lunes, 13 de junio de 2016

LO QUE SOY: EPILOGO






Cenaron envueltos en una constante alboroto de risas y palabras de alegría, tal y como debía ser en aquellas fiestas.


Cuando acabaron y se hubieron tomado unos cuantos ponches a la salud de los bebés, Hernan llevó a Alma a su casa y Simon y Carmen se retiraron a su habitación. Pau y Pedro quedaron solos en el salón.


—¿Crees que mi madre y tu padre se animarán algún día a compartir su vida? —le preguntó Pedro a Pau después de regalarse un millón de besos y caricias íntimas delante del fuego de la chimenea.


—¿Lo sabías? —dijo ella incrédula.


—Claro, no hace falta ser muy listo para verlo. Además, mi madre no ha dejado de lanzarle miraditas a tu padre desde que entramos en la casa esta tarde.


—Es usted muy listo, señor Alfonso.


—Siempre he sido muy listo —contestó con un tono de fingida soberbia.


—¿Siempre? Eso me recuerda algo. —Pau se levantó de un salto y fue corriendo hasta una bombonera antigua que había en el mueble del salón. Cogió algo en su mano y cerró el puño para que Pedro no pudiera verlo. Luego regresó al sofá y puso el brazo de Pedro alrededor de sus hombros para quedar en la misma posición calentita en la que había estado hacía unos instantes—. Verás, tengo aquí algo que he estado guardando desde hace muchos, muchos años y creo que te pertenece. —Paula abrió la mano y en su palma descansaba una reluciente canica de cristal amarillo con un pequeño trébol de tres hojas en el centro que despedía reflejos verdes al incidir en ella la luz de las llamas de la chimenea.


—¿Qué es esto? —preguntó él curioso tomando la pequeña bola entre sus dedos.


—¿No lo recuerdas? Yo era una niña con un vestido blanco nuevo. Mi madre me había advertido que no me manchara porque debíamos ir a casa de mi tía de visita y estaría fea si tenía el vestido manchado. Yo fui a buscar a mi hermano que estaba con los Demonios Negros y al doblar una esquina, un niño tonto con una pecera llena de canicas me tiró al suelo y me manchó el vestido. ¿Te acuerdas ya?


Pedro estaba estupefacto. Se acordaba de ese día. 


Recordaba haber chocado con alguien que le tiró las canicas pero no recordaba que fuera una niña. Esa niña.


—¿Y cómo llegó esta a tus manos? Pensé que las había recogido todas.


Paula lo miró con un brillo extraño en los ojos e intentó arrebatársela rápidamente. Falló.


—Se te olvidó esta, obviamente. De hecho, fue la prueba que necesitó la policía para saber que fuisteis vosotros, y no los Demonios Negros, los que le robasteis al señor Bloome sus canicas.


—¡Pau! —exclamó. —¿Cómo pudiste hacer eso? Mi padre empezó a mandarme a duros campamentos de verano justo después de aquello.


—¡Tú me tiraste al suelo y me manchaste mi vestido blanco! Estaba tan furiosa contigo... —Sonrió—. Por si te consuela, yo me llevé una zurra de Simon por chivata porque los Demonios también tuvieron su parte. Pero yo solo quería que tú llorases como una niña igual que lloré yo cuando me riñó mi madre.


—¿Y te lo has guardado hasta ahora? Eres…


—Quise decírtelo antes. Te veía en el colegio a veces, solo, y en muchos momentos estuve a punto de acercarme y decirte que había sido yo, pero siempre pensé que me pegarías o que me dejarías en ridículo delante de los niños. Luego, en el instituto, tú habías cambiado cuando yo entré. Te habías ido a aquel campamento militar y estabas diferente. Gustabas a todas las chicas y pensé que si me acercaba a ti para decirte lo de la canica pensarías que era una niña tonta pues aquello no era más que una tontería.


—No lo hubiera hecho. Te habría besado delante de todo el instituto para hacerte sonrojar —dijo él pasándole un dedo por los labios. Luego sujetó la canica entre el pulgar y el índice y la miró detenidamente. Era preciosa—. ¿Quién sabe? Quizás este pequeño trébol nos haya traído suerte después de todo ¿no?


—Quién sabe —dijo ella pensativa acomodándose a su lado—. Tu otro trébol te la dio. A lo mejor fue cosa del destino que quiso que yo no dijera nada y guardara esta bolita tanto tiempo. No sé qué hubiera pasado si te la llego a enseñar por aquel entonces…


—Probablemente me habría enamorado de ti mucho antes, pequeña Chaves.


—No creo, yo no era gran cosa. Tampoco lo soy ahora —dijo tímidamente.


—Eres la mujer más bella y sensual que he visto en mi vida. 
Eres perfecta, Pau, y lo habrías sido ya entonces, aunque mis hormonas no me hubieran dejado ver lo que había delante de mí. Ahora más que nunca sé que eres todo lo que soy


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