martes, 22 de marzo de 2016
OBSESIÓN: CAPITULO 2
Pedro
MI ERECCIÓN SE QUEDÓ ATRAPADA EN MIS PANTALONES cuando intenté subirlos. Dolía como el demonio. Escucharla llamar mi predicamento una ´fiebre´, era lo más ridículo que había oído en mi vida. Pero me sacó del momento, así que supongo que puedo agradecerle por ello.
¿Qué había hecho?
Sus mejillas estaban ruborizadas al abrir la puerta. Sus labios partidos y rojos, como si acababa de tener sexo y estuviera rogando por más. Su cabello estaba húmedo y no del todo seco. Algunas hebras caían por sus mejillas, por su cuello, por sus pechos.
Oh Dios, esos pechos.
Lucían mucho mejor de lo que me hubiera imaginado, y cuando se había caído dentro de la tina, el borde de cerámica los había impulsado como lo haría un corsé, a diferencia de que esta vez podía ver sus pequeños pezones rosados asomarse sobre la superficie. Así lucirían si los tomara y los presionara al tener sexo con ella.
Y luego, tomó mi pene.
Ni siquiera sabía qué era, pero lo tomó. Movió la piel sobre la cabeza lentamente, suavemente, como si tuviera miedo de lastimarme. Había mordido mis labios para evitar decirle que presione con más fuerza. Había empuñado mis manos para evitar tomar su cabeza y presionarla sobre mi miembro.
Porque deseaba sus pequeños labios abiertos sobre mi pene. Quería frotar mis bolas sobre su cara, y mi miembro por sobre toda ella, mientras gemía, sin entender lo que su cuerpo le pedía.
Tragué. No pienses en ello, me dije a mí mismo, pero mi cuerpo se negaba a escuchar mis advertencias.
Ella me quería. Era todo lo que había deseado. Era una pesadilla. ¿Cómo mierda se suponía que iba a evitar pensar en coger su pequeña vagina cuando estaba a mí alrededor ahora que sabía que ella también lo quería?
Corrí hacia abajo. El cielo era de un color azul y violeta, como un hematoma recién hecho. El viento movía el polvo sobre la sucia carretera, inclinando la hierba en la dirección del sol poniente.
Casi no podía escuchar mis pasos al dirigirme a la iglesia al final del pueblo. No había llovido en días, y la tierra estaba dura y agrietada. No ví a nadie al caminar. Nadie vivía de este lado, tan cerca del bosque. La mayoría le temía a la oscuridad incivilizada. Yo no.
La puerta de la iglesia crujió al abrirse. Cerré mis ojos y caminé hacia el pasillo central. Estiré mis brazos y dejé que la punta de mis dedos tocara el borde de cada banco a medida que me acercaba al altar.
Alguien había envuelto una tela blanca sobre él. Una fila de velas sin encender yacía sobre el suelo, y encima, una cruz de madera se sostenía ante el vitral.
Me arrodillé, frente a Dios, e intenté pensar en algo que no fuera mi miembro.
– ¿Por qué me haces esto a mí? – mi voz sonaba áspera. Acusatoria. No me importaba. –No puedo aliviar este dolor, ya que el acto de aliviarlo me acerca a mi pecaminosa obsesión. ¿Por qué me hiciste sentir así si estaba tan mal? ¿Por qué me estás probando?
Silencio.
Presioné mis manos en puños, luchando contra el deseo de tomar mi pene y masturbarme rápido y duro hasta vaciarme frente al altar blanco. Quería profanarlo. Dios ya conocía mi debilidad, de modo que por qué no ser débil frente a Él.
– ¿Quién está allí? – grité, dando la vuelta.
Mi voz hizo eco. Por algunos momentos no hubo sonido alguno, y luego escuché nuevamente un crujido.
–Te escucho– advertí.
–Pedro.
No. Mi cuerpo reaccionó inmediatamente a esa silenciosa voz. Mi estómago se tensionó. Mi pene estaba tan duro que pensé que iba a explotar. No podía moverme; no confiaba lo suficientemente en mí como para hacerlo.
Entonces observé su caminar a través de las puertas abiertas de la iglesia y entre los bancos.
Usaba una de mis camisas sobre su vestido sencillo. No era una buena señal. Me gustaba demasiado verla con mi ropa.
– ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Me seguiste?
Su rostro se desmoronó.
–Pedro
Apreté los dientes.
–Te dije que no me sigas.
–Pedro detente”, me rogó. – Por favor, habla conmigo. ¿Hice algo mal? ¿Por qué me odias?
No te odio.
No podía decírselo. Si lo hacía, le diría otras cosas que no podía admitir. Cosas que debían mantenerse en secreto porque incluso explicarlas sería un pecado. ¿Cómo le dices a tu mejor amiga que te gustó cuando agarró tu pene? ¿Qué su mano encajó perfectamente alrededor de él? ¿Qué quieres que haga más que sólo frotarlo?
–Pedro, por favor, respóndeme.
La miré. ¿Por qué tuvo que venir a mí ahora, cuando estaba tan desesperado? Mi pene se abultaba en mis pantalones. Restringirlo me hacía sentir como si lo estuviera golpeando con un martillo. Estaba tan cerca de sacarlo.
Quizás no era una tan mala idea después de todo; probablemente la hiciera irse.
O quizás no.
No sabía cuál era la peor opción.
–Pedro, me estás asustando.
Mis ojos se estrecharon.
–Bien. Debería asustarte, pequeña.
Se aferró a mi camisa, haciendo que el dobladillo se caiga, y dándome una agonizante visión de su escote.
– ¿De qué estás hablando?
El temor en su voz me excitaba.
–Te estoy pidiendo que te vayas ahora.
– ¿Esto es por lo que hice en la tina? Lo siento– gimió.
Estaba frente a mí, aferrándose a mis brazos. Al principio pensé que estaba tratando de mantenerse en pie porque temblaba tanto; pero no, estaba intentando alcanzarme.
¿Por qué te aferras a aquello que te atemoriza? Pensé. Pero no había manera de preguntárselo.
–No es por lo que hiciste en la tina– admití. – Es por mí. Por lo que quiero hacerte a ti. Por estos sentimientos que ya no puedo suprimir más.
Bajé mis labios a su garganta. Ella jadeó. Olía tan condenadamente bien, como esas manzanas que vendía. Su piel no estaba bronceada ni endurecida por el sol. Era suave y dulce. Perfecta.
–Te deseo– le dije, casi para mí mismo. –Quiero tomarte ahora. Quiero hacerte mía. No quiero que nadie te toque jamás.
Ella tembló contra mí.
– ¿De qué estás hablando?
Ella gritó cuando la empujé hacia abajo.
–Vete y no vuelvas más tras de mí.
–No puedo irme cuando estás así.
–Pero, ¿quieres irte?
–No, no quiero irme.
La miré.
–No sabes lo que estás diciendo.
– ¡No me importa! Te amo, Pedro. ¿Por qué siempre me alejas?
Podía sentir como mis ojos se oscurecían, como drogados; mi sangre fluía a través de mí, anclándose en mi abdomen; y mi pene, se elevaba aún más, palpitando mientras lentamente arrancaba mi cordura.
– ¿Quieres saber por qué tengo que alejarte Paula? – le susurré, bajando nuevamente. Tomé la camisa que ella estaba usando, mi camisa, y se la arranqué.
Ella gritó. Sus manos cayeron sobre mis muñecas, probablemente intentando detenerme a medida que agarraba su vestido y se lo bajaba de un tirón, dejando al descubierto esos hermosos y perfectos senos. Entonces, hice lo que había deseado hacer cuando los había visto presionados contra la tina; me incliné y los tomé con mi boca.
Ella gimió y jadeó debajo de mí. Sus manos agarraron mi bíceps, y su agarre se afirmó cuando rodeé mi lengua sobre su pezón duro y rosado.
La recosté sobre el suelo. Mi muslo se deslizó entre sus piernas a medida que levantaba su vestido. Tenía ropa interior; una capa de seda rosa tan suave que era casi transparente. Nunca dejaba la casa sin ella. Era una niña tan buena e inocente. No sabía lo que yo pensaba cuando posaba mis manos sobre ella, pero su cuerpo si lo sabía.
Presioné mis manos sobre sus bragas. Ya estaba húmeda y lista para mí. Gritó y cerró sus muslos, haciendo que mis manos golpeen sobre su clítoris.
– ¿Es esto lo que querías, pequeña Paula? – le susurré. Su cuerpo tembló. Cada parte de ella era tan delicada que sentía que cualquier movimiento rápido podría quebrarla. Incluso si eso fuera cierto, no importaba. La había deseado durante demasiados años como para tratarla suavemente.
Sus ojos lucían vidriosos, como piscinas de agua por la noche. Estaba oscuro en la iglesia, y silencioso, salvo por sus asombrados gemidos.
– ¿Tienes miedo?
Sus uñas se clavaron en mis hombros. Mis músculos se tensaron debido al dolor suave.
–Ahora sabes por qué no puedo estar cerca de ti– le dije. –Sabes por qué deberías irte ahora mismo; por qué
necesitas alejarme.
Me diría a mi mismo más tarde que lo hice para probar algo, que fue en su mejor interés y que estaba siendo desinteresado. Pero en realidad, lo hice sólo porque quería tocarla. Lentamente, pase mi mano por su hendidura.
Se sentía tan cálida y húmeda. Sería tan fácil deslizar un dedo y abrirla, justo ahí, debajo de la cruz.
Una parte de mi quería tomarla de este modo. Si tenía que descender, bien podía hacerlo por completo. Ya me encontraba más allá de la redención. Dios, la quería; y Él podía mirar, por darme una carga que no era lo suficientemente fuerte como para soportar. Especialmente cuando ella se acercaba hacia mí como una oferta virginal, oliendo a primavera, mientras el mundo se perdía en un otoño tardío.
–No dices nada– le susurré. – ¿Eso significa que me dejarás tenerte? ¿Te gustan las cosas pervertidas que le hago a tu cuerpo, pequeña? – pasé un dedo por su hendidura, hasta llegar a su clítoris. Ella gritó cuando rocé mi dedo contra él.
Era tan sensible a mi tacto.
–Pedro– gimió. Sus talones se clavaron en el piso de piedra y empujó hacia adelante. Probablemente lo hiciera de forma inconsciente, pero hizo que mi dedo se deslizara por su hendidura dentro de su pequeña vagina. Su coño se envolvía alrededor de mi dedo, empujando hasta tocar su himen.
Estaba tan ajustada. Perfecta. Listos, sus pequeños músculos estaban haciendo su trabajo, preparándose para mí. Recuerdo sus pechos redondos y firmes. Ni siquiera ellos habían sido tocados alguna vez. Mi miembro se tensó al pensar el tomar su cabello y sus tetas y meter mí pene dentro de ella.
–Paula, te quiero coger desde que puedo recordarlo. He querido tomarte. Sé que no entiendes lo que estoy diciendo; pero tu cuerpo sí lo entiende. Y a menos que te vayas ahora, haré exactamente eso.
Ella respiraba con dificultad, su vestido colgaba de su cuerpo debido al sudor. Lentamente, le hice la pregunta que sellaría nuestros destinos.
– ¿Quieres que te muestre? ¿Quieres que te posea?
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario