miércoles, 8 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 12




Pedro se pasó la mayor parte de la mañana en la cama por la resaca y llegó a la sabia conclusión de que lo mejor que podía hacer era olvidarse del whisky durante el resto del crucero. Las resacas eran muy duras en tierra, pero en un barco, con el suelo moviéndose constantemente bajo los pies eran prácticamente terminales.


Solo la idea de desayunar le revolvía el estómago, por lo que rechazó la invitación de Lisa, Deb y Mary para ir con ellas. Ni siquiera se molestó en abrir la puerta.


—Voy a dormir un poco más —les dijo todo lo fuerte que pudo.


—Muy bien. Luego vendremos a verte.


Pedro se dio media vuelta y se quedó dormido. Hasta que, de nuevo, unos golpes en la puerta lo despertaron.


—¿Pedro? ¿Estás bien? ¿Te sientes mejor?


—Estoy… estoy mejor —se incorporó ligeramente. La cabeza le seguía doliendo, pero ya no era nada comparado con lo de antes.


—Fantástico. Podrías venirte a comer con nosotras.


¿Comer? La idea ya no le resultaba tan repulsiva. No tenía náuseas y el estómago le pedía algo. Lentamente se puso de pie.


—Si no te sientes bien —dijo una de las rubias—. Podemos avisar al médico.


—¡No! No hace falta. Estoy bien.


—Entonces, te vienes. Después nos vamos a ir a darnos un baño. A lo mejor te apetece.


—Pues… —la idea no le resultó demasiado sugerente. Pero tenía que hacer algo más que quedarse en el camarote, si no el crucero se habría acabado antes de que ni tan siquiera se hubiera podido broncear.


—De acuerdo. Dadme veinte minutos, porque me tengo que dar una ducha.


Tardó media hora. Se duchó, se afeitó y estudió con detenimiento sus ojos enrojecidos. No estaba dispuesto a permitir que Paula lo empujara a beber, a que lo volviera loco. Iba a actuar como un adulto razonable.


Fue a comer con Lou, Mary y Deb. Al principio, se sentía un poco mal, algo tembloroso y su estómago se revolvía ante la sola mención de algunos de los platos.


Pero, finalmente, logró comer razonablemente.


Después, se fueron a cubierta a las piscinas. Y, una vez allí, empezó a recobrar su sentido del humor y su habitual encanto.


Al cabo de un rato, no solo estaba haciendo reír a las «trillizas», sino que estaba rodeado de media docena de mujeres fascinadas por sus historias.


—No es habitual ver a vaqueros en un crucero —dijo una de ellas.


Pedro le respondió que los vaqueros, generalmente, no tienen tiempo para ese tipo de cosas. Le pidieron entonces que les contara cómo era su vida, y escucharon con atención sus explicaciones, sorprendidas de que las criaturas como él existieran aún.


—Parece una historia sacada de una película de Santiago Gallagher —dijo otra de las mujeres.


Pedro sonrió.


—En realidad no —le aseguró él—. En las películas, Santiago sale demasiado limpio y con un aspecto muy estudiado. En la vida real no es así.


—¿Conoces a Santiago Gallagher? —preguntó una de las damas.


Pedro le dijo que sí.


—¡Cielo santo, conoce a Santiago Gallagher!


Para entonces la reunión de mujeres había aumentado de número hasta la docena.


—Cuéntanos cosas sobre Santiago —le rogaron todas.


Pedro así lo hizo. Les contó que de pequeños solían pelear y que él le había roto la nariz. Luego les confesó que en la siguiente pelea había sido Santiago quien se la había roto a él.


—Después de aquello firmamos una tregua —dijo él—. Al poco tiempo, se mudó.


—Santiago es de Montana, ¿no?


Pedro asintió.


—De esa pequeña ciudad en la que se celebró la subasta el año pasado, ¿verdad? —dijo otra de ellas—. ¿Se llamaba Wilmer?


—No. Elmer —dijo Pedro.


Más mujeres se unieron al grupo.


—Cuéntanos cosas sobre Elmer.


Él comenzó a narrarles su historia. La mayoría habían visto algo sobre la pequeña ciudad en televisión, o lo habían leído en revistas.


También sabían de Patricia.


—¿La conoces?


Pedro asintió.


—¿Como es? Santiago y ella se casaron, ¿verdad?


—Sí, después de que fuera su hermana la que lo ganó en la subasta.


Se hizo un murmullo.


—¡Pobrecilla! Me gustaría saber lo que ella opina de eso.


Pedro no dijo: «Pueden ustedes preguntárselo, está en el barco». Estaba seguro de que a Paula no le habría gustado.


—La verdad es que Elmer parece un lugar muy excitante.


—Quizás deberíamos habernos ido todas allí en lugar de venir aquí —dijo una de las mujeres.


—Quizás —dijo Pedro, sintiéndose como un miembro de la cámara de comercio.


—A lo mejor lo hacemos —dijo una pelirroja—. ¿Cuántos vaqueros solteros hay?


Pedro levantó las cejas. Las mujeres lo miraban expectantes. Se rascó la cabeza y trató de recordar cuáles eran los hombres disponibles. Pensó en los que salían de la escuela de rodeo y contó unos cuantos. Así se lo dijo.


—¿Tú también montas toros? —le preguntaron.


—Solía hacerlo.


—¿Ya no?


—Tuve una lesión el año pasado y el médico me recomendó que me buscara otra profesión.


—¡Pobre Pedro! —dijeron todas al unísono.


—Pero ya estoy bien —no estaba interesado en su compasión—. Estoy preparado para cambiar, para hacer otra cosa y para sentar la cabeza.


Tenía claro que quería quedarse en Elmer con Paula.


Todas lo miraron y dijeron un «!Oh!» colectivo.


—Quiero casarme —continuó él.


—Pues pídemelo a mí —dijo una de las féminas, y todas se rieron.


Pedro sonrió.


—Lo siento, pero ya sé qué mujer quiero.


—Trabaja aquí —dijo Lisa.


—En este barco —añadió Mary.


—¿Quién es? —preguntó un coro.


—Sí, dinos quién es para envenenarla.


Todas se rieron.


Luego, la mayor de todas le dio unas palmaditas en el brazo.


—Es una muchacha muy afortunada.


Pedro se preguntó si a la mujer le importaría decírselo directamente a Paula.






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