sábado, 8 de octubre de 2016

LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 21




Los odió. Llevaba apenas quince minutos con Evan y Shirley Farrell, y sus nervios ya pedían un descanso. En realidad, no había nada malo en ellos, eran muy educados y estaban encantados de conocerla. Adoraban a Pedro, pero Evan reía demasiado fuerte, bebía mucho y tenía la personalidad de un rufián. Por contraste, Shirley era demasiado tímida, estaba opacada por la fuerte personalidad de su marido.


—¿Tienes hijos, Shirley? —preguntó Paula, con la esperanza de encontrar un tema que animara a la mujer.


—Dos, un niño y una niña —respondió Shirley.


—Muy interesante. ¿Cuántos años tienen? —preguntó Paula, con auténtico interés.


—Siete y once. Evan pensó que era mejor que se llevaran entre sí cuatro años. Son amigos, sin ser rivales.


—¿Toman parte en muchas actividades escolares? —preguntó Paula—. Sé que mis amigas pasan la mitad de sus vidas llevando a sus hijos en el coche. Mi vecina Eli dice que no es dueña de su vida desde que los niños tuvieron suficiente edad para hablar.


—En realidad, no tengo que preocuparme por eso —indicó Shirley—. Están en un internado. Por supuesto, vendrán a casa para el día de Acción de Gracias, pero volverán el domingo.


—Seguro que los echas de menos. ¿Es que tienes un trabajo que te mantiene ocupada? —preguntó Paula.


—No. La casa es grande, y a Evan le gusta tener invitados, eso ocupa todo mi tiempo. Hemos intentado contratar un ama de llaves, pero parece que ninguna de ellas ha conseguido hacer el trabajo de una manera satisfactoria para Evan.


Paula recordó todas las veces en que ella había hecho comentarios similares con las amistades de Mateo; siempre se había sentido un poco avergonzada de no hacer nada más con su vida. Sintió lástima por Shirley, y se preguntó si ella sería objeto de una lástima similar por vivir a la sombra de su marido.


Antes que Paula pudiera intentar indicarle algún propósito nuevo a Shirley, Pedro se levantó disculpándose y explicó que tenían una mesa reservada para cenar.


Cinco minutos más tarde, estaban en el coche de Pedro.


—Gracias por mantener ocupada a Shirley —comentó Pedro—. Eres magnífica. Sabría que te llevarías bien con ella.


—Es patética —señaló Paula. Claramente ofendido, Pedro se volvió para mirarla.


—¿Qué se suponerle significa eso? ——preguntó él.


—No tiene vida propia, ni personalidad —explicó Paula—. Ella es exactamente lo que era yo hasta que me divorcié. Me da lástima.


—No lo sientas, pues es feliz —le aseguró Pedro.


—¿Sinceramente crees eso, o es que realmente nunca has hablado con ella?


Pedro se detuvo en un semáforo, y se volvió para estudiarla con curiosidad.


—En realidad estás molesta con esto, ¿no es así? —preguntó Pedro.


Paula se dio cuenta de que él estaba realmente preocupado.


—Lo siento —se disculpó ella—. Me impresionó, porque hablaba como yo solía hacerlo. Eso me ha hecho recordar una mala época de mi vida. No quiero volver a caer en ese antiguo modelo.


—¿Y piensas que eso es lo que está sucediendo esta noche? —quiso saber Pedro.


—Me pareció todo muy familiar —aseguró Paula—. Los hombres sentados, hablando de negocios, mientras las mujeres charlaban acerca de cosas sin importancia.


—Eso es parte de las citas sociales de negocios —indicó Pedro.


—Eso supongo. Sin embargo, por el momento me parece que se asemeja más a una peligrosa trampa.


******


La actividad no disminuyó, para desgracia de Paula. El domingo por la mañana estaba exhausta, y más asustada que nunca. Se daba cuenta de que estaba cayendo en la trampa que se había propuesto evitar, pero Pedro parecía muy contento. Cada reunión tenía un propósito, no hubo ni una sola cena o fiesta a la que asistieran solamente por el placer de estar con los amigos. Nunca estaban solos, excepto las horas que pasaban en la cama. Hasta en la manera de hacer el amor parecían adaptarse al ritmo de Nueva York... más apresurada y menos satisfactoria.


Paula se levantó de la cama, se puso la bata y fue al comedor, donde sabía que encontraría a Pedro, leyendo el periódico de la mañana, a pesar de que todavía no eran las siete.


El levantó la mirada y sonrió.


—Creí que dormirías hasta tarde —comentó Pedro—. Me temo que te dejé exhausta.


—Necesitamos hablar —dijo Paula con determinación. Se sentó enfrente de él y se sirvió una taza de café.


—Pareces muy seria ——indicó él.


—Así es como me siento. Pedro, ¿nunca bajas tu ritmo de actividad?


—Por supuesto. He tomado el fin de semana libre para estar contigo —respondió él.


—¿De verdad? ¿Cuántos contratos has formalizado desde el viernes por la noche?


—Dos, quizá tres —dijo Pedro, sorprendido por su pregunta—. No lo sé, ¿por qué?


—¿Acaso eso no es trabajo? —preguntó Paula.


—Supongo que sí —admitió él—. ¿A dónde quieres llegar?


—Quiero decir que no has hecho ni una sola cosa por diversión desde que estoy aquí —manifestó Paula.


—¿Te has aburrido? ¿Es eso?


——No, no me he aburrido. No exactamente. Lo que pasa es que esperaba que este fin de semana fuera diferente.


—¿Cómo?—preguntó Pedro.


—Primero, pensé que conocería a tu familia —indicó Paula.


—Los niños llegarán aquí a eso de las nueve —explicó Pedro.


—¿Y tus padres? —preguntó ella. El pareció incomodarse.


—Supongo que eso no podrá ser posible durante este viaje, después de todo, pero volverás. Tendrás muchas oportunidades de conocerlos.


Paula suspiró y se dio por vencida. El parecía no comprender. Quizá nunca lo haría, a pesar de haber perdido a Patricia y a los niños. Era feliz llenando sus horas con un trabajo continuo. Aunque la había invitado a ella a tomar parte en eso, tal vez se habría sentido igualmente contento si ella no hubiera ido. ¿Había un lugar en su vida para la clase de relación con la que ella soñaba?


Paula se sentía más deprimida en ese momento que durante las primeras semanas después de su divorcio. De repente la puerta principal se abrió y dos versiones en miniatura de Pedro entraron corriendo. Los niños se detuvieron al verla.


—Hola —saludó Paula y extendió la mano al más alto de los niños—. Soy Paula. Tú debes ser Jonathan.


El niño le estrechó la mano con energía.


—Si, señora. El es Kevin. Tiene cuatro años. Es probable que sus manos estén sucias, por lo que tal vez no quiera estrecharle la mano.


Paula sonrió.


—Oh, no creo que eso me moleste —respondió Paula estrechando con solemnidad la mano de Kevin—. Me alegro de conocerte.


Jonathan dejó su abrigo en el suelo y se dirigió de inmediato hacia el despacho, donde Pedro estaba hablando por teléfono con Evan Farell acerca de un trato que había estado a punto de perderse el día anterior.


—Hey, papá, ¿has conseguido los pasteles que me prometiste? Yo quiero los que tienen mermelada.


Paula rió y siguió a los niños hasta el despacho, deseosa de ver la reacción de Pedro. Kevin se estaba subiendo a las rodillas de su padre, mientas Jonathan esperaba con impaciencia a que Pedro colgara el teléfono.


—Evan, tengo que dejarte —dijo Pedro, abrazando a Kevin—. He sido invadido por dos pequeños marcianos que exigen comida. Sí, sé que los pasteles no son buenos para ellos. Por eso son especiales —en ese momento miró a Paula con fingida expresión culpable.


Cuando Pedro colgó, Paula comentó:
—No me mires. No voy a revelar tu terrible secreto, suponiendo, por supuesto, que reciba mi parte.


—¡Sí! Vamos, papá, nos estamos muriendo de hambre.


—Estoy seguro—respondió Pedro—. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde que desayunasteis?


—Horas y horas. Además, lo único que comimos fue una avena repugnante.


—Sí —confirmó Kevin—, repugnante.


—Estoy de acuerdo, chicos, pero es buena para vosotros —aseguró Pedro—. Prometedme que seguiréis comiéndola, o no habrá pasteles —los dos niños intercambiaron serias miradas, y después asintieron.


—Lo prometemos.


—Bien. Ahora, ¿quién los quiere con mermelada y quién rellenos de crema? —preguntó Pedro.


Pedro insistió en que bebieran jugo de naranja o leche para acompañar a los pasteles.


—Hey, Paula—dijo Jonathan. Resultaba evidente que aceptaba su presencia sin hacer preguntas—. ¿Vas a ir a patinar con nosotros?


—Lo intentaré —les aseguró Paula.


La alegría que sintió al conocer a los hijos de Pedro hizo que olvidara sus preocupaciones por el futuro. La expresión que veía en el rostro de Pedro al contemplar a sus hijos la emocionaba. Expresaba un anhelo que ella nunca había sospechado. Tal vez, Pedro sí comprendía todo lo que había sacrificado, después de todo.


—Ella nunca ha patinado, chicos —les informó Pedro—. Tendremos que enseñarle a hacerlo.


—Está bien —le aseguró Jonathan a Paula—. Las chicas pueden aprender con facilidad. Mamá aprendió, ¿no es así, papá? —su expresión se volvió seria—, pero a ella ya no le gusta venir a la ciudad.


—¿A vosotros sí? —preguntó Paula.


—Por supuesto. Paseamos mucho cuando venimos a ver a papá. El nos lleva a visitar museos, al cine y hasta una vez fuimos a ver una obra de teatro. A mí me gustó, pero Kevin se quedó dormido.


—No me dormí —intervino Kevin.


—Sí que lo hiciste, tonto —aseguró Jonathan.


—¿Qué te he dicho acerca de hablarle así a tu hermano? —lo reprendió Pedro.


—Lo siento, papá. ¿Podemos irnos ahora? Hay un lugar muy bonito cerca de la pista de patinaje. Papá siempre nos compra allí chocolate caliente.


—Una cosa sí es segura —bromeó Paula—, estos niños nunca se morirán de hambre.


—Con nada se quedan satisfechos —informó Pedro—. Ahora comprenderás por qué tengo que trabajar tanto. Tengo que alimentarlos siempre con pasteles y chocolate caliente.


—Y pizza —añadió Jonathan.


—Y perritos calientes —recordó Kevin—, ya hemos comido pizza antes.


—Niños, acabamos de desayunar. ¿Qué tal si cada comida la hacemos a su tiempo? —dijo Pedro—. Ahora, id a por vuestros abrigos.


Con obediencia salieron de la cocina, pero no antes de depositar sus platos en el fregadero.


—Son buenos chicos —comentó Paula—. Me gustan mucho.


Pedro la miró sonriente.


—Ellos son lo que me mantienen en forma. Me preocupé un poco después del divorcio, pues Kevin lloraba mucho y Jonathan estaba permanentemente enfadado, pero creo que al fin se están adaptando. Creo que estarán bien.


—Porque saben que todavía los quieres —indicó Paula. El la abrazó y la besó con rapidez.


—Gracias por decir eso —comentó Pedro—. A veces me preocupa ser demasiado torpe.


—No por lo que veo —le aseguró Paula.


—¡Hey, papá! ¿Vosotros no vais a prepararos para salir?—preguntó Jonathan.


—Se estaban besando —observó Kevin, haciendo que Paula se ruborizara.


—No se les escapa nada —observó Pedro, tomando a Paula de la mano—. Vámonos todos. Estoy ansioso de ver a esta dama sobre el hielo.


Después de la primera media hora, Paula decidió que sólo un masoquista iría a patinar sobre hielo. Sus tobillos se inclinaban en todas direcciones, tenía el trasero dolorido y frío. Pedro la levantaba con paciencia una y otra vez, y hasta los niños intentaron ayudarla, haciendo sugerencias.


—Vamos a enseñarle —dijo al fin Jonathan y la tomó de la mano—. Kevin, tú tómala de la otra mano.


Dando pequeños pasos, Paula empezó a recuperar el equilibrio, hasta que al fin intentó deslizarse. Recorrió la mitad de la pista, antes de darse cuenta de que ya la habían soltado.


—¡Estoy patinando!—gritó Paula, mirando a Pedro. El levantó las manos y aplaudió. En el rostro de Jonathan apareció una sonrisa. Casi se había vuelto a reunir con ellos, cuando volvió a perder el equilibrio, pero en esa ocasión, Pedro la sujetó antes que cayera sobre el hielo. Cayó contra el pecho de Pedro—. Suficiente —dijo Paula sin aliento—. Exijo chocolate caliente y calor. Vosotros podéis quedaros aquí y congelaros hasta morir, si queréis, pero yo necesito un descanso.


—Yo también —dijo Jonathan con lealtad.


—No quiero estropear vuestra diversión —aseguró Paula—. Vosotros tres podéis quedaros aquí.


—Todos vamos a entrar —decidió Pedro—. Después daremos algunas vueltas por la pista antes de ir a comer.


Después del chocolate caliente, de patinar más y de comer una gran pizza, incluso aquellos dos pequeños llenos de energía reconocieron estar exhaustos.


Pedro comentó:
—Cuando volvamos a casa, ya será la hora de que mamá venga a buscaros.


—Tal vez podríamos quedarnos a dormir —sugirió Jonathan esperanzado.


—Me temo que no —respondió Pedro—. Tenéis que ir a la escuela mañana, y yo tengo que trabajar.


—Mamá dice que es lo único que haces.


—Es probable que tenga razón, Jonathan —dijo Pedro, y observó a Paula mientras hablaba.


Cuando los niños se fueron, después de despedirse de Paula, Pedro la llevó a la sala, encendió el equipo de música y sirvió dos copas de vino. Ella estaba recostada en el sofá cuando él se acercó y se sentó a su lado.


Pedro preguntó:
—¿Cansada?


—Sí, pero muy contenta. Eres una persona diferente cuando estás con ellos, Pedro. La manera en que te has comportado hoy es la del Pedro que conocí en Savannah. De ese hombre del que me enamoré.


Cuando Paula levantó la mirada, él tenía los ojos cerrados. Le acarició el cabello y le abrió los ojos al fin.


—Quiero ser ese hombre durante todo el tiempo, cariño, de verdad. Lo que pasa es que no estoy seguro de que eso sea posible.


Paula le tomó el rostro entre las manos.


—Cualquier cosa es posible, Pedro. Lo único que tienes que hacer es desearlo lo suficiente.


Cuando sus labios se encontraron con los suyos, el beso empezó como una caricia suave, y Pedro lo convirtió en una tierna promesa. Había tanto deseo y ansiedad en ese beso, que borró los temores de Paula y volvió a llenarla de esperanza



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