sábado, 16 de mayo de 2015

EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 31




Pedro comprobó por última vez su aspecto en el espejo. Si Pau había ido al salón de belleza a arreglarse, algo que no necesitaba, entonces él tenía toda la intención de aparecer impecable esa noche. Se había planchado los vaqueros y la camisa vaquera de color crema, y lustrado las botas de los domingos. Se apartó del espejo y salió por la puerta.


Se recordó que esa era su gran noche. Iba a decirle a Paula lo que sentía por ella y luego la llevaría a presentarle al hombre que era igual que él. Pablo estaba prometido a otra mujer y Paula podría adaptarse al hecho de que él no era especial, ya que no poseía una identidad única, tenía que compartir su cuerpo, su cara y varios rasgos de personalidad con su hermano gemelo.


Quizá la creencia que Pablo y Pedro compartían podía parecer una tontería para los demás, pero se trataba de algo serio para unos gemelos idénticos que no querían que las mujeres a las que adoraban los consideraran intercambiables.


De camino a la furgoneta, experimentó un momento incómodo de vacilación. Ya había pasado por la situación de que la persona a la que amaba no compartiera sus sentimientos.


—Pepe, como sigas con este juego, vas a terminar pareciéndote a tu hermano —musitó para sí mismo—. Anímate, amigo, las cosas salieron estupendamente para Pablo, ¿no? ¿Por qué no contigo también?


Con ese pensamiento optimista, se subió a la furgoneta. 


Tenía la certeza de que a Paula le importaba. Se había abierto a él, había compartido su desagradable pasado y su vulnerabilidad. Sabía que no lo hacía con todo el mundo. 


Para él había significado algo importante hablarle de su propio pasado.


—Muy bien, socio, ve para allí y dile lo que sientes —se ordenó—. Todo saldrá bien.


Al detenerse ante la casa de Paula, vio su coche. Subió los escalones del porche y llamó a la puerta. Esperó. 


Impaciente, volvió a llamar.


—Pau! Abre —gritó.


La puerta se abrió de golpe y observó desconcertado su cara con los ojos enrojecidos e hinchados y la ropa sucia que llevaba puesta.


—¡Vete al infierno! —le espetó, mirándolo con una furia indecible.


Pedro se quedó paralizado, atónito por el recibimiento inesperado. La expresión hostil de ella encajaba a la perfección con sus palabras.


—¿Qué he hecho? —imploró.


—Como si no lo supieras —siseó—. Pero, por supuesto, tú no esperabas que lo averiguara, ¿verdad, Casanova Alfonso?


—¿De qué diablos estás hablando?


—Y pensar que estuve a punto de caer en tus mentiras taimadas. ¿Potencia tu ego masculino hacerle a los demás lo que te hicieron a ti? ¿Eso ha sido para ti nuestra relación secreta?


—¿Relación secreta? —repitió atontado.


—Al menos tienes las agallas para reconocerlo. Raul no las tuvo —lo miró furiosa—. Él mintió hasta el amargo final —los ojos se le humedecieron, pero continuó, deseosa de soltárselo todo antes de cerrarle la puerta en las narices—. Confié en ti, maldita sea. Incluso te hice esa tarta y la decoré con las palabras «Te Echo de Menos».


—¿Era tuya? —preguntó boquiabierto.


—¿De quién creías que era? ¿De Papá Noel? —repuso con sarcasmo—. Bueno, deja que te diga una cosa, donjuán, no vas a poder tener tu tarta y comértela. Si alguna vez vuelves a poner el pie en mi propiedad, llamaré al sheriff para que te expulse. ¡Y ahora lárgate de aquí y no vuelvas más!


Cuando intentó cerrarle la puerta, Pedro metió la bota para impedírselo.


—Aguarda un momento, gata salvaje. Tengo algo que decir.


—Qué pena. Ya me he cansado de escuchar tus manipuladoras mentiras. ¡Esta tarde te vi con Cathy!


De pronto su enfado y su ausencia de la oficina tuvo sentido para él. Paula había preparado la tarta que le había dado valor a Pablo para ir a declararse a Cathy. Debió de verlos juntos y dado por hecho que era Pedro.


Algo más aconteció que hizo que él sonriera, lo cual provocó otra maldición de ella. Paula estaba celosa, indignada y dolida, lo cual era un signo excepcionalmente bueno, ya que indicaba que él le importaba lo suficiente como para desear que se fuera al infierno por lo que creía que era una traición imperdonable. Eso lo alivió. Le facilitaba expresarle sus sentimientos.


—Te amo, Pau —dijo.


—¡No, no me amas, miserable traidor! —gritó.


—Pau, quiero llevarte a cenar —insistió.


—Solo si me sirves tu corazón en bandeja, Alfonso —rugió al empujar la puerta con el hombro—. Y otra cosa, será mejor que tengas en orden tus gastos e ingresos, porque mañana voy a denunciarte a Hacienda. ¡Saca el pie de mi puerta, maldita sea!


—No hasta que escuches lo que tengo que decirte.


—¡Jamás! ¡Vete al infierno!


Pedro decidió que ya era suficiente. Empujó la puerta y entró para verla jadear de indignación. Los ojos le ardían como dos llamas verdes. El colgante que le había regalado no estaba en su cuello. En toda su vida jamás se había sentido tan complacido por la furia de una mujer. Menos mal que estaba loca por él. Lo único que tenía que hacer era encontrar un modo de recordárselo.


—Pienso llevarte a cenar fuera esta noche, y se acabó —declaró con rotundidad—. Puedes ir tal como estás o arreglarte. A mí no me importa, pero vas a ir, aunque deba arrastrarte.


—¿Adónde vamos a ir? ¿Al Salón de la Traición para bailar el Vals del Mentiroso? No, gracias —se burló—. El único sitio al que aceptaría acompañarte sería al infierno, para asegurarme de que llegabas allí, antes de dar media vuelta y volver a casa. Te odio, Alfonso. ¿Lo entiendes? ¿O necesito deletreártelo? ¡O-D-I-O!


—Perfecto, odias mis agallas. Entendido. Y ahora ve a cambiarte, Rubita. Como mínimo, vas a recibir una cena gratis.


Paula no pudo creer la audacia que mostraba. Le sonreía mientras ella le escupía fuego y azufre. El hombre estaba loco. ¿Es que creía que iba a convencerla para volver a sus brazos?


—¿No quieres cooperar? —la tomó por el brazo y la sacó al porche—. Muy bien. Ven como estás.


Paula plantó los pies con firmeza, pero la fuerza de él la obligó a avanzar. Cuando opuso resistencia, la arrastró. Era evidente que no podría superar sus músculos.


—De acuerdo, canalla, me cambiaré —musitó, reconociendo la derrota… momentánea—. Tienes razón. Lo menos que merezco de ti es una comida, pero no esperes que te ofrezca conversación.


—Muy bien, dame el tratamiento silencioso —repuso, tratando de contener una sonrisa, sin conseguirlo.


Ella quiso golpearlo, pero supuso que el muy bruto bloquearía su ataque. Dejaría que Hacienda hiciera el trabajo sucio. Se soltó, dio media vuelta y se dirigió hacia las escaleras.


—Diez minutos —dijo él—. Si no has bajado entonces, iré a buscarte.


Pedro rio entre dientes. De modo que había visto a Pablo y a Cathy. Cualquier otra mujer habría puesto una expresión herida y traicionada para crearle un sentimiento de culpabilidad. Pero no esa tigresa. Ella lo había amenazado de muerte y con Hacienda porque estaba convencida de que había traicionado su confianza y afecto. Bueno, si eso no era amor verdadero, Pedro no sabía qué era… a menos que fuera orgullo herido.


Frunció el ceño, algo inseguro. Considerado el temperamento volátil de Paula, quizá solo estuviera furiosa y se sintiera utilizada.


Miró la hora, luego esperó otros cinco minutos.


Treinta segundos antes de cumplir su amenaza, Paula apareció en lo alto de la escalera. Con la cabeza erguida, lo miró con desdén.


Pedro contuvo otra sonrisa divertida.







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