Paula estaba tan cansada cuando regresó del trabajo, que le costaba poner un pie delante del otro. Gracias a la bromita de Pedro el Diablo, se había dormido en la oficina. Teresa, devota empleada que era, la obligó a marcharse para descansar, diciendo que ella se ocuparía de lo que quedaba.
Y eso era precisamente lo que iba a hacer, después de atender a los animales y dar unas vueltas con la podadora de césped. Un vistazo al cielo ominoso le indicó que se avecinaba un fin de semana húmedo. Los meteorólogos predecían el fin de la sequía, lo que sin duda representaría una buena prueba para la zanja que había cavado.
Como de costumbre, el ganso guardián la siguió como una sombra. Después de llenar de combustible la podadora, la puso al máximo de su potencia. Casi había oscurecido cuando pudo sentarse, apoyar los pies en la mesita y juguetear con la cena que había calentado en el microondas.
De repente llamaron a la puerta. Con el ceño fruncido, dejó a un lado la bandeja de plástico y fue a abrir, para encontrarse con Pedro Alfonso vestido con una camisa vaquera almidonada, unos vaqueros ceñidos y botas resplandecientes. Se quedó boquiabierta y lo miró como una idiota.
Santo cielo, ningún hombre tenía derecho a estar tan arrebatador, y menos ese. Cuando le regaló una sonrisa que tenía suficientes vatios para iluminar una ciudad, la recorrió una descarga de atracción no deseada. En una mano bronceada y carente de anillos, sostenía un ramo de rosas.
«¿Para mí? No puede ser. Es evidente que me odia», reflexionó. No se hallaba ni mental, ni física ni emocionalmente preparada para enfrentarse a ese truhán atractivo.
—He traído las rosas para… —comenzó él.
Paula hizo lo único que podía hacer para evitar verse dominada por la tentación del diablo. Le cerró la puerta en la cara.
Las rosas que él había alargado quedaron atrapadas dentro de la jamba de la puerta, que les cercenó sus delicados capullos. Paula las observó caídas sobre las botas que usaba para trabajar en el granero y realizó un rápido inventario de su atuendo. Dios, parecía una huérfana abandonada con su camiseta de motivos selváticos y los vaqueros agujereados metidos dentro de las botas. La coleta le colgaba a un lado del hombro y había hierba enredada en el pelo. No llevaba nada de maquillaje para ocultar las ojeras.
Bueno, ya había estropeado cualquier posibilidad de reconciliación, aunque no era el momento más oportuno para ello con su aspecto impresentable.
Frustrada y exasperada por su reacción puramente femenina ante un hombre al que querría odiar, atravesó la estancia para dejarse caer en el sofá, con la esperanza de que Pedro se rindiera y se marchara.
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Pedro contempló los tallos que sostenía en la mano y se obligó a no perder los nervios. Logró sonreír al recordar el aspecto desaseado de Paula y su expresión aturdida. No se parecía en nada a la mujer sofisticada que había conocido la semana anterior. Le gustaba su nueva apariencia, parecía más trabajadora y abierta.
Con esa imagen en la mente, volvió a llamar a la puerta.
—Chaves, he venido a invitarla a cenar —llamó con educación.
—Ya he cenado —respondió ella.
—Bueno, ¿qué le parece mañana por la noche?
—No me interesa —gritó.
«Esto no va bien», pensó él. «¿Y ahora qué?»
Cansado de hablar con la puerta, cruzó con cuidado un lecho floral y llamó a la ventana del salón. Podía verla sentada rígida en el sofá de piel, con la vista clavada en la pared de enfrente.
—¿Y qué le parece si el domingo vamos a tomar un helado? —preguntó con tono cortés.
—Preferiría comer grava —miró en su dirección—, pero gracias por invitarme. Y ahora márchese.
Cuando ella se puso de pie y se dirigió a la cocina con lo que parecía una bandeja de plástico de comida precocinada, Pedro rodeó la casa… y se topó con el ganso guardián, que graznó su objeción a su presencia. Lo rodeó.
Se pegó a la ventana de la cocina para llamar la atención de Paula. Se había convencido de mostrarse amable con esa mujer y no pensaba abandonar hasta que aceptara hablar con él de un modo civilizado, racional y maduro.
En el momento en que ella lo vio allí de pie, jadeó sorprendida y se llevó una mano al pecho como si el corazón estuviera a punto de salírsele.
Antes de que pudiera gritarle, él volvió a esbozar esa sonrisa de alto voltaje y preguntó:
—De acuerdo, ¿qué le parece si el sábado vamos al cine?
Lo miró furiosa mientras se apartaba de la ventana.
—Me divertiría más saliendo con un cadáver —manifestó, para dar media vuelta y marcharse de la cocina.
Luchando por mantener la serenidad, y decidido a no dar rienda suelta a su temperamento, Pedro la vio dirigirse hacia la escalera. Observó la celosía desvencijada y el balcón de la primera planta. Que su hermano no dijera jamás que no se había esforzado para hacer las paces con la tigresa.
Soltó los tallos de las rosas, puso un pie sobre la viga de apoyo del enrejado y subió. Se aferró a la barandilla del balcón, la saltó, se acercó a la puerta combada y llamó con un golpe ligero. Paula soltó un grito alarmado.
—¿Intenta espiarme mientras me desnudo, pervertido? Le advierto que el sheriff Osborn se va a enterar de esto.
—Tranquilícese, Rubita —dijo antes de que agarrara el teléfono—. Solo intento ser un buen vecino y compensar lo de la música. Aunque únicamente intentaba ahogar los sonidos selváticos para que mi ganado no volviera a asustarse y huir. Y gracias por abrir la zanja en el estanque. Mi hermano y yo se lo agradecemos de verdad —intentó otra de sus sonrisas encantadoras—. Si me deja entrar para que podamos sentarnos y limar nuestras diferencias…
—No —cortó.
Pedro llegó a la conclusión de que Paula era una persona decidida. No se tomó tiempo para analizar la oferta. Él, sin embargo, no pensaba marcharse hasta no haber negociado una especie de tregua.
—Quiero hablar con usted, Chaves. Será mejor que acepte el hecho de que no va a deshacerse de mí con tanta facilidad.
—¡Entonces voy a llamar a la policía, mirón! —amenazó.
Al ver que se dirigía hacia el teléfono, Pedro intentó abrir la puerta. Por desgracia, el pie se le enganchó con un tablón podrido del suelo del balcón y trastabilló para recuperar el equilibrio. Gritó alarmado cuando la barandilla cedió a su espalda.
Giró por el techo inclinado mientras buscaba con desesperación un asidero, sin encontrar ninguno. Al caer de cabeza, trató de darse la vuelta en el aire para aterrizar sobre las piernas.
Una pérdida de tiempo. El mirto que daba sombra al porche trasero se dirigió hacia él a velocidad de vértigo.
—¡Ayyy! —cayó con los brazos y las piernas extendidos sobre el arbusto, haciéndose un agujero en el codo de la camisa nueva. Maldiciendo, intentó liberarse de las ramas.
—¿Se encuentra bien?
Se puso de costado para verla de pie en el balcón roto, observándolo con una mezcla de diversión y preocupación.
Cuando ella no pudo contener la sonrisa, la frustración abandonó a Pedro. Tenía una sonrisa cautivadora.
Permaneció en el suelo, aturdido por el efecto de esa sonrisa, al tiempo que deseaba que su torpeza no fuera la única causa que la provocaba. A pesar de su postura embarazosa, le sonrió, con la intención de indicarle que era capaz de reírse de su propia tontería.
Durante unos momentos sus ojos se encontraron y se sonrieron con relajación.
Luego, para absoluto desconcierto de él, la expresión de Paula se borró, puso la espalda rígida y se apartó de la barandilla rota.
—Me gustaría que se fuera, Alfonso. Quiero darme un baño sin que me espíe y meterme en la cama para descansar
De pronto él también deseó meterse en la cama, aunque descansar era lo último de su lista. No pudo creer la celeridad con que lo golpeó el deseo. Había surgido de la nada para inmovilizarlo en cuanto vio la sonrisa deslumbrante de ella.
—Espero que esta noche no nos regale una serenata de música country. Creo que no podría soportar otra noche sin dormir —giró en redondo y entró en la casa.
Pedro oyó la puerta al cerrarse a su espalda. El terreno que había creído ganar en esa fracción de segundo se perdió para siempre. Maldijo a esa mujer temperamental y el atractivo que ejercía sobre él, salió de los arbustos y se quitó el polvo de la ropa.
—Al infierno con esto —gruñó mientras rodeaba la casa cojeando para regresar a su furgoneta—. La pelota ahora está en su tejado. Hice todo lo que pude para establecer una tregua.
Impulsado por la irritación, se subió al vehículo y se marchó, pero recordó que no había desenchufado los altavoces. Pisó el freno, dio la vuelta y condujo hasta la puerta que daba a los pastizales. En cinco minutos había desconectado los cables del poste eléctrico y puesto rumbo a su rancho.
Había probado el enfoque directo y agresivo, luego el encantador y con tacto. La única opción que le quedaba era suplicar perdón. Pero siete años atrás había jurado que jamás le suplicaría nada a una mujer, no después del modo en que Sandi lo había herido y avergonzado, dejándolo en una ciudad pequeña para enfrentarse a los chismes mientras ella se iba a una gran ciudad del brazo de su nuevo amante.
En cuanto a Paula Chaves, podía esperar en sus cuarenta acres hasta el día del juicio final
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