sábado, 16 de julio de 2016

RENDICIÓN: CAPITULO 11




Menuda sorpresa…


Aquello fue lo único que Pedro fue capaz de decir. Su hija había estado realizando un libro de recortes sobre él. Este hecho le llegaba hasta lo más hondo de una parte que él había creído que ya no existía. Miró al recorte más reciente, que se había impreso de un artículo de Internet. La fotografía no era muy buena, pero, a pesar de todo, ella lo había impreso y lo había metido dentro de su libro de recortes.


¿Qué era lo que podía pensar?


Apoyó la frente sobre el puño cerrado y respiró profundamente.


Paula sintió una fuerte compasión hacia él. Pedro Alfonso era un hombre duro y frío. Sus modales indicaban que era un hombre que sabía que podía conseguir lo que quisiera tan solo chasqueando los dedos. Aquel era un rasgo que no podía soportar en nadie.


Odiaba a los hombres ricos que se comportaban como si fueran los dueños del mundo y todo lo que este contenía. 


Odiaba a los hombres que pensaban que todos los problemas se solucionaban con dinero. Odiaba a cualquiera que no valorara la importancia de la vida familiar.


Pedro se comportaba como si fuera el dueño del mundo y ciertamente como si el dinero fuera la clave para la resolución de todos los problemas. Si era una víctima de las circunstancias en lo que se refería a una vida familiar desgraciada, no se comportaba como si hubiera llegado el momento de solucionarlo.


Entonces, ¿por qué extendía ella una mano para colocársela en el brazo? ¿Por qué había acercado la silla a la de él para poder sentir el calor que irradiaba de su cuerpo? La respuesta era porque la vulnerabilidad que siempre había presentido en él en lo referente a su hija era, de repente, completamente evidente.


Raquel era su talón de Aquiles. En todo lo demás, Pedro controlaba perfectamente todo lo que le rodeaba. Su vida entera. Sin embargo, en lo que se refería a su hija, flaqueaba.


Había mantenido a distancia a las mujeres con las que había salido en el pasado. El gato escaldado del agua fría huye. 


Después de su experiencia con Bianca se había asegurado de que ninguna mujer pasara más allá de los muros que había construido para protegerse. Esas mujeres jamás habían contemplado en lo que se convertía ese hombre cuando su hija estaba por medio. Paula se preguntó incluso cuántas de ellas habrían sabido que él tenía una hija.


Sin embargo, ella sí lo había visto completamente desnudo emocionalmente hablando. Eso era bueno y malo a la vez.


Con aquella situación en la que se encontraba, se había visto obligado a revelarle más de lo que nunca le había contado a nadie más. Paula estaba completamente segura de ello.


Por otro lado, para un hombre orgulloso, la necesidad de tener que confiar pensamientos que normalmente estaban ocultos se podría terminar viendo como una señal de debilidad. ¿Y qué importaba? No estarían juntos mucho tiempo y, en aquellos momentos, de una manera extraña y tácita, él la necesitaba. Paula lo presentía, aunque aquello era algo que él no confesaría jamás.


Aquellos recortes le habían conmovido más allá de lo que se podía expresar con palabras. Pedro se estaba esforzando mucho por controlar su reacción, tal y como evidenciaba su profundo silencio.


–Tendrás que devolver ese libro al lugar en el que lo encontraste –dijo con voz ronca cuando por fin rompió el silencio–. Déjamelo esta noche y te lo devolveré mañana por la mañana.


Paula asintió. Aún tenía la mano sobre el brazo de él. De hecho, había comenzado a moverlo ligeramente, sintiendo la fuerza de sus músculos bajo la camisa y la definición de los hombros y de la clavícula.


Pedro la miró con los ojos entornados.


–¿Acaso te apiadas de mí? –le preguntó mientras le agarraba la mano–. ¿Me acaricias de ese modo por piedad?


–No es una caricia por piedad –susurró Paula. La piel le ardía donde él la tocaba–, pero sé que debe de ser desconcertante para ti ver ese libro de Raquel, ver fotos tuyas en él y artículos sacados de Internet.


Pedro no dijo nada. Se limitó a mirarla. Paula casi no podía ni respirar. Aquel momento parecía tan frágil como una gota de agua que se balancea sobre la punta de una hoja, a punto de caer y de estallar en mil pedazos.


No quería que aquel momento terminara. Sabía que estaba mal, pero ella quería tocarle el rostro y aliviar aquellos sentimientos tan humanos que sabía que él estaría teniendo, sentimientos que él se tomaría mucha molestia por esconder.


–El libro de recortes estaba ahí, encima de la cama –susurró mientras se perdía en los ojos oscuros de Pedro–. Me habría sentido fatal si lo hubiera encontrado debajo del colchón o en un cajón, pero estaba allí, esperando a que lo encontraran.


–Yo no. Raquel sabía que yo nunca entraría en su suite.


Paula se encogió de hombros.


–Quería que vieras que eres importante para tu hija –murmuró ella con voz temblorosa–, aunque tú no te lo creas por el modo en el que se comporta. Los adolescentes pueden ser muy complicados en lo que se refiere a mostrar sus sentimientos. Seguro que te acuerdas de cuando tú eras un adolescente –añadió, tratando de sonreír para aliviar la tensión que había entre ellos.


–Vagamente. Cuando pienso en los años de mi adolescente, termino pensando que me convertí en padre antes de que terminara mi adolescencia.


–Por supuesto –murmuró Paula muy comprensiva.


–Vuelves a hacerlo.


–¿A hacer qué?


–A agobiarme con tu compasión. No te preocupes. Tal vez me guste –dijo él. Su boca se curvó con una sonrisa propia de un depredador. Sin embargo, lleno de confusión por lo que sentía, pensaba que la compasión de Paula era en realidad muy bienvenida.


Extendió la mano y tocó la mejilla de ella. Entonces, con dos dedos, le trazó un círculo alrededor de la boca y del esbelto cuello para detenerse por fin en la base de la clavícula.


–¿Has estado sintiendo a lo largo de los últimos dos días lo mismo que yo estoy sintiendo? –le preguntó.


Paula no estaba segura de si era capaz físicamente de responder esa pregunta, y mucho menos con la mano de Pedro sobre el hombro y reviviendo cada centímetro de su caricia


–¿Y bien? –insistió él. Le colocó la otra mano sobre el muslo y comenzó a masajeárselo suavemente. Aquello fue suficiente para que el aliento le rasgara la garganta.


–¿Qué es lo que quieres decir? ¿De qué estás hablando?
Como si no lo supiera.


Había pensado en marcharse porque aquella atracción se estaba haciendo demasiado peligrosa y amenazaba con hacerse evidente. Tal vez una parte de ella había sabido que la verdadera razón por la que necesitaba marcharse era porque, en cierto modo, sabía que él se sentía también atraído por ella. La química que existía entre ellos era muy real.


Sin embargo, eso no era nada bueno. Ella no tenía aventuras de una noche con los hombres, ni siquiera de dos noches. Ella tenía relaciones. Si no había habido hombre alguno en su vida durante, literalmente, años, se debía a que ella jamás había sido la clase de chica que tenía relaciones sexuales por tenerlas.


Con Pedro, algo le decía que ella podía ser esa chica y eso le daba miedo.


–Ya sabes exactamente a lo que me refiero. Me deseas. Yo te deseo a ti. Te llevo deseando un tiempo…


–Creo que debería irme a la cama –susurró Paula. Sin embargo, no se movía a pesar de sus protestas–. Te dejo con tus pensamientos…


–Tal vez no tenga demasiadas ganas de que me dejes a solas con mis pensamientos… –comentó Pedro sinceramente–. Tal vez mis pensamientos son un agujero negro en el que no tengo deseo alguno de caer. Tal vez quiero tu pena y tu compasión porque son lo que me puede salvar de esa caída.


«¿Y qué ocurre conmigo cuando te salve de esa caída? En estos momentos, te encuentras en una situación extraña y, si te rescato ahora, ¿qué ocurrirá cuando te marches de ese lugar tan extraño en el que te encuentras y vuelvas a cerrar la puerta?».


Estos turbulentos pensamientos casi no tuvieron tiempo de asentarse antes de que se vieran hechos pedazos por el emocionante pensamiento de estar con el hombre que, en aquellos momentos, se inclinaba hacia ella y la miraba con tanta intensidad que le hacía querer gemir de placer.


Antes de que pudiera escudarse detrás de sus débiles protestas, él le colocó la mano en la nuca y la atrajo hacia su cuerpo, muy lentamente, tanto que ella tuvo tiempo de apreciar la profundidad de sus ojos oscuros, las delicadas líneas de expresión que enmarcaban sus rasgos, la sensual curva de su boca y la longitud de sus pestañas.


Paula se dejó atrapar por el beso con un suave gemido, en parte resignación y en parte desesperación. Ella le colocó la mano en la nuca, copiando el gesto de él y, cuando sintió que la lengua invadía los delicados contornos de su boca, devolvió el beso. Inmediatamente, sintió como la entrepierna se le humedecía y le ponía los pezones en tensión.


–No deberíamos estar haciendo esto… –musitó ella rompiendo el beso durante unos segundos.


–¿Y por qué no?


–Porque esta no es la razón más adecuada para acostarse con alguien.


–No sé de qué estás hablando.


Pedro se inclinó sobre ella para volver a besarla, pero ella se lo impidió colocándole una mano sobre el pecho y con la ansiedad de su mirada.


–No te tengo pena, Pedro. Siento que no tengas la relación que te gustaría con tu hija, pero no te tengo pena. Cuando te mostré ese libro de recortes, lo hice porque sentía que sus contenidos eran algo que necesitabas conocer. Lo que siento es compresión y compasión.


–Y lo que yo siento es que no nos deberíamos perder en las palabras.


–¿Porque las palabras no son lo tuyo?


–No. Ya sabes que se dice que los gestos son más elocuentes que las palabras –respondió él con una sonrisa.


El cuerpo le ardía. Ella tenía razón. Las palabras no eran lo suyo, al menos no cuando se trataba de expresar sentimientos con ellas. La tomó entre sus brazos. Paula lanzó un pequeño grito de sorpresa. Se echó a reír y le pidió que la dejara sobre el suelo inmediatamente. A pesar de que estaba delgada, era demasiado alta para que él pudiera pensar que podía jugar a hombre de las cavernas con ella.


Pedro no le hizo caso y la tomó en brazos. Subió con ella las escaleras hasta llegar a su dormitorio.


–A todas las mujeres les gustan los hombres de las cavernas –dijo él mientras abría la puerta de su dormitorio de una patada. Luego, la depositó cuidadosamente sobre la cama.


–A mí no –respondió Paula mientras observaba a pesar de la penumbra cómo él comenzaba a desabrocharse la camisa.


Ya le había visto con poca ropa en la piscina. Debería saber lo que esperar en lo que se refería al cuerpo de Pedro. Sin embargo, cuando él se quitó la camisa, fue como si lo estuviera viendo por primera vez. Además, lo estaba observando mientras esperaba la promesa de que él la poseyera inmediatamente sobre aquella cama.


Efectivamente, Pedro no quería hablar. Quería poseerla rápida y duramente hasta que le oyera gritar de placer. 


Quería darle placer y sentir cómo ella alcanzaba el orgasmo cuando aún estaba dentro de ella.


Sin embargo, sería mucho más dulce tomarse su tiempo, saborear cada centímetro de su piel, contenerse y dejarse llevar por las sensaciones de hacerle el amor a un ritmo mucho más tranquilo.


–¿No? –replicó él. Entonces, se colocó la mano en la cremallera de los pantalones y comenzó a despojarse de ellos. No tardó en quedarse en calzoncillos–. ¿Crees que soy un hombre de las cavernas porque te he llevado en brazos escaleras arriba?


Muy lentamente, se quitó los calzoncillos. Lamentaba no haber encendido algunas luces porque le habría gustado apreciar la expresión del rostro de Paula mientras ella lo observaba. Se acercó un poco más a la cama y se tocó ligeramente. Oyó que ella contenía rápidamente la respiración.


–Creo que, en general, eres un hombre de las cavernas –dijo Paula, mientras observaba ávidamente la impresionante erección.


Cuando él se la sujetó con la mano, Paula deseó hacer lo mismo, tocarse entre las piernas. Estaba muy nerviosa y deseó tener más experiencia, saber un poco más sobre lo que hacer con un hombre como él, un hombre que probablemente conocía todo lo que había que saber sobre el sexo.


Se incorporó, cruzó las piernas y extendió la mano para tocarle a él. Reemplazó su mano con la suya. Fue ganando confianza cuando oyó que él temblaba de apreciación.


Resultaba muy excitante estar completamente vestida mientras él estaba completamente desnudo.


–¿Te gusta?


Cuando ella lo rodeó con la boca, Pedro gimió de placer y echó la cabeza hacia atrás. Le parecía que había muerto y se había ido al Cielo. La humedad de la boca de Paula sobre su potente erección, el modo en el que lo lamía y lo saboreaba le aceleraron la respiración. Le agarró el corto cabello con la mano, consciente de que tenía que contenerse o correría el riesgo de terminar todo aquello prácticamente antes de empezar.


Lamentándolo mucho, se apartó de ella. Entonces, se tumbó a su lado sobre la cama.


–¿Sería un hombre de las cavernas si te desnudara? Yo no… –susurró mientras deslizaba los dedos por debajo de la camiseta y comenzaba a sacársela por la cabeza–… querría… –añadió. A continuación fueron los vaqueros, que ella misma se quitó para quedarse en sujetador y braguitas, prendas blancas y funcionales que tenían un aspecto maravilloso sobre su pie–… ofender tu sensibilidad feminista.


Por mucho que lo intentaba, Paula no era capaz de encontrar dónde había colocado aquella sensibilidad feminista de la que él hablaba. Se llevó las manos a la espalda para quitarse el sujetador, pero él le apartó suavemente las manos para llevar a cabo la tarea. Entonces, contempló con apreciación los pequeños pero perfectos pechos. Tenía los pezones grandes, oscuros sobre unos pechos pequeños y puntiagudos que se ofrecían a él como dulce y delicada fruta.


Con un rápido movimiento, Pedro se colocó a horcajadas encima de ella. Paula cayó sobre la almohada con un suave gemido de excitación. Estaba muy húmeda… Cuando él extendió la mano por debajo de las braguitas, ella gruñó y se tapó los ojos con una mano.


–Quiero verte, cariño mío –susurró él mientras se bajaba un poco para colocarse ligeramente encima de ella–. Aparta la mano.


–No suelo hacer esta clase de cosas –musitó ella–. No me van las aventuras de una noche. Jamás lo he hecho. No veo el motivo.


–Shh…


Pedro la miró hasta que ella se sintió arder de deseo. 


Entonces, comenzó a lamerle suavemente un pecho, moviéndose en círculos concéntricos hasta que la lengua encontró el pezón. La sensible punta se puso completamente erecta. Cuando él se lo metió en la boca, Paula comenzó a temblar de placer y arqueó la espalda para no perder ni una sola oleada de placenteras sensaciones.


Tenía que quitarse las braguitas. Estaban húmedas y resultaban incómodas, pero el cuerpo de Pedro se lo impedía. Prefirió dejarle que él siguiera besándole los pechos. Le apretó la cabeza con la mano y comenzó a emitir gemidos de placer a medida que él iba chupándole y torturándole la sensible piel, moviéndose entre los senos y, por último, lo que volvió completamente loca a Paula, trazarle las costillas con la lengua mientras se abría paso sobre la excitada piel para llegar al ombligo.


El aliento de Pedro era muy cálido, tanto que aceleró aún más la respiración de Paula. No se podía creer lo que estaba ocurriendo y, sin embargo, se sentía desesperada completamente porque continuara.


Al notar que él comenzaba a bajarle las braguitas, contuvo la respiración. Sintió cómo Pedro le separaba las piernas y comenzaba a acariciarle el centro de su feminidad con la lengua. Ella gruñó de placer. Nunca antes había experimentado aquello. Le agarró con fuerza el cabello y tiró de él, pero su cuerpo comenzó a responder con una escandalosa falta de inhibición. Él seguía saboreándola, torturando su henchida feminidad, hasta que, por fin, ella perdió la habilidad de pensar con claridad.


Pedro sentía plenamente el modo en el que ella respondía, como si los dos compartieran la misma onda. En un instante, comprendió que todo lo demás que había experimentado antes con mujeres no podía competir con lo que estaba ocurriendo en aquellos momentos. Aquella mujer había visto más de él que ninguna otra antes.


Lo más extraño de aquello era que Paula no había provocado aquella situación.


Tampoco él la había anticipado. Simplemente la miró, le gustó lo que vio y lo deseó. Sin embargo, por primera vez en su vida, le daba la sensación de que lo que estaba ocurriendo entre ellos no tenía que ver simplemente con el sexo.


Sin embargo, el sexo era maravilloso.


Apartó aquellos pensamientos y se perdió en el cuerpo de Paula, en sus gemidos, en sus movimientos, hasta que, por fin, cuando sintió que ella deseaba alcanzar el orgasmo, se apartó un poco para sacar un preservativo de la mesilla de noche.


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