto me está matando.
‐Es la verdad. Estaba muerta de miedo ante lo que sentía.
Sí, estaba enfadada. Pero comprendí, con el tiempo, que no estaba furiosa contigo. Estaba enojada con la vida, contra todo y todos...
‐No puedo hacerlo ‐levantó una mano‐. Ha sido una semana muy larga, muy dura. Tu enfermedad nos ha llevado al límite.
‐Perdóname, Pedro.
‐No es tan sencillo ‐contestó.
‐De acuerdo ‐respiró y levantó la barbilla‐. No te pido una salida. Sólo quiero una oportunidad para...
‐¿Una oportunidad? Has tenido infinidad de oportunidades.
‐¿Y qué importa una más? ‐preguntó altiva con lágrimas en los ojos.
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