martes, 22 de marzo de 2016

OBSESIÓN: CAPITULO 3




Paula


LOS FILOSOS ÁNGULOS DE los bancos de la iglesia me mareaban. La luz del sol entraba sigilosa a través de los vitrales. Sin embargo, era demasiado brillante. Revelaba mi cuerpo; un cuerpo que deseaba su tacto prohibido y aquellas pecaminosas cosas de las que hablaba. Deseaba que fuera de noche. En la oscuridad, hubiera podido ocultar mi cuerpo desnudo de él y de mí. Podría disolverme en estos deseos completamente. Incluso aceptaría una máscara. Al menos de ese modo, podía pretender ser una persona diferente; una mujer que podía rendirse sin juicio o restricción.


En ese momento, quería ser suya. Mi cuerpo ardía por él. 


Había deslizado un dedo dentro de esa parte prohibida de mi cuerpo; esa parte que ni siquiera yo me atrevía a tocar. Él sabía exactamente lo que yo quería, como encender y controlar ese fuego que crecía dentro de mí; cómo hacer que ese delicioso dolor sea aún más doloroso e incluso más deseable. Quería ese paraíso contaminado que me ofrecía; ese placer entrelazado con el dolor. Quería que me poseyera.


No podía decirlo. Esos pensamientos no podían venir de mí, seguramente. Especialmente no cuando me encontraba en la casa de Dios. Él nos estaba mirando. Lo sabía y, sin embargo, mi cuerpo temblaba ante él, rogándole por esas cosas pecaminosas.


–Paula– la voz de Pedro sonaba a advertencia. Sus ojos y su cuerpo, también. Estaban oscuros y aleccionados.


Pronto, no habría vuelta atrás


No me importaban las consecuencias. Sólo quería lo que vendría a continuación. Si no lo iba a tener, me volvería loca.


–No puedo dejarte– le susurré. –No lo haré. Entonces...toma lo que quieres de mí...


Él levantó mi pierna izquierda, haciendo que esa zona prohibida se vuelva más apretada e incluso más tierna.


–No sabes lo que me estás pidiendo.


Cerré mis ojos. Allí, encontré la oscuridad que necesitaba para ser yo misma. Para contestarle honestamente.


Para olvidar todo lo que se interponía entre nosotros, para poder someterme a las sensaciones que estaban creciendo dentro de mí.


–No me importa– le dije, con la voz áspera y temblorosa. –Quiero que me poseas.


El gimió y se echó hacia atrás. Por un momento hubo silencio. Casi pensé que había imaginado todo; quizás hubiera sido así si mis piernas no estuvieran doloridas de su tacto.


–Abre los ojos– inquirió.


Lo hice. Mi visión estaba un poco borrosa.


–Ahora, quítate el vestido.


Me levanté.


–Pero no estoy usando nada debajo...


–Quítatelo– interrumpió.


De repente, tuve miedo de discutir. Miedo incluso de acceder, aunque lo hice. Lentamente, me puse de rodillas, tomé el dobladillo de mi vestido y lo quité por encima de mi cabeza.


El aire estaba frío. Mi cuerpo reaccionó de inmediato; mi estómago se tensionó, junté mis piernas, y se me puso la piel de gallina. El vestido se atasco en mi barbilla al quitarlo, pero tiré más fuerte, ignorando el modo en el cual los botones raspaban mi piel, hasta sacarlo del todo. Luego, lo tiré al lado del altar.


Me abracé con los brazos alrededor de mis pechos. Mis mejillas estaban tan rojas que me sentía mareada.


–Estoy desnuda. ¿Ahora qué?


–No lo suficientemente desnuda. Quita tus prendas interiores–. Su voz sonaba menos segura y más tensa. Tuve la tentación de mirarlo, pero tenía demasiado miedo.


En su lugar, tragué.


–No creo...


–Estabas tan atrevida en el baño hace una hora– escuché el chasquido constante de sus botas mientras se acercaba. – ¿Quieres irte ya, pequeña?


–No. Es sólo, no creo que pueda...


–Está bien–. Se puso de rodillas, en mi línea de visión y me miró.


Sus ojos estaban oscuros. Vidriosos. Parecía tan delirante como yo me sentía.


–No me importa rasgar estos– dijo, empujando una mano, una vez más, bajo mi ropa interior de seda, y con la otra, bajando el elástico para besar la parte baja de mi estómago.


Gemí cuando mis manos empuñaron su cabello. ¿Qué tenían sus labios? ¿Qué me hacían? Eran sólo labios. Lo había visto usarlos muchas veces antes, para hablar. Los había besado cuando era más joven. De hecho, nos habíamos besado a menudo. El jugaría a que era el príncipe y yo la princesa; y cada día que me salvaba, yo lo
recompensaría con un beso. ¿Por qué estos besos se sentían tan diferentes ahora?


–Te gusta esto, ¿no es así? – Él le susurró, moviendo su boca hacia abajo y su mano hacia arriba. –Ni siquiera sabes lo que es y, sin embargo, te gusta.


–No lo...– sé, estaba a punto de decir, pero no podía pensar con la claridad suficiente como para hacerlo.


Él levantó su boca de mi piel. Gemí, a modo de protesta.


–Mientes. ¿Quieres que te muestre lo mentirosa que eres?


Sus manos tomaron mis caderas. Sus dedos se clavaron en mí, lastimándome.


–Me estás lastimando– susurré.


–Bien–. Tomó mis caderas y me subió al altar.


– ¿Qué estás haciendo?


–Te poseo–. Elevó mis piernas y se acomodó entre ellas. 


Había un bulto en sus pantalones, en donde se encontraba esa cosa que lo había descubierto tocándose, antes, el origen de su fiebre. Agarré su fiebre cuando la punta de él tocó mi zona prohibida. No importaba si se encontraba detrás de sus pantalones. Sentía el calor a través de todas sus prendas. O quizás, el calor que emanaba de su interior, bombeando desde mi estómago hasta mis piernas, volviéndome loca.


–Por favor– supliqué, a medida que sus manos rozaban mi cuerpo desnudo.


–Eres tan hermosa– susurró él. –Tan hermosa que, a veces, me pregunto si no sería mejor que no existieras. Si nunca te hubiera visto, o deseado. Los hombres, a menudo, culpan a las mujeres de su propio deseo. Al mirarte, puedo ver porque.


Intenté mover mi cuello, para hablar, pero mi cuerpo se encontraba demasiado débil. La dicha y el dolor palpitaban en mi zona prohibida; una mezcla de miedo y de anticipación que no me dejaban pensar.


Bajó mi ropa interior hasta los tobillos. Tomé su muñeca, intentando detenerlo, pero me empujó sobre mi espalda y las arrancó de un tirón. Traté de cubrirme con mis manos, pero él tomó mis muñecas, sosteniéndolas firme. Estaba completamente expuesta ante él.


– ¿Qué estás haciendo? – aullé.


–Pensé que querías que te viera entera. ¿Cambiaste de parecer? ¿Quieres irte?


Él me estaba dando otra oportunidad para escapar. De cualquier modo, yo sabía que esta sería la última.


Deberías irte, cantaba mi mente, pero no podía. Ya no.


–No quiero irme– respondí de manera inestable.


Sus ojos se oscurecieron aún más. Me tomó por las caderas, sosteniéndome con firmeza. Sentí la tensión en mis muslos. Él presionó su cuerpo contra el mío, hasta que esa cosa extraña entre sus piernas tocó mi área prohibida.


–Entonces, te tomaré–. Él respiraba demasiado rápido, perdiendo el control. –Y después de esta noche, no habrá más secretos entre nosotros. Seremos mucho más que sólo mejores amigos o gemelos espirituales. Te habré poseído por completo, te habré visto entera, y nunca más podrás esconderte de mí.


Aunque él me soltó, no me atreví a envolver mis brazos alrededor de mi vientre. Sabía que si lo hacía, me volvería a agarrar. Que su control sería tan duro e imperdonable como sus palabras. La vergüenza se acumuló en mi estómago, pero me dije a mi misma que no importaba; él ya lo había visto. Había visto todo de mí.


Sabía que estaba mal y, sin embargo, abrí aún más mis piernas de manera instintiva cuando deslizó su mano entre mi área prohibida y el bulto en sus pantalones. Oí un sonido tenue y metálico. Él bajó sus pantalones.


Se veía mucho más grande que en la tina. Mi cuerpo tembló. 


De alguna manera supe que era esto de lo que me habían advertido, una y otra vez. De esto me intentaba proteger mi madre. Estaba mal, prohibido, era pecado. Y Pedro me lo haría a mí.


Grité cuando la punta de su elemento se deslizó en mi área prohibida. Estaba resbaladizo y caliente, y él empujó la punta dentro del lugar en donde habían estado sus dedos.


–Mírame. Quiero verte a los ojos cuando te haga mía.


Mis ojos se abrieron, y en el momento que sostuvo mi mirada, ingresó completamente dentro de mí.


Grité al sentir como todo mi cuerpo se dividía. Había pensado que me haría pedazos, pero todavía no sabía lo que eso significaba. Él era como un cuchillo, rebanándome, abriéndome hasta romperme. Sólo sentía dolor en donde él me perforaba. Emanaba desde mi área prohibida hacia el resto de mi cuerpo, llenando mis venas con savia y mis pulmones de agua. Cada latido parecía una eternidad y cada inspiración se sentía como si me estuviera ahogando.


Ya no podía mirarlo. No podía mirarme a mí misma. Así que simplemente lloré mientras él yacía dentro de mí.


–Paula–. Su voz era suave y áspera. Repitió mi nombre 
como si fuera precioso, como si nunca hubiera conocido la agonía. Frotó sus pulgares por mis mejillas. Recordé esos pulgares. Cuando éramos jóvenes, él los usaba para limpiarme las lágrimas y el polvo, como lo hacía ahora. Amaba esos pulgares.


–Mírame.


Lo hice. No podía negarle nada.


– ¿Quieres que me detenga? – Sus hombros temblaban al preguntarme. Su rostro lucía crudo. Me di cuenta de que le era difícil contenerse, y mi cuerpo se tensó a su alrededor, focalizando e intensificando la sensación ardiente de partirme en pedazos. Él gimió de placer.


¿Le gustaba esto? ¿Esta era la manera de satisfacer la fiebre? ¿Era el dolor que yo sentía equivalente a su placer? Cerré los ojos. Si ese era el caso, me llevaría todo su dolor hasta que fuera completamente mío. Le daría mi cuerpo para aliviar su fiebre. Aceptaría este pecado como propio.


–No– susurré, mirando la cruz de madera que se encontraba encima de mí. –Haz lo que desees.


–No puedo controlarme– gimió él.


–Está bien.


–Lo siento–. Escondió su rostro entre los hombros mientras sus manos se aferraban a mis caderas; más fuerte, clavando sus uñas dentro de mi piel, causando sangrías. Me tomé de sus antebrazos cuando él salió.


Por un momento, pensé que había terminado, que los dos nos aferraríamos el uno al otro debajo de la cruz, esperando que se enfríe el sudor de los cuerpos. Él acariciaría mi rostro con sus pulgares, otra vez. Me diría cosas dulces mientras el polvo se asienta y mis lágrimas se secan.


Y luego, su cuchillo se estrelló dentro de mí, desgranando mis pensamientos y destrozando mi cuerpo. Él volvió a salir y a golpear dentro de mí, una y otra vez; mientras yo gemía y gritaba, aferrándome a aquello que me dolía para salvar su vida.





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