sábado, 29 de octubre de 2016

PELIGROSO CASAMIENTO: CAPITULO 12




-La siguiente a la derecha.


Pedro giró y miró de reojo a su copiloto. Había permanecido callada la mayor parte del viaje. Eso le preocupaba. Si no hablaba significaba que estaba pensando. Y viniendo de ella aquello era sinónimo de problemas.


Los segundos que había mirado por los prismáticos aquella mañana cuando la otra mujer salió de casa de los Chaves se repitieron de nuevo en su mente. Aquella mujer se parecía a Paula Chaves: Era su copia exacta, al menos en apariencia. El peso, la altura, incluso los gestos eran los mismos. Era como mirar a una gemela idéntica. Pero Paula Chaves no tenía hermanas ni era adoptada. Aquella mujer tendría que haber pasado por un quirófano para parecerse a la auténtica Paula. Podría haber visto vídeos o incluso observado a la joven para copiarle los gestos. Un tinte de pelo y lentillas de color azul explicarían el resto.


Pero eso supondría dar por hecho que la mujer que estaba sentada a su lado en el coche era la auténtica Paula Chaves.


-Aquí es -anunció ella con entusiasmo-. Ahí está su coche -dijo señalando un sedán gris aparcado a la entrada-. Sólo espero que quiera hablar con nosotros.


Pedro aparcó a unos metros del otro vehículo. No habían considerado la posibilidad de que Kessler se mostrara violento.


-Voy a acercarme yo primero a la puerta para comprobar que todo está bien. Tú quédate.


Ella hizo amago de protestar, como parecía ser su naturaleza. Pero se lo pensó mejor al sentir la mirada glacial que le dedicó el detective.


-¿Sabes si tiene armas de fuego en casa? -preguntó Pedro mientras se bajaba.


-Que yo sepa no -respondió Pau encogiéndose de hombros-. Ni siquiera creo que supiera cómo utilizarlas.


Aquella afirmación no le sirvió de consuelo a Pedro. El hombre podía haber cambiado mucho el último año, sobre todo teniendo en cuenta su polémica con Cphar.


Mientras avanzaba lentamente hacia la puerta de entrada, Pedro observó la parcela vacía en busca de algún rastro de un inesperado comité de bienvenida. Nada. La casa estaba bastante alejada del camino de entrada. Era una construcción clásica de dos plantas pintada de blanco con las contraventanas verdes. Había un garaje adyacente de aspecto más moderno y otra construcción más grande y todavía más reciente que el garaje. Dado que Kessler era un científico, Pedro supuso que se trataría de su laboratorio. 


Una idea que se veía reforzada por el panel de seguridad de alta tecnología que tenía en la pared y del que carecía la casa. También era significativa la ausencia de ventanas.


El sol de mediodía calentaba con inusual fuerza. Pedro sintió que la frente se le perlaba de sudor. La gravilla crujía bajo las suelas de sus botas. Cuando alcanzó los escalones de madera que llevaban al porche, se detuvo y escuchó atentamente los sonidos que pudieran proceder del interior de la casa. La puerta delantera estaba abierta y resguardada únicamente por una tela metálica oscura que daba a entender que su dueño se había tomado la molestia de preservar su intimidad.


Cuando Pedro levantó el pie derecho para subir el primer escalón, sintió el inconfundible sonido del seguro de una pistola al desengancharse. El detective se quedó paralizado.


-Esto es propiedad privada.


Pedro miró a través de la tela metálica pero sólo pudo percibir una vaga sombra detrás de ella. La voz que había escuchado era inconfundiblemente masculina y pertenecería seguramente a un hombre mayor. Con un poco de suerte, se trataría de Kessler.


-Me llamo Pedro Alfonso. Trabajo para la Agencia Colby. Me gustaría hablar con usted. Es importante.


-Saque su identificación y manténgala abierta de modo que yo pueda verla. Luego quiero que levante las manos.


-La tengo dentro de la chaqueta. Tengo que...


-¡Quítese la chaqueta!


Pedro percibió la ansiedad en el tono de voz del hombre. Lo que menos le apetecía del mundo era tener a un científico asustado apuntándole a la cabeza con una pistola.


-No hay problema -lo tranquilizó el detective-. Pero primero tengo que saber si es usted Lawrence Kessler.


-Eso depende.


Pedro se lo tomó como un sí. Se quitó despacio la chaqueta y la colocó en los escalones. Luego rebuscó en el bolsillo interior y sacó la identificación.


-Sé que tiene un arma -señaló Kessler-. Déjela también donde yo pueda verla.


-Claro. Tranquilo, amigo -respondió el detective sacándose la pistola de la cintura y colocándola sobre la cazadora.


Tenía la esperanza de que el anciano no fuera lo suficientemente avispado como para pensar en la funda de pistola que llevaba en el bolsillo.


-¿Está todo bien ya?


En aquel momento se abrió la tela metálica y un hombre mayor salió al porche con una pistola del calibre doce en la mano. Miró el carné de Pedro sin levantar la vista hacia su rostro.


-¿Qué quiere de mí la Agencia Colby? -preguntó Kessler malhumorado.


-Sólo quiero hacerle un par de preguntas -se explicó Pedro-. No se preocupe, no trabajo para Cphar.


Sobresaltado al escuchar aquel nombre, Kessler pareció todavía menos convencido de considerar al detective un amigo.


-Tiene un minuto para convencerme de que no le dispare -le advirtió el anciano. Antes de que Pedro pudiera darle más explicaciones, se abrió la puerta de su coche y Kessler miró hacia allí. Paula se dirigía hacia la casa.


Pedro maldijo entre dientes.


-Así que no trabaja para Cphar, ¿verdad? -gruñó el anciano-. ¡No se acerque ni un milímetro más! -le advirtió a la joven-. No tengo nada que decirle.


-Mire. Dénos una oportunidad de explicarnos -le pidió Pedro con voz pausada.


-¡He dicho que no se acerque más! -le gritó el científico a Paula.


-Haz lo que te dije -gruño Pedro.


Para su alivio, la joven se detuvo... Para hacer algo todavía peor.


-Doctor Kessler, sé que hay un problema con el Cellneu. Necesito que me diga de qué se trata -le gritó en tono casi acusador.


Pedro volvió a maldecir. Sería un milagro que no los mataran a los dos por culpa de ella.


-No fue culpa mía -gritó Kessler con un nuevo tono de tensión en la voz-. Intenté decírselo, pero ellos no me escucharon. Chaves decidió creer a Crane antes que a mí. Se merece lo que le pase, sea lo que sea.


-Dentro de dos semanas comenzarán a probarlo con grupos humanos -le dijo Paula con voz temblorosa-. Está previsto que el Ministerio de Sanidad apruebe el Cellneu antes de fin de año.


-Están locos -murmuró Kessler-. Yo ya no soy el responsable. Hice todo lo que pude para detener esto. Tengo una hija en Colorado. No arriesgaré su vida ni la de su familia. No me pidan que haga eso.


-¿Le ha amenazado alguien, doctor Kessler? -le preguntó Pedro.


-No, claramente no -contestó el anciano soltando una carcajada amarga sin asomo de humor-. Pero he entendido perfectamente el mensaje.


-Necesito su ayuda, doctor Kessler -le pidió Paula, que para entonces se había colocado al lado de Pedro-. Sé que mi padre cometió un error. Ahora me pregunto si no habrá sido debido a su enfermedad. Su salud se ha deteriorado muy deprisa el último año. Todavía no sabemos exactamente de qué se trata, pero puede haber afectado a su juicio. Tal ver por eso tomó partido por David en lugar de por usted.


Kessler sopesó sus palabras. Entonces bajó el arma que sujetaba con tanta fuerza.


-La gente morirá si siguen adelante con el Cellneu.


-Díganos cómo detenerlos -le urgió Paula.


-Tenemos que tener pruebas -intervino Pedro-. Si detenemos al responsable de esto su familia estará a salvo. Ahora mismo no lo están, ni tampoco usted.


-El responsable es Crane -aseguró el científico-. No lo dude. Está hambriento de dinero y de poder. Lo demás no le importa. Es un codicioso malnacido.


Pedro sintió una punzada de culpabilidad.


-Te lo dije -se apresuró a señalar Paula mirándolo-. ¿Cuándo empezarás a creerme?


-Si pudiéramos entrar un instante para hablar del asunto -dijo el detective girándose hacia Kessler-, su ayuda podría ser fundamental para resolver el caso.


-De acuerdo -cedió el anciano exhalando un suspiro y sujetando la tela metálica-. Entren.


Pedro siguió a Paula por el salón en penumbra. Las cortinas estaban completamente echadas. Kessler dejó la pistola en un rincón y encendió la lámpara que había sobre una mesita. Después les hizo un gesto con la mano indicándoles el sofá para que se sentaran.


-El Cellneu parece completamente seguro al principio -dijo sin más preámbulos-. Y los resultados son impresionantes. Pero provoca cambios irreversibles en ciertas células.


-Alteraciones genéticas -murmuró Paula con gesto grave-. Cielos, ¿cómo no nos dimos cuenta?


-En un principio pasa desapercibido -explicó Kessler negando con la cabeza-. Las células mutadas permanecen dormidas durante meses. Por eso se nos pasó. Cuando yo lo descubrí intenté detener el proyecto, pero nadie quiso escucharme. Crane insistió en que la incidencia sería mínima. Que lo bueno superaría con creces la parte negativa.


-¿Qué ocurre cuando esas células se despiertan? -preguntó Pedro mirando alternativamente a ambos científicos.


-Que destruyen todo a su paso -respondió Kessler-. La muerte es inevitable.


-Si David se sale con la suya, el medicamento se pondrá a disposición de miles de personas -dijo Paula dirigiéndose directamente a Pedro-. Imagina cuántas morirán.


-¿Es posible que Crane tenga razón respecto a la baja incidencia? -reflexionó el detective.


Tenía que asegurarse. Los cargos contra Crane eran muy graves. El hombre al que Pedro recordaba soñaba con salvar el mundo. Había compartido con él aquel sueño durante aquellas setenta y dos horas de infierno.


-La incidencia de muertes será mucho mayor que la de supervivientes. Crane lo sabe.


Algo en los ojos del anciano le hizo ver a Pedro que estaba diciendo la verdad. El detective sintió un nudo en la garganta y posó la vista sobre Paula. Los ojos de la joven reflejaban la misma tristeza que los de Kessler.


¿Habría ordenado Crane con tanta crueldad la muerte de la mujer a la que supuestamente amaba y con la que se iba a casar? ¿Una mujer tan joven y tan ingenua, tan poco habituada al mundo real? La habían protegido durante toda su vida, y todo para recibir un despertar que nadie merecía.


La espantosa realidad atravesó la mente de Pedro como si fuera un jet cruzando la barrera del sonido.


Aquel parecido... ¿De dónde la habría sacado Crane? ¿Cuánto tiempo llevaba planeándolo? Por lo que Pedro sabía, Crane pretendía casarse con Paula Chaves. El súbito cambio de actitud de Roberto Gardner o su descubrimiento había sido lo único que se lo impidió. La doble debía ser una alternativa, el plan B para el caso de que las cosas se torcieran. Y sin embargo...


-Necesitamos una prueba -les recordó el detective a ambos científicos.


-¿Cómo puedes seguir sin estar convencido? -exclamó Paula mirándolo con desolación-. ¿Acaso no has oído suficiente? La gente morirá.


-Si no hay pruebas tenemos las manos atadas -respondió Pedro sosteniéndole la mirada-. Lo sabes tan bien como yo. No se puede acabar con un tipo como Crane sólo por un rumor. Sobre todo si procede de un antiguo empleado que tal vez sólo quiera venganza.


-De acuerdo -murmuró la joven con rabia-. ¿Conserva algún archivo de sus investigaciones? -preguntó girándose hacia Kessler.


-Siempre he creído en las ventajas de cubrirse las espaldas -respondió el anciano sonriendo-. Lo tengo todo escondido en el laboratorio. Les traeré el archivo. Esperen aquí. No permito visitas en mi laboratorio.


-Gracias por ayudarnos, doctor Kessler - dijo Paula acercándose a él.


El anciano asintió con la cabeza y salió por la puerta.


-Supongo que ahora me crees -le dijo la joven al detective antes de recorrer nerviosa el salón.


Pedro también se puso de pie. Había algo que lo inquietaba. 


Algo que no sabía definir. No dudaba de la palabra de Kessler. Qué demonios, a aquellas alturas tampoco dudaba de la de su cliente. Pero algo no encajaba. Se trataba de aquella sensación extraña que siempre lo invadía cuando las cosas se iban a poner todavía peor.


En aquel momento, el sonido de una explosión lo arrancó de sus pensamientos.


-¿Qué ha sido eso?


Paula se agarró a él como una lapa. Estaba aterrorizada.


-Quédate detrás de mí -exclamó Pedro dirigiéndose a la puerta.


Por primera vez desde que la encontró en aquella sórdida habitación de motel, ella le obedeció sin rechistar. Se le colgó del brazo y, a juzgar por la fuerza con que lo agarraba, parecía decidida a no soltarlo. Fuera olía a desastre. El laboratorio estaba envuelto en llamas y humo.


-¡Entra en el coche! -le ordenó Pedro.


Tenía que intentar salvar a Kessler. Ella estaría más segura en el coche.


Salió corriendo hacia el edificio en llamas. Paula se quedó paralizada, incapaz de moverse mientras lo veía golpear con el hombro la que parecía ser la única entrada al laboratorio. 


Estaba tratando de abrirse camino... al interior de un edificio que ya estaba perdido. Si entraba...


Pedro! -gritó corriendo hacia él.


La puerta había cedido. Pedro estaba dentro. Ella sintió que el corazón le latía a toda prisa.


Pedro! volvió a gritar.


No veía nada. Una gruesa capa de humo lo cubría todo. 


Tenía que hacer algo. ¿Y si se intoxicaba con el humo? ¿Y si no conseguía encontrarlo antes de que fuera demasiado tarde? Tenía que entrar. No podía seguir esperando.


Cuando se disponía a entrar en el laboratorio, Pedro salió por la puerta con el doctor Kessler al hombro.


-¿Está vivo? -preguntó ayudándole a dejarlo en el suelo.


-Casi. ¡Entra y llama a urgencias!


Pedro tenía el rostro y las ropas negros por el humo. 


Respiraba con dificultad y no paraba de toser. Paula sintió un nudo en el estómago. Él también necesitaría asistencia médica.


Ayuda. Tenía que conseguir ayuda. Cuando estaba a medio camino de la casa otra explosión provocó que la tierra temblara bajo sus pies. Una fuerza invisible la tiró hacia atrás. El rostro de Pedro flotaba delante de sus ojos.


Trató de hablar, pero la oscuridad la engulló.





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