sábado, 15 de abril de 2017

MI MAYOR REGALO: CAPITULO 16




Todas las personas del condado de Marshall a las que Pedro conocía pensaban que la devoción de Paula hacia él era admirable. El modo en que permaneció a su lado la noche posterior a la operación. El modo en que iba todas las mañanas, todas las tardes y todas las noches para ver cómo seguía. Su insistencia en que regresara a casa con ella para poder cuidarlo personalmente mientras se recuperaba.


Nadie, excepto la familia, parecía sospechar que hubiese algo entre Paula y él. Nada más allá del vínculo formado por el cariño común que sentían por Leonel Chaves. Y, sin duda, dicho vínculo era de por sí muy fuerte. Al igual que el vínculo creado por el hijo que ella esperaba.


Pero lo que en realidad los unía, y los mantenía separados al mismo tiempo, era el deseo. Pedro no podía abordar sexualmente a Paula sabiendo lo vulnerable que era. Y él no se aprovechaba de las mujeres. En particular, de una mujer que no se merecía menos que un compromiso para toda la vida.


Con una cerveza fría en una mano y el mando a distancia en la otra, Pedro se sentó en la butaca de la salita a ver un programa de caza.


Hacía tres días que le habían dado de alta y se aburría como una ostra. El costado aún le dolía un poco. La cicatriz de la operación empezaba a picarle. Y la cabeza le palpitaba. 


Prácticamente todos los vecinos del pueblo lo habían llamado esa misma mañana, expresándole su preocupación y su cariño. Al final, Pedro acabó desactivando el teléfono después de que Paula lo llamase por cuarta vez en lo que iba de día. ¿Por qué demonios no podía dejarlo en paz?


Su familia había acudido a casa de Paula a recibirlo tres días antes, y Teresa incluso amenazó con llevárselo a Nashville si no se comportaba debidamente. Tuvo que discutir con toda la familia para hacer valer su derecho de volver a vivir solo en el apartamento. Paula, en cambio, le había suplicado que se quedara con ella en la casa y permitiera que lo cuidase. 


Lo que menos necesitaba era tenerla cerca, mirándolo con aquellos grandes ojos azules, tocándolo con aquellas manos tan suaves. Y no era un hombre que corriera riesgos innecesarios cuando sabía que llevaba las de perder.


Si lograba sobrevivir hasta el martes, podría reincorporarse al trabajo y el aburrimiento se acabaría. Y, pasadas las Navidades, se trasladaría al nuevo apartamento. Quizá estando a varios kilómetros de Paula su deseo se aplacaría. 


No podía seguir viéndola a diario sin traicionar la memoria de Leonel, la confianza de Paula y sus propios principios.


Los repentinos y suaves golpes en la puerta apenas resultaban audibles por encima del sonido del televisor, y Pedro fingió no oírlos.


Intuyó que era Paula. Otra vez. Le había llevado el almuerzo en una bandeja. Al cabo de una hora, había vuelto para recogerla. Sin duda, ahora le llevaba la cena. Aquellas visitas a la hora de las comidas se habían convertido en una rutina desde que salió del hospital.


Los golpes se hicieron más fuertes. Pedro gruñó.


«iVete y déjame en paz!», deseó gritarle. Pero ella no le haría caso.


No se iría. Sus constantes atenciones estaban empezando a volverlo loco. ¿Acaso Paula no entendía que él no deseaba su compasión, su preocupación, sus malditos estofados de pollo?


La deseaba a ella. Desnuda. Entre sus brazos. Jadeando su nombre mientras la poseía.


Pedro? ¿Te encuentras bien, Pedro? —preguntó Paula a través de la puerta cerrada—. Por favor, Pedro, contéstame.


El se levantó dando un respingo. Un dolor agudo le taladró la sien derecha. Gimió para sus adentros mientras se dirigía como una exhalación hacia la puerta, la abría y miraba con furia a Paula.


—Hola —dijo ella con aquella vocecita suave y sexy que lo solía estremecer—. Te traigo la cena. Chuletas de cerdo, escalopes de patata, magdalenas de maíz y tarta de limón helada —alzó la enorme bandeja cubierta con unos paños a rayas.


—Paula, no es necesario que hagas esto, ya lo sabes —Pedro se apoyó en el marco de la puerta con aire casual—. Debes de estar destrozada. Y me encuentro perfectamente. Puedes dejar de preocuparte.


Ella le rozó cariñosamente el pecho con la bandeja.


—Debes comerte todo esto antes de que se enfríe.


Pedro se apartó para dejarla pasar. Paula se dirigió hacia la pequeña mesa situada junto a la ventana. Tras soltar la bandeja, le quitó el paño y retiró una silla.


—Siéntate y come. Mientras prepararé café.


El la agarró de la muñeca mientras se dirigía hacia el armario donde estaba guardada la cafetera. Paula se volvió y le sonrió.


—Puedo hacer café si me apetece —dijo Pedro—. Y soy perfectamente capaz de prepararme un bocadillo o abrir una lata de sopa.


—Por supuesto que sí —Paula le acarició la mejilla con la mano libre—. Pero tengo que cocinar para mí, de todos modos, así que no me molesta preparar comida para dos.


La mandíbula de Pedro se tensó al sentir su caricia. ¿Por qué diablos tenía que acariciarlo? ¿No sabía el efecto que eso le producía?


—Paula, no quiero que sigas trayéndome la comida todos los días. ¿Comprendes?


—No, me temo que no comprendo —la sonrisa se desvaneció de sus labios. Se miró la muñeca, presa en la enorme mano de Pedro—. ¿Qué intentas decirme?


Él la soltó y retrocedió.


—Intento decirte que no necesitas tomarte tantas molestias...


—Y yo acabo de decirte que no es molestia ninguna. Al contrario, lo hago con mucho gusto.


No dejaba de mirarlo, suave, femenina y tentadora.


El enfoque sutil no iba a servir con Paula. ¿Por qué le hacía aquello?


¿Por qué no podía desaparecer y dejarlo en paz?


La frustración empezó a imperar sobre el sentido común de Pedro.


Agarró a Paula por los hombros y la sacudió un par de veces... cuidadosamente, pero con la fuerza suficiente para captar su atención.


—Estoy cansado y harto de verte deambular a mi alrededor. No soy tu marido. Ni tu amante. Puede que haya aceptado el puesto de Leonel temporalmente, pero no pienso asumir su papel como hombre de tu vida.


—Nunca... nunca he pensado que asumieras...


—Si crees que demostrándome lo dulce y atenta que eres como esposa vas a conseguir que me quede y sea la clase de marido que era Leonel, te equivocas del todo, cariño. No quiero ocupar el lugar de Leonel corno tu esposo. Y jamás he querido ser padre.


Paula lo miró con rabia unos segundos, luego alzó la mano y le propinó una sonora bofetada. Los ojos se le habían llenado de lágrimas. Respiró hondo y dolorosamente, y luego se dio media vuelta y salió corriendo.





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