sábado, 9 de mayo de 2015

EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 6




Paula se secó el sudor de la frente y contempló la zanja que había excavado en el embalse del estanque. Gracias a su irritante vecino, el sheriff insistió en que dejara correr el agua del estanque hacia el arroyo que surcaba los pastizales de Pedro. Se sentía avergonzada por no haber pensado que inadvertidamente había reducido su suministro de agua, por lo que se había visto obligado a transportarla desde otra fuente. Había sido un acto poco considerado por su parte.


Mientras sacaba más tierra con la pala, pensó que quizá había sido muy dura con él. No era culpa de Pedro que su gran atractivo y su físico musculoso le recordara a su ex novio y que ello la hubiera impulsado a transferir su frustración al vaquero.


No era un enfoque maduro. ¿Cuántas veces ella misma le había aconsejado a Teresa no comparar a su agresivo ex marido con los hombres que conociera en Buzzard’s Grove? 


Teresa comenzaba a seguir adelante con su vida y ya le gustaba el sheriff Osborn. Ocho meses después de su humillante relación con Raul, Paula aún temía confiar en un hombre.


—No estás siendo justa —se dijo.


Mientras el agua fluía por la V que había excavado en el embalse, llevó rocas por la marcada pendiente para asegurar que las futuras lluvias no erosionaran el canal y vaciaran el estanque. Con una sonrisa, observó a la pareja de coyotes y sus cachorros, a los zorros rojos y a tres caballos beber del estanque. Gratificaba ver que los animales habían aprendido a cohabitar en ese refugio.


Se preguntó por qué ella no iba a poder llevarse bien con Pedro Alfonso.


Recordó la petición del sheriff de que solventaran sus diferencias y juró hacer un esfuerzo para mostrarse educada.


Cansada de excavar en la tierra reseca, se dirigió a la casa para darse un baño. Al terminar, abrió la nevera para elegir una cena congelada para el microondas.


Había pensado pasar por el restaurante nuevo del final de la calle Principal para comprar comida para llevar, pero había salido tarde de la oficina y tenía que alimentar a los animales antes de que anocheciera.


Sonrió al recordar sus titubeantes comienzos en la vida, sus difíciles años de adolescencia y el esfuerzo para conseguir una licenciatura universitaria. La chica a la que nadie quería, en particular sus irresponsables y hedonistas padres, había conseguido labrarse un futuro. De hecho, podría vivir de los intereses del dinero que había ganado al vender la propiedad de Tulsa. En secreto anhelaba encajar en un sitio, sentir una conexión, ser aceptada y respetada en Buzzard’s Grove.


Hasta el momento todo iba bien, salvo por su enfrentamiento con Pedro Alfonso. Era la espina en el costado y el sheriff Osborn prácticamente le había ordenado que fuera amable con ese ranchero temperamental.


Decidió que se disculparía por haberlo insultado. Si lo intentaba, sabía que podía ser agradable con ese hombre. 


Asimismo, podía trasladar las jaulas de los felinos grandes y de los osos más al oeste, junto al bosque, para que la frondosidad ayudara a mitigar sus ruidos. «Sí», concluyó, lo haría ese fin de semana. Los corrales estaban construidos sobre trineos, de modo que podría engancharlos con una cadena al coche y trasladarlos.


Suspiró con un poco de sueño y se tumbó en el sofá. Había sido una semana larga, y todavía no había terminado. No le sentaría mal una buena noche de reposo para encarar con buen ánimo las tareas que la esperaban ese fin de semana.


Daba cabezadas cuando el estruendo de una música country que sacudió las ventanas la obligó a sentarse. Los coyotes y los lobos aullaban al son de la canción.


—¿Qué demonios es eso? —se levantó y con pasos aturdidos se acercó a una ventana. La oscuridad se había asentado sobre las colinas de Oklahoma. Apenas podía distinguir el resplandor de unas diminutas luces rojas más allá de las alambradas, que separaban su propiedad del Rancho Rocking C.


Tardó un momento en darse cuenta de que Pedro había conectado su equipo de música a unos altavoces exteriores para contrarrestar el sonido de sus animales. Con una maldición, fue a la puerta trasera para comprobar cómo reaccionaban estos a la música ensordecedora. Se movían inquietos en sus jaulas. Los tucanes y las cacatúas se arrojaban contra los alambres en un intento por escapar. Los caballos galopaban hacia el refugio de los árboles.


Abrió la agenda y marcó el número del Rocking C. Con impaciencia, esperó que Pedro contestara.


—Hola —dijo una voz ronca y aterciopelada que irradiaba sensualidad.


Paula se negó a verse afectaba por ella, porque sabía lo idiota que era su dueño.


Pedro Alfonso, yo…


—Aguarde un segundo.


Un momento más tarde se puso la misma voz, pero hizo caso omiso del hormigueo que la recorrió. Estaba furiosa y no iba a permitir que ese hombre la sedujera con su voz sexy de dormitorio.


—Alfonso, soy Chaves —espetó—. Desenchufe de una maldita vez esa música atronadora. ¡Ahora!


—Lo siento, encanto —repuso—, pero estoy demasiado cansado para levantarme de la cama. Tuve que levantarme antes del amanecer para reagrupar mi ganado.


—Qué pena —soltó enfadada—. ¡Su música está asustando a mis animales!


—Ahora saben cómo se sienten mis vacas y mis ovejas —indicó sin un ápice de simpatía.


—Mire, Alfonso, quiero comunicarle que dediqué la tarde a excavar una zanja para que su ganado disponga de agua. Estoy agotada y necesito dormir.


—Gracias, ha sido una buena vecina, Chaves. Ojalá lo hubiera hecho hace un par de meses para que no me hubiera visto obligado a traer agua para mi ganado sediento.


—Lo habría hecho si me lo hubiera dicho —respondió—. No sabía que le estaba causando ese problema.


—Cielos, supongo que también se le pasó por alto que su zoo asustaba a mis reses, que las vacas que esta mañana vio pastando junto a la carretera de camino al trabajo tendrían que haber estado en los pastizales. ¿Sabe lo que pasa cuando un motorista choca contra una vaca, Rubita? No solo la susodicha vaca alcanza el sueño eterno, sino que su becerro se muere de hambre. Luego me veo obligado a poner dinero para reabastecer mi rebaño, por no mencionar la amenaza potencial de que me demanden por lesiones.


—Bueno, yo… —pero no consiguió decir una palabra más.


—Pero supongo que está tan inmersa en sí misma y en su cruzada de protección de la fauna salvaje que jamás se ha detenido a pensar cómo afecta eso a su vecino inmediato. ¿Lo ha pensado? ¿No? Ya me lo parecía. En cuanto a la música country, Chaves, a mi ganado le encanta. Y mitiga el alboroto de su rancho. Si alguno de sus animales se asusta y huye, llámeme. Iré con mi rifle y lo aturdiré por usted.


—Sí, aunque no me extrañaría que empleara munición de verdad. Es usted un imbécil, Alfonso, ¿lo sabía? Y yo que me había convencido de que había sido demasiado dura con usted. Incluso pensaba apiadarme…


—Eh, encanto, lo último que quiero es su piedad —gruñó.


—Confórmese con lo que reciba.


—Si consiguiera que se marchara de aquí, sería el hombre más feliz del mundo. Este era un sitio tranquilo para trabajar y vivir hasta que aparecieron usted y sus animales de la selva.


—¡Ya está, Alfonso! ¡Ha logrado enfurecerme! —estalló Paula.


—¿Y qué va a hacer, encanto? ¿Venir a darme una paliza? —se mofó.


—¡No, voy a llamar al sheriff y él lo multará por alterar la paz! —gritó.


—El sheriff se niega a verse involucrado. Lo sé porque le pedí que la multara por alterar mi paz. Tendremos que solucionarlo entre nosotros. Pero no se preocupe, Rubita. Dele una semana a la música country y estoy seguro de que tanto a usted como a sus animales terminará por gustarles, como a mis vacas y a mis ovejas.


Antes de que Paula pudiera demostrarle su frustración, él le colgó. Miró el auricular indignada. Odiaba que ese maldito vaquero tuviera la última palabra, aunque supuso que era lo justo, ya que el día anterior le había cerrado la puerta en la cara.


Colgó, subió a su dormitorio, se desvistió, se metió bajo el edredón y se tapó las orejas con la almohada. No ayudó. La música hizo vibrar las ventanas hasta que creyó que iba a ponerse a gritar.


—¡Maldito sea! —le gritó al mundo.







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