sábado, 15 de abril de 2017

MI MAYOR REGALO: CAPITULO 17




Pedro permaneció allí inmóvil, aturdido por su ataque físico. 


Se frotó la mejilla. De acuerdo, sí. Había sido brutalmente cruel con Paula.


Pero ella tenía la culpa. Ella lo había obligado a hablar con semejante franqueza.


Se quedó mirando la puerta abierta. Escuchó los pasos de Paula conforme bajaba las escaleras de madera.


«No vayas tras ella, idiota. ¡No te atrevas a seguirla!


Echó a correr hacia el rellano de la escalera.


—Paula —gritó.


Ella entró en la casa y cerró dando un portazo.


—Paula, maldita sea—Pedro bajó las escaleras a toda prisa, cruzó el patio y subió al porche. Alzó la mano para llamar a la puerta, pero se lo pensó mejor y giró el pomo. 


Sorprendentemente, la puerta se abrió. Paula estaba demasiado enojada y herida como para pensar
racionalmente, se dijo mientras entraba en la cocina.


—Paula, cariño, ¿dónde estás? Tenernos que hablar.


Fred y Ricky lo recibieron en el vestíbulo, ladrándole en los talones.


En un rincón, Lucy lo miraba como si fuera un ratón atrapado en una trampa y, por detrás, Pedro oía el siseo de la respiración de Ethel.


¡Estupendo! Sólo le faltaba eso... ser atacado por los animales de Paula.


— ¿Paula? Lo siento. ¿De acuerdo?


No hubo respuesta.


—No tenía derecho a decirte esas cosas. Lo siento de veras —Pedro buscó en la planta baja pero no la encontró. Subió las escaleras, seguido por dos perros rugientes y dos felinos de ojos diabólicos.


Abrió la primera puerta que encontró y halló una habitación vacía, salvo por dos latas de pintura sin abrir y dos rollos de papel de pared tumbados en el suelo. De repente, Pedro comprendió que había entrado en el cuarto donde Paula planeaba instalar a su hijo. 


Salió apresuradamente y se dirigió hacia la siguiente puerta. 


Al abrirla de par en par, descubrió un enorme dormitorio que, a todas luces, había pertenecido a la señorita Alicia. Una enorme cama antigua dominaba la habitación que, aparentemente, igual que la anterior, estaba siendo redecorada.


Paula yacía tumbada de través en la cama. Sus hombros se
estremecían mientras lloraba en silencio.


¿Cómo iba a afrontar la situación?, se preguntó Pedro. No había querido herirla. Ni hacerla llorar. Pero, ¿acaso ella le había dejado alternativa?


— ¿Paula? —la llamó desde la puerta.


Ella levantó la cabeza levemente y lo miró, con los ojos enrojecidos y las mejillas congestionadas y empapadas en lágrimas.


Pedro notó un fuerte nudo en el estómago. Jamás pensó que llegaría a hacer llorar a una mujer. Deliberadamente evitaba las circunstancias que podían desembocar en aquella clase de episodios emocionales.


— ¿Qué haces aquí? —inquirió Paula entre sollozos.


—Vengo a disculparme —contestó él adentrándose dubitativamente en el cuarto.


Los perros de Paula lo siguieron. Las dos gatas se subieron a la cama y flanquearon protectoramente a su dueña. A Pedro no le gustaba que los animales montaran guardia para protegerla de él. No pensaba hacerle daño.


«Ya se lo has hecho, imbécil» le recordó su conciencia. «Ya le has hecho daño.»


—No necesitas disculparte —Paula se sentó en el borde de la cama y lo miró directamente—. No me di cuenta de lo que pensabas... de cómo te sentías. Nunca pretendí agobiarte. No espero nada de ti, Pedro. Sé que no te ofreciste a ocupar el lugar de Leonel como marido y como padre.


—No debí haber dicho eso —Pedro dio unos cuantos pasos vacilantes hacia la cama.


—Sí, debías decirlo. Tenías todo el derecho a decir lo que pensabas. Soy yo quien... ha reaccionado de forma exagerada —Paula se puso en pie, con movimientos lentos y cautos.


—Debes saber cuál es la realidad de la situación Pedro salvó la distancia que los separaba, deteniéndose a unos cuantos centímetros de ella—. No estoy hecho para casarme ni para ser padre, cariño. De modo que, si es eso lo que buscas, te has equivocado de hombre.


—Sí, lo sé —Paula alargó una mano temblorosa y le acarició la mejilla—. Sé cuál es la realidad de la situación. Soy la viuda de Leonel y tú su mejor amigo, y está mal que nos deseemos. Pero, nos deseamos.


—Sí, nos deseamos, ¿verdad? —Pedro notó que el corazón le rugía en los oídos como el motor de un avión. Su miembro se endureció y comenzó a palpitar. Su cabeza le decía que huyera. Su cuerpo le exigía que se quedase.


Paula le rodeó el cuello con los brazos, se puso de puntillas y acercó los labios a los suyos.


—Los sentimientos que despiertas en mí me asustan. Siempre me han asustado. He intentado huir de esos sentimientos desde que era una adolescente. Pero me he cansado de huir. De fingir que no te deseo tanto que me siento destrozada por dentro.


—Nada de promesas —dijo él con voz ronca—. Nada de compromisos. Limitémonos a vivir el momento y a dar rienda suelta a lo que sentimos.


—Sí —con esa palabra, Paula se rindió a Pedro y a las indómitas sensaciones que había mantenido sepultadas en su interior desde siempre.


El la envolvió con sus brazos, agachó la cabeza y se apoderó de su boca. ¡Cielo santo! Sentirla apretándose contra su cuerpo fue su perdición. Paula se aferró a Pedro, emitiendo suaves y femeninos sonidos con la garganta mientras él hundía la lengua en su boca y exploraba la calidez de su inhterior. Ella reaccionó instantáneamente, fervientemente, frotándose con su cuerpo.


Pedro la recostó en el borde de la cama. Luego se echó encima de ella, apoyándose en los codos, y contempló su cuerpo vulnerable, pequeño y totalmente indefenso.


—Si no quieres hacerlo, dímelo ahora —gruñó las palabras, como si pronunciarlas le produjera un enorme dolor.


Paula veía hacerse realidad su más valiosa fantasía... y su pesadilla más aterradora. Sucumbir a su irrefrenable pasión por Pedro. El le estaba brindando la última oportunidad de escapar.


—Quiero hacerlo —dijo—. Siempre lo he deseado. A ti Pedro. A ti.


Aquellas palabras parecieron liberar algo dentro de él.
Inclinando la cabeza, le cubrió los labios y la besó apasionadamente.


Ella notó mariposas en el estómago. Los dedos de sus pies se curvaron y su feminidad comenzó a palpitar.


Pedro concluyó el beso y se puso en pie. Con gran rapidez se despojó de la camisa y la arrojó al suelo.


Paula contuvo el aliento al ver su pecho desnudo. Ancho, musculoso, poblado de vello. Sus hombros le parecieron inmensos, sus brazos enormes. Era, sin duda, el hombre más atractivo que había visto nunca. Su hombre. El hombre de sus sueños.


¿Cuántas mujeres tenían una oportunidad así? ¿Cuántas pasaban la vida entera sin siquiera conocer el goce de estar con el único hombre del mundo al que amaban?


Pedro se arrodilló encima de ella y la sentó en la cama. Ella lo dejó hacer. El le sacó el jersey beige de cachemira por la cabeza y lo dejó en el suelo.


La respiración de Paula se aceleró, haciendo que sus senos se agitaran. Pedro le desabrochó el sujetador de satén y contempló sus pechos. Los pezones se le endurecieron bajo su escrutinio.


—Cielo bendito —jadeó él.


Le cubrió un seno con la boca. Lamió el pezón con la lengua. Paula sintió que se derretía cuando Pedro le acarició el otro pezón con el pulgar. Un agradable calor se propagó por todo su cuerpo, aumentando rápidamente su temperatura, humedeciendo el vértice entre sus muslos.


Pedro besó su vientre, y luego le alzó las caderas lo suficiente para quitarle las braguitas. A continuación, buscó con los dedos y halló el núcleo de su sexo. La acarició íntimamente, arrancándole un chillido de puro placer antes de introducirle dos dedos, como si quisiera comprobar que estaba preparada.


—Cariño, estás tan húmeda y caliente... —musitó, y sin pérdida de tiempo enterró su rostro en el triángulo de vello que florecía entre sus piernas.


Paula jamás había experimentado nada tan increíblemente sensual, tan insoportablemente delicioso. Se aferró a la sábana crispando las manos mientras elevaba las caderas y se sumía en un abandono total. Pedro intensificó sus caricias, acercándola más y más al dulce éxtasis.


Finalmente, ascendió y se tumbó sobre ella. Paula contempló sus ojos negros... unos ojos ardientes que expresaban elocuentemente sus intenciones.


Pedro se quitó los zapatos y, con un veloz movimiento, se desabrochó los pantalones y se los quitó junto con los calzoncillos. Y, repentinamente, sin previo aviso, la penetró.


Le agarró las caderas y las alzó mientras se enterraba en ella, fundiendo sus cuerpos. Una vez en su interior, se detuvo y esperó a que Paula se ajustara a su tamaño.


Ella se sintió llena. Lo acarició. Palpó su pecho. Jugueteó con el oscuro vello rizado y luego colocó las manos sobre sus anchos hombros, disfrutando de la fuerza que sentía bajo la yema de los dedos.


Pedro salió de ella. Gimiendo, Paula se aferró a él.


Volvió a penetrarla profundamente, por completo, ella gritó de puro gozo. El primitivo y rítmico movimiento empezó de nuevo, y pronto su velocidad aumentó hasta alcanzar una cadencia salvaje.


Aún unidos, se dieron la vuelta y Paula comenzó a cabalgar
frenéticamente sobre Pedro. Por fin alcanzaron el clímax, con el cuerpo empapado en sudor, y se derrumbaron exhaustos en la cama.






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