martes, 22 de marzo de 2016

OBSESIÓN: CAPITULO 1





Bohemia, 1321


Seis años más tarde...


***


Pedro


ESCUCHÉ ABRIRSE LA PUERTA DE LA COCINA y levanté la vista de mi plato de pan y mantequilla.


La chica miró hacia abajo mientras arreglaba las arrugas invisibles de su falda. No podía ver su rostro, pero podía ver la delicada curva de sus tobillos, aquellas caderas redondas que estaban hechas para las manos de un hombre y sus rizos dorados.


Maldición. Paula había llegado temprano a casa.


Mi madre había muerto al dar a luz a mi hermano hacía once años. Él tampoco había sobrevivido. Después de aquello, mi padre pasaba cada vez más y más tiempo fuera trabajando, y a menudo me dejaba con la familia de Paula. 


Recientemente había vendido su casa en nuestra pequeña villa, y se había mudado a la ciudad.


Me había pedido que vaya con él, pero no pude simplemente porque Paula se encontraba aquí.


Pero el hecho de que estuviera aquí no significaba que podía estar con ella.


Estaba prohibido, en nuestro pueblo, para aquellas personas que habían nacido el mismo día, contraer matrimonio. No importaba si provenían de diferentes padres. No importaba si no estaban relacionados por sangre.


El consejo consideraba que dichas personas eran “gemelos en espíritu”. Cuando la conocí por primera vez, pensé que eso significaría que siempre estaríamos juntos. Me hizo feliz, ya que no había persona más amable o bella que Paula.


Apreté mis dientes. Estar cerca de ella era una agonía. 


Nunca la dejaría. De modo que comencé a correr a casa después del trabajo para poder comer y asearme antes de su llegada. Luego, me escabulliría antes de la cena, y sólo volvería cuando sus padres estuvieran en la casa. 


Nada mataba mi erección más rápido que su madre pidiéndome que le pase las patatas o uno de los horribles juegos de palabras de su padre. Cuando se encontraban alrededor, escuchar su risa sensual no me daba ganas de arrojarla sobre la mesa y de coger su dulce sexo hasta que lo único que pudiese hacer fuera gritar mi nombre.


Por debajo de la mesa, mis manos se formaron como puños. 


No debía pensar en ella de ese modo. Amarla no debería ser oscuro. No debería ser brutal. No debería volver loco a un hombre. Pero mi amor por ella era así.


Odiaba el sonido de su inocente risa. Odiaba su hermosa sonrisa. Odiaba el modo en el cual se la mostraba a todos; incluso a los hombres que la miraban, lascivamente, cuando giraba su rostro. Lo odiaba tanto que cada vez que lo veía deseaba destruirla, para que ya no sea más hermosa o inocente; para que nunca más le pudiese sonreír a nadie.


Sabía que estos pensamientos eran malvados. Una persona no debería poseer a otra persona en su totalidad, y tenía aún menos derecho debido a que el consejo había decidido que nosotros dos nunca podríamos estar juntos.


Debería haber seguido a mi padre. Qué estúpido había sido. 


Deseaba no estar tan cerca de ella. Si tan sólo hubiera nacido un día antes, o un día después, estos sentimientos no estarían prohibidos.


–Hola Pedro– cantó, colocando su canasta sobre el mostrador. –Vendí todas hoy.


Miré la canasta vacía, imaginando todas las sonrisas que regaló. Todas las manzanas. Respiré duramente, intentando conciliar las emociones oscuras que se acercaban demasiado a la superficie.


– ¿Te sientes bien Pedro? Últimamente pareces enfermo–. Se inclinó, dejándome ver sus pechos. Eran tan firmes y... 


Dios mío, ¿siempre habían lucido de esa manera? Desde que habíamos cumplido veintiún años era más consciente de ella. Su cuerpo siempre se sentía demasiado cerca del mío, como si estuviera respirando sobre mi piel desnuda. Como si, a pesar de su posición en la habitación, estuviera tocándome constantemente.


Presionó su mejilla sobre mi frente. Su piel se sentía suave y olía a flores. ¿Cómo podía oler así cuando había pasado toda la mañana en el pueblo discutiendo con los tenderos entre todo ese humo y suciedad?


Sus labios rozaron la línea de mi cabello. Eran suaves; demasiado. Debería ser imposible que alguien tuviese labios tan suaves, y ella tendría que saber que no debía tocar cosas con ellos.


–Estás caliente– susurró. Mis ojos se centraron en sus labios a medida que ella los humedecía con la lengua.


La sangre me hervía. Quería arrojarla sobre la mesa y trepar encima, tomar esos labios entre mis dientes y morderlos hasta hacerlos sangrar. Quería marcar su boca para que ningún otro hombre siquiera soñara con besarla.


–Estoy bien– le dije. Sonó tenso, incluso ante mis propios oídos.


Ella frunció el ceño.


–Estás trabajando demasiado en los campos otra vez, ¿no es así? Ayer no regresaste hasta después de cenar. Estaba oscuro.


No lo suficientemente oscuro, quise decirle. Nunca estaba lo suficientemente oscuro. Mis pensamientos parecían propagarse en la oscuridad. Por la noche, cuando yacía en la cama, forzaba a mi cuerpo a permanecer completamente quieto para poder escuchar el ritmo de su respiración desde la habitación contigua. Esos ruidos silenciosos que hacía inconscientemente en su sueño me desarmaban. Giraba hacia un lado, presionaba mi frente contra la pared, y tomaba mi erección entre mis manos. Comenzaba a masturbarme, intentando deshacerme de esos demonios.


Nunca funcionaba. Mientras más lo hacía, más la deseaba, hasta que ni siquiera confiaba en mirarla directamente a los ojos


Entonces, no lo hacía.


–Lo siento por preguntar– susurró con la voz temblorosa. Mi pecho dolía, pero no pude hacer nada para confortarla. Era mejor poner distancia entre nosotros. Si ella me temía, se mantendría alejada.


–Me prepararé un baño. Puedes usar el agua cuando haya terminado– me dijo.


Mi pene se contrajo. Gracias a Dios que estaba sentado y la mesa cubría mi regazo, porque si no, ella vería mis ganas de deslizarme en esa agua que había tocado cada centímetro de su cuerpo desnudo.


Sin decir otra palabra, se fue hacia la planta alta.


***


Paula


ME SENTÉ EN EL BORDE de mi cama y sequé mi cabello. Pedro seguía sin hablarme. Odiaba la distancia que
se había interpuesto entre mi gemelo de espíritu y yo últimamente. Antes, él solía hacer todo por mi; demasiado,
dirían algunas personas, pero simplemente no entendían nuestro amor.


Pero quizás, entonces, tenían razón. A veces, cuando trabajaba en los campos, me escondía en el bosque y
miraba como sus músculos resplandecían bajo el sol. No era el hombre más fuerte del pueblo, pero era atractivo. Yo no era la única que me daba cuenta de ello, o que lo miraba. 


Incluso mi mejor amiga, Rosalinda, no era inmune a sus
encantos. Desde mediados del verano, ella había estado pasando un montón de tiempo con Pedro, y cuando le
preguntaba acerca de ello, simplemente sonreía.


No me gustaba eso. Lo odiaba mucho más cuando tenía que mentir sobre a quién estaba mirando. Oscar, diría, y
las chicas reirían tontamente cuando mis mejillas se sonrojaban. Pensaban que sucedía porque me gustaba, pero
realmente era porque me sentía avergonzada.


Aún no entendía por qué no podía admitir que era Pedro por quién venía. Él era mi gemelo de espíritu. ¿No debería querer verlo? Pero sólo unas pocas de las otras chicas tenían espíritus gemelos, y ninguna de ellas quería saber nada con su otra mitad. No corrían a casa temprano sólo para verlos, y cuando lo hacían, no estaban tan apuradas que se caían.


Inspiré al estirar mis rodillas delgadas. No me importaba el dolor. Cualquier tipo de dolor era bienvenido para poder hablar con Pedro. Y además, el dolor le daba un sentido de permanencia a nuestro encuentro. Esta noche, tocaría su piel en carne viva y recordaría que lo había visto y, por un momento, dejaría de sentir el vacío que me consumía cuando él se iba.


Los resortes de mi cama rebotaron dos veces al caer sobre mi espalda. ¿Por qué no me decía qué era lo que estaba mal? Lo único que yo quería era estar cerca de él. Al comprobar su temperatura, había dejado mis labios reposar sobre la línea de su cabello. Lo saboreé; suciedad, sudor y polvo. Me gustaba ese sabor. Era duro y amargo y seco, igual que él.


A medida que esos pensamientos entraban en mi cabeza, una sensación extraña y poderosa llenaba el espacio entre mis piernas. Tragué, intentando respirar.


No, pensé. No otra vez.


Mi cuerpo no me escuchaba. Dolía como un hematoma, pero cuando frotaba mis piernas juntas, intentando dejarlo salir, se sentía maravilloso, a pesar de que empeoraba el dolor.


Presioné la palma de mis manos contra ese lugar secreto y contuve el aliento. ¿Por qué mi corazón latía tan fuerte? ¿Por qué mis mejillas se sentían tan ardientes? ¿Por qué sucedía esto cada vez que pensaba en Pedro y en su largo y esbelto cuerpo, en su silencio, y en la oscuridad de su mirada sobre mí? Sentía como esas partes se agitaban cada vez que él hacía eso, como si lo estuvieran llamando.


Dios, ¿qué me estaba sucediendo? ¿Estaba enferma?


Quería contarle a alguien sobre esto, pero no sabía a quién. 


Mi madre me había dicho que no debía pensar en esa zona prohibida. ´Estaba mal´, decía. Era pecaminoso. Y, sin embargo, una parte de mi lo disfrutaba. No deseaba que ese dolor me dejara nunca. Quería que creciera más y más. Mi cuerpo lo ansiaba.


Mi respiración se agitaba, y mi cuerpo se sentía tan cálido y sensible, como si respirar fuera demasiado. Me impulsé hacia arriba y me tambaleé hacia la puerta. Limpié mis manos en mis muslos. Se sentían pegajosas.


Pegajosas y...


Me estaba muriendo. Tenía que ser eso. Mi visión estaba nublada, y sólo podía pensar en Pedro. Necesitaba que él me agarrara. Necesitaba que me dijera que todo iba a estar bien. Si iba a morir, al menos necesitaba verlo.


Deseaba que me diga algo dulce; que me dijera que no me odiaba.


Me caí en el pasillo. Se sentía extrañamente caluroso para septiembre, pero el aire estaba frío en el rubor de mi piel. Me moví lo más rápido que pude hacia el baño. Pedro estaba allí, lavándose.


Empujé la puerta para abrirla. Golpeó contra la pared.


Pedro estaba en la tina, haciendo algo con sus piernas. No, con algo entre sus piernas.


Asomó fuera del agua, y tenía una mano alrededor de ello.


– ¡Dios mío! – gritó, sobresaltado.


Dejó ir esa cosa grande que tenía entre las piernas y, por primera vez, lo vi por completo. ¿Qué era?


Pedro...– murmuré, rogando algo que no comprendía. No podía quitar mis ojos de ese extraño objeto, y la fiebre
volvió, aún más fuerte; crecía en mi pecho, haciendo que mis pezones se endurecieran y mis piernas se tensionaran.


– ¡Vete de aquí! – sonaba desesperado. Algo no estaba bien. ¿Por qué me odiaba tanto? Mi cabeza daba vueltas. Me caí hacia adelante, dentro de la tina.


Pedro– susurré. –Por favor, ayúdame.


Al levantar mi cabeza, mi mejilla rozó esa cosa entre sus piernas. Se contrajo, moviéndose de mi mejilla hacia mi boca, dejando un fino rastro de algo húmedo y; moví mi lengua, salado.


–Debes irte, ahora– su voz sonaba tan baja. Peligrosa. Sin embargo, no podía moverme.


– ¿Qué es eso? – susurré, con miedo y curiosidad creciendo dentro de mí. Sabía, instintivamente, que no debía verlo. Las advertencias de mi madre hacían eco en mi mente. No debía pensar en esas cosas entre las piernas, esas áreas pecaminosas en donde yacía la verdadera diferencia entre el hombre y la mujer.


Pero mi madre no estaba aquí, y su voz se veía ahogada por el latido en mi cabeza.


Extendí mi mano y la toqué.


Pedro gimió y se sumió contra la pared.


– ¿Qué es eso? – pregunté, arrastrándome sobre el borde de la tina. Mi rodilla aterrizó en el agua. Salpicó mis pechos, y esa zona prohibida entre mis piernas. Su calor me causó aún más dolor.


–Sal de aquí– suspiró. Él respiraba con una dificultad que nunca antes le había visto.


–Hay algo mal conmigo– lo miré, rogándole para que viera el dolor que temía articular. –Creo que me estoy muriendo.


Su rostro se suavizó,


– ¿Qué?


– Tengo esta sensación entre las piernas cada vez que pienso en ti. Duele, y se siente como el fuego, un fuego que no puedo apagar. Quiero tocarlo, pero está prohibido. Se supone que no debo tocarlo, Pedro. ¿Te duele también, cuando piensas en mí?


Sus ojos estaban tan abiertos. Sus labios partidos, y su pecho subía y bajaba al ritmo que golpeaba dentro de mí.


– ¿Sientes como si tuvieras fiebre cuando estás alrededor mío, Pedro? ¿Es por ello que me evitas?


Él miró hacia el techo. Sus manos se flexionaron a ambos lados.


–No puedo hacer esto.


–Siempre quiero tocarme aquí, pero no puedo– continué.


Él gimió.


–Quizás se supone que te toque a ti. Quizás si hago eso, y tú me tocas a mí, ambos nos sentiremos mejor.


Me lancé sobre él antes de que pudiera responder. La punta de aquello entre sus piernas golpeó mi ojo. Dolía, pero no me importó. Lo tomé y lo presioné suavemente. Tenía miedo de lastimarlo. Temía tocarlo. Pero Pedro tenía la misma fiebre que yo. Él se había estado tocando al entrar yo en el baño. 


Quizás esta era una manera de detener la fiebre.


Él volvió a gemir, y maldijo otra vez. Dios lo iba a odiar si seguía maldiciendo. Se lo hubiera dicho, pero mi corazón latía tan rápido que casi no podía pensar. De modo que continué frotándolo con mi puño tembloroso.


–No te preocupes, ¡Te salvaré! ¡Detendré tu fiebre, Pedro!


– ¿Qué estoy pensando? – gritó, y me empujó hacia atrás.


Caí en el agua, salpicando.


– ¡Pedro!


–Me voy, y no se te ocurra seguirme.


Me agarré del borde de la tina de cerámica al cerrarse la puerta.











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