martes, 22 de marzo de 2016
OBSESIÓN: PROLOGO
Bohemia, 1315
***
Pedro
YO LO ADVERTÍ PRIMERO cuando teníamos doce años.
Volvía de un día de trabajo en el campo para tomar un trago de la fuente de la villa. Mi vecina y mejor amiga estaba sentada sobre el alféizar contemplando el agua. Su canasta de manzanas yacía a sus pies. Ya casi no quedaban más.
Nadie podía resistirse a su sonrisa, de modo que siempre vendía todas sus manzanas. Comencé a caminar más rápido, pensando en que me sentaría a su lado, sostendría su mano y le compraría una de sus manzanas con algo del dinero que había ganado esa semana.
Había tres muchachos recostados contra la ventana de una tienda delante de mí. Cada uno de ellos tenía una manzana. Se reían a medida que se las pasaban entre ellos, frotando sus pulgares de manera obscena sobre la superficie suave y rosada de la fruta, y hablando de su madurez. Uno de ellos la lamió y luego la mordió. Dijo que era dulce, que no podía esperar a comprar más de sus manzanas.
Me di la vuelta, tomé la manzana de sus manos y la aplasté contra su rostro.
Él grito a medida que la sangre brotaba sobre la fruta. Goteó en su boca y por su barbilla.
Uno de sus amigos me cogió del hombro y preguntó cuál era mi problema, alejándome de él. Giré violentamente y me conecté con su mandíbula. Su otro amigo intentó tirarme pero di un paso al costado y lo pateé en la parte trasera de sus rodillas.
No recuerdo mucho de lo que sucedió después. No lo sentí cuando uno de ellos rompió mi nariz, o cuando me fracturé la mano golpeando los dientes de Juan, o incluso cuando me sostuvieron y se tomaron turnos para patearme. Apenas si recuerdo cuando el tender detuvo la lucha y le gritó a los tres muchachos por haberme atacado, aún cuando yo había empezado la pelea. Lo que sí recuerdo es el momento en el que vi el rostro de Paula sobre mí.
La luz del sol hacía que su cabello dorado brillara como un halo alrededor de su pálido rostro. Nuestra villa había adquirido recientemente un ícono de la Virgen María, y los ojos de Paula eran del mismo azul cobalto que su bata celestial. Lucía como un ángel que me observaba devastado.
Y yo la miré, igualmente devastado, colocar sus manos debajo de mi cabeza para ponerla sobre su regazo, y preguntarme por qué.
No pude decirle por qué. No quería que supiera lo que pensaban al comprar sus manzanas –lo que pensaban al mirar su cuerpo. Entonces me levanté y corrí lo más rápido que pude en la dirección opuesta, hasta que no pude más escucharla gritar frenéticamente mi nombre mientras intentaba alcanzarme.
Mi padre me llevó a un costado esa noche para hablar sobre lo sucedido. Le conté sobre la forma en la cual tocaban las manzanas que habían comprado –las tocaban de manera áspera, condescendiente, como si fueran ella. Mi padre me dijo que debía dejarlo pasar. Me dijo que Paula era hermosa, y que los muchachos probablemente iban a comenzar a mirarla, y que nunca más debía iniciar otra escena como aquella.
Fue entonces, cuando me di cuenta, que aquellos muchachos que no la amaban –que sólo pensaban en ella como en una fruta para comprar cuando estuviera madura- tenían más derecho a reclamarla que yo. Me di cuenta de que todos a mí alrededor considerarían que los sentimientos que habían estado creciendo silenciosamente dentro de mí eran más sucios que las intenciones de aquellos muchachos.
Y sabía que ella nunca sería mía.
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