lunes, 12 de octubre de 2015

QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 15





Pedro juró entre dientes.


—Yo creía que habías dicho que murió con tu padre. En el accidente de coche.


Paula se hizo un ovillo, apoyando la barbilla en sus piernas flexionadas.


—Nancy era tan bonita… ¿te lo había dicho alguna vez?


—No —Pedro intentó armarse de paciencia, consciente de que necesitaba explicarle lo sucedido a su manera, tomándose su tiempo.


—La adoraba. Cualquier cosa que quería, se la daba —sentó al señor Woof a su lado—. Este fue el primer regalo de cumpleaños que le compré. Y el último.


—Por eso te asustaste tanto cuando viste a Loner con él.


—Era el juguete favorito de Nancy. Lo llevaba a todas partes. Y es el único recuerdo que tengo de ella.


—¿Por qué te acusas a ti misma de su muerte?


—Porque fue culpa mía.


Una ráfaga de rabia atravesó su voz, pero a Pedro no le importó. Al menos se trataba de una emoción sincera, en lugar de la artificiosa calma que había mantenido antes.


—Cuéntame más.


Lentamente Paula se quitó la cinta de la frente y la hizo a un lado, tomándose su tiempo para darse un ligero masaje en las sienes antes de volver a hablar.


—Nos detuvimos ante un semáforo.


—¿Nos?


—¿No te lo dije? —su risa estaba completamente carente de humor—. Yo también iba en el coche.


Pedro se esforzó por controlar su respiración, disimulando su inmensa sorpresa.


—No. No me lo dijiste antes.


—Nancy había dejado caer al señor Woof, su lobito de peluche, y yo… —se le quebró la voz—. Nos detuvimos. Yo creía que estaba a salvo.


Pedro se sentó a su lado, atrayéndola a sus brazos.


—Termina, Paula. ¿Qué hiciste?


—Yo estaba sentada en el asiento delantero, con papá. Nancy iba en el trasero. Había dejado caer el lobito, que rodó por el suelo del coche, de forma que no podíamos recogerlo. Yo le desabroché el cinturón a Nancy y le dije que recogiera el muñeco. Creí que no corría ningún peligro al hacerlo, te lo juro —se acurrucó contra su pecho, deslizando las manos por su cintura, respirando aceleradamente—. Pero entonces el semáforo cambió a verde. Llegamos al cruce. Rápido, le dije y… 
Recuerdo que mi padre gritó. Soltó un taco. ¿No es gracioso? Él nunca decía tacos. Recuerdo el horrible sonido del choque, del metal aplastado. Y recuerdo el dolor antes de que todo se volviera oscuro.


—¿Chocasteis con otro coche?


—Sí. Se saltó el semáforo y nos embistió. Cuando me desperté, estaba en el hospital, con Barbara a mi lado —las lágrimas corrieron por sus mejillas—. Pero Nancy y papá ya no estaban.


—No fue culpa tuya. Tienes que convencerte de ello —la agarró de los hombros—. Solo tenías once años. Fue un desgraciado accidente. No podías haber previsto lo que luego sucedió.


—Barbara me dijo lo mismo. Y, durante la mayor parte, llego incluso a creérmelo. Pero este cumpleaños… —Paula sacudió la cabeza—. Fue muy duro. Me sentía culpable celebrando un día que tan especial habría sido para ella.


—Dime algo, Paula. Ese asunto del bebé… ¿Hasta qué punto tiene eso que ver con tu hermana? ¿Estás segura de que no estás intentando cerrar un círculo, o sustituirla de una manera inconsciente?


—Por supuesto que hay algo de eso —concedió ella—. Habría sido una estupidez negarlo. Pero no es solo Nancy. Adoro a los niños. Siempre los he adorado. La única razón por la que ahora mismo no tengo media docena es porque no estoy casada.


—¿Y cuándo decidiste que un marido dejaba de ser un componente necesario para eso?


—Recientemente —Paula se retrajo, poniéndose a la defensiva—. Hay muchas mujeres que crían a sus hijos sin la ayuda de sus maridos.


—Y otras muchas que lamentan no poder contar con esa ayuda. ¿O no habrías querido tú seguir disfrutando de la presencia de tu padre en tu vida?


—¡Eso no es justo, Pedro!


Se obligó a ignorar el tono desesperado de su voz. Tenía que hacerle comprender, hacerle ver que la decisión que tomara en los próximos meses condicionaría el resto de su vida… y de la vida de Pedro.


—No pretendo hacer que te sientas peor, cariño. ¿Pero es que no te das cuenta? Todavía sigues mirando esta situación con los ojos de una niña de once años.


—Tengo treinta y un años, no once.


—Escúchame, Paula. Eres una mujer inteligente. Por desgracia, a una edad muy delicada, viste a tu madre perder al hombre al que adoraba. Y luego la viste saltar de matrimonio en matrimonio intentando recuperar lo que había compartido con tu padre. No me extraña que te aterrorice contraer ese mismo tipo de compromiso.


—Incluso si encontrase un hombre a quien pudiera amar, no tendría ninguna garantía. Preferiría perderlo por medio de un divorcio antes que por la muerte.


—Tienes razón. La vida no lleva garantía alguna —dejó escapar el aliento en un largo suspiro—. Mira, comprendo que tengas miedo. Tienes miedo de abrir tu corazón y de dar todo el amor que llevas dentro. Estás segura de que la persona que escojas amar, o morirá o te abandonará…


—¡Sí! —lo empujó para hacerlo a un lado y escapó hacia el alféizar de la ventana—. Ya está. ¿Satisfecho? Tengo miedo. Es preferible seguir soltera y evitarme todo eso.


—¿Crees acaso que Barbara hubiera evitado enamorarse de tu padre de haber podido hacerlo? ¿Crees que si hubiera podido prever lo que iba a suceder se habría negado a casarse con él?


—No tengo ni la más remota idea.


—Sí que la tienes. No conozco a Barbara tan bien como a ti, pero aun así puedo afirmar sin ninguna duda que habría seguido adelante con su matrimonio, a pesar del dolor que ello le hubiera supuesto al final.


—No puedes estar seguro de eso.


—Sí que puedo. Maldita sea, Paula. ¿Por qué diablos crees que se ha casado tantas veces? —no esperó su respuesta—. Porque aún sigue buscando. Quiere volver a traer el amor a su vida. Claro está que ha cometido errores. Pero debe pensar que esos errores han merecido la pena si al final consigue encontrar la clase de amor que tenía con tu padre.


—Pues me alegro por Barbara —replicó, tozuda—. Yo he hecho otra elección.


—Una elección basada en el miedo. No es del amor de lo que tienes miedo, sino de la pérdida, del dolor. Piensa en ello, Paula. Supongamos que sigues adelante con tus planes de tener el bebé. ¿Soportarás mejor la pérdida de tu hijo más de lo que soportarías la de tu marido?


Paula lo miraba fijamente, absolutamente consternada.


—¿Es que no te das cuenta? —insistió Pedro—. No fue solamente tu padre quien murió en ese accidente. Nancy también. Creo que quieres tener ese bebé para poder seguir adelante con tu propia vida. Para seguir, emocionalmente hablando, desde donde te quedaste detenida hace ya tantos años. Pero nunca serás capaz de lograrlo hasta que te enfrentes a tu propio miedo y lo superes. Tienes que permitirte a ti misma amar sin límite o condición alguna. De otra manera, el miedo siempre te poseerá.


—¡No es verdad!


—¿Ah, no? ¿Qué sucederá cuando tengas el bebé? ¿Te dejarás llevar por el pánico cada vez que vayas en el coche con él? ¿Y cuando tenga más de dos años? Pensarás: «ha vivido más que Nancy». Pero luego tu imaginación te arrastrará a un nuevo escenario, un mundo lleno de temores y preocupaciones, de los peligros que podrían acechar a tu hijo o a tu hija. No desearás que eso suceda, pero sucederá. 
Eso es lo que suele hacer el miedo a las personas. ¿Es que no lo ves? Tú realmente no quieres un bebé.


—¿Cómo puedes decir eso?


—Porque te he observado. Te he escuchado. Sé lo que guardas en tu corazón. Tanto si lo admites como si no, tú deseas una familia completa. Una que reemplace a la que perdiste. Es por eso por lo que estuviste buscando al padre perfecto para tu bebé —la tomó entre sus brazos, buscando desesperadamente las palabras que pudieran convencerla—. Eres buena, tierna y generosa. Abres tu casa a desconocidos, intentas ayudarlos en todo lo posible. Eres la persona más cariñosa que he conocido, estás llena de amor, pero cuando el amor llama a tu puerta, lo despides con cajas destempladas.


—Eso no es verdad. Y puedo demostrártelo —le echó los brazos al cuello—. Hazme el amor, Pedro. Ahora mismo.


Pedro cerró los ojos, torturado por la tentación.


—¿Por qué me deseas, Paula? Todavía no has recibido los informes médicos.


—¡No me importan los informes médicos!


—Quizá quieras entrenarte para el acto culminante. ¿Es eso? —sacudió la cabeza, en silencio, y añadió en voz baja—: ¿Es porque tienes miedo? ¿Buscas algún refugio en medio de la tormenta?


—No, no y no —replicó, frustrada. Soltándola, retrocedió un paso y cruzó los brazos sobre el pecho.


—Dime por qué.


—¡Pedro, por favor! —se esforzó por encontrar las palabras adecuadas—. Es porque, solos, los dos estamos incompletos. Porque juntos formamos un todo.


Era lo más cercano a un compromiso que Pedro podría conseguir. Aquella noche le había propinado a Paula unos golpes muy duros, y los había encajado sin pestañear. No lo había expulsado de su casa, ni se había negado a escucharlo. No le había gustado lo que él le había dicho, pero se había mantenido en pie. Eso quería decir algo. Tenía que decir algo.


—Si fuéramos un poco listos, ahora mismo te daría un casto beso de buenas noches, mantendría las manos quietas… —esbozó una sonrisa burlona—… y me marcharía ahora mismo. Antes de que sea demasiado tarde.


—Espero que eso quiera decir que no vas a ser listo —repuso Paula con los ojos brillantes—. Porque, de otra manera, me obligarás a tomar medidas drásticas.


—¿Qué tipo de medidas?


—Tendré que seducirte.


—¿Y cómo piensas hacer eso? —sonrió Pedro.


Paula ladeó la cabeza, reflexionando sobre lo que iba a decir a continuación:
—Primero te besaré. El tipo de besos que te encantaría disfrutar mientras escuchas la música de Barry White. 
Lentos, profundos, que te hagan vibrar de la cabeza a los pies. Besos de medianoche, de dormitorio…


—Vaya. Eso puede hacer que me quede un poco más.


—Luego… —se acercó hacia él; el rumor de la seda de su vestido estaba cargado de promesas—… sin dejar de besarte, te quitaré la chaqueta y te desabrocharé la camisa.


—¿Crees que el hecho de quitarme la camisa bastará para impedir que me vaya?


—Esa es una pregunta que ni siquiera me he planteado.


—Demuéstramelo —la desafió con la mirada—. Primero el beso. Lento, profundo y vibrante. Eso es lo que me has prometido con tal de que me quede.


—Y eso es lo que tendrás.


Alzándose de puntillas, Paula enterró los dedos en su pelo y lo besó en los labios. Ladeó la cabeza para profundizar la lenta exploración interior de su boca. Justo cuando Pedro pensaba que ella ya había dado lo mejor de sí, le mordisqueó el labio inferior demostrándole que sabía muy bien cómo hacerlo vibrar de la cabeza a los pies.


Pedro la tomó entonces de las caderas, apretándolas contra las suyas.


—Recuérdame que escuche más a menudo la música de Barry White.


—Esto ya está mejor. Ahora vienen los besos de medianoche.


A cada caricia de su lengua, Paula amenazaba con volverlo loco. Tan pronto lo tentaba como al momento siguiente lo consumía de deseo. Lo excitaba mordisqueándole la lengua antes de templar los besos con una exquisita ternura. Pedro tenía ya verdaderas dificultades para respirar.


—Si estos son los besos de medianoche, ¿cómo diablos son los besos de dormitorio?


Paula le mordió suavemente el lóbulo de una oreja antes de susurrarle, extendiéndose en maliciosos detalles, la diferencia entre las dos clases de besos. La excitación experimentada por Pedro fue tan instantánea como dolorosa.


—¿Comprendes ahora por qué están restringidos al dormitorio?


—¿Porque nos arrestarían por escándalo público si los practicáramos en la calle?


—Sí —lo agarró de las solapas de la chaqueta, sonriendo con una irresistible expresión mezclada de travesura y deseo—. Se supone que debería estar desnudándote mientras te beso.


—Solo si sigues empeñada en convencerme de que me quede.


—Desde luego.


Pedro observó con irónica diversión cómo le despojaba de la chaqueta del esmoquin, hasta que la tiró al suelo. El fajín siguió el mismo camino. Los botones de la camisa se derramaron en la moqueta como estrellas caídas, y después de lo que a él le pareció una eternidad, Paula consiguió quitarle la prenda. Lo había desnudado hasta la cintura, y Pedro esperó a ver lo que haría a continuación. Pero Paula no le dejó mucho tiempo para adivinarlo.


Con la más ligera de las caricias deslizó las puntas de los dedos por sus hombros hasta detenerse en la base de su cuello, dejando detrás un sendero de fuego.


—¿Quieres irte ahora? —le preguntó en un murmullo.


Pedro se esforzó por ordenar mínimamente sus pensamientos antes de hablar.


—Estoy revisando las opciones que tengo.


—Entonces te sugiero que tomes esta en consideración…


Delineó con el dedo índice una línea recta desde el centro de su pecho hasta los planos músculos de su abdomen, tropezando con la cinturilla de su pantalón. Pedro gimió. 


¿Cómo podía arreglárselas para suscitarle una reacción tan intensa utilizando un solo dedo. No le parecía posible. Paula clavó la mirada en él, con sus preciosos ajos verdes rebosantes de sugerentes promesas.


Le desabrochó el pantalón y apoyó la palma de la mano contra su vientre, contagiándole su calor.


—¿Te he convencido de que te quedes?


—Casi —la palabra le fue arrancada de la garganta, ronca y gutural.


—¿Casi? —su risa cantarina y musical lo excitó todavía más—. No puedes engañarme, Pedro. Definitivamente vas a quedarte. ¿Quieres que te lo demuestre?


No esperó su respuesta, sino que hundió aún más la mano apoderándose de su miembro. Un zumbido ensordeció a Pedro, y de su garganta surgió un grito crudo, elemental. 


Siempre se había enorgullecido de su autodominio. Siempre había llevado la iniciativa en todo. Pero aquel control era una ilusión. Abandonado por la razón, extendió una mano para tocarla. El único tirante de su vestido estilo flapper se rompió bajo sus dedos. Escuchó el rumor de la seda mientras el vestido se deslizaba hasta el suelo. Paula estaba frente a él, sin moverse, con su piel cremosa bañada por la luz de la luna, los ojos llenos de un fuego esmeralda. Solo el triángulo dorado de su sexo permanecía en sombras, oculto por la diminuta ropa interior negra.


Sus senos se agitaban al ritmo acelerado de su respiración. 


Pedro deslizó entonces la punta de su dedo índice desde la base de su cuello hasta el pezón que coronaba un seno. El pezón se endureció, como suplicando tácitamente su caricia, y en esa ocasión fue ella la que gimió, frenética y excitada.


—¿Quiere esto decir que te quedas? —le susurró.


Se había quedado sin habla. Pedro estaba ardiendo por aquella mujer, con un deseo desesperado y urgente, que lo excitaba como nunca antes se había excitado en toda su vida. ¿Dónde estaba su capacidad para reflexionar y analizarlo todo? Con un solo contacto Paula le había arrebatado la razón, transformándolo en un ser animalizado y primitivo. Cerró el puño en torno a la diminuta pieza de tela que le ocultaba el sexo.


—Quítate eso o lo haré yo —la advirtió.


—Hazlo —lo provocó, sonriendo.


El sonido de la ropa rasgada lo privó del último resto de control que pudiera quedarle. La tumbó sobre la cama, se despojó de los pantalones y se echó a su lado. Acarició hasta el último centímetro de su cuerpo, excitándola hasta límites insoportables.


—Por favor, Pedro, ya no puedo más —enredó las piernas en torno a sus caderas, animándolo a que entrara en ella—. Ahora, Pedro. Tómame ahora.


Ansiaba hacerlo. Lo quería más que ninguna otra cosa en el mundo. Pero no podía. No así.


—Aún no, Paula.


—¿Por qué? —gritó—. Pedro, por favor.


—No puedo —lo que los ataba en aquel momento era el deseo. Y el deseo no bastaba. Ya no—. Tienes que pronunciar las palabras, corazón. Dime que esto significa para ti algo más que satisfacer una urgencia momentánea. No puedo darte nada casual. No está en mi naturaleza hacerlo.


Paula miró fijamente a Pedro. Sabía que la deseaba tan desesperadamente como ella lo deseaba a él. Pero se contenía, negándose a tomarla físicamente a no ser que, a la vez, se comprometiera a un nivel emocional.


Todo lo que le había dicho Pedro desde que entró en su vida pareció solidificarse en aquel preciso momento. El pasado se trenzaba con el presente en un único sendero, mientras el futuro se bifurcaba en una dramática perspectiva. 


El primer sendero le ofrecía un tránsito fácil, suave y llano, aunque en él solo había espacio para un viajero. El otro conducía a un aterrador precipicio, el mismo que le había cortado el camino durante tantos años. El único consuelo era que Pedro se encontraba al borde de aquel precipicio. 


Esperando. Todo lo que tenía que hacer era confiar en que él la recogiera. Confianza. Compromiso. Miedo. Amor. Las palabras atronaban en sus oídos, batallando con su alma.


—¡Pedro!


—Estoy aquí, corazón.


Paula cerró los ojos y sollozó.


—No puedo hacerlo. No puedo.


—Es normal temer. No es el miedo lo que te hará daño.


—Es la caída.


—No es la caída. Te prometo que eso tampoco te hará daño. Es huir lo que te hará daño. No huyas, Paula. Lucha por lo que quieres —le retiró un rizo de la frente—. Pronuncia las palabras, Paula. Corre el riesgo.


—¿Qué pasará si no lo hago?


Pedro le tocó la frente con la suya, murmurando contra sus labios. Paula podía sentir la tensión que crecía en su interior, el doloroso proceso por el que conservó su impresionante control de sí mismo.


—Está bien, corazón. No pasará nada si huyes. Nada en absoluto.


Nada, pensó Paula, excepto que él la dejaría sola en la cama, dolorosamente insatisfecha. «¡Corre el riesgo!». Abrió los ojos y lo miró fijamente. Aspirando profundamente, pronunció:
—Te amo, Pedro. Te amo más que a mi vida.


Cayó entonces, suspendida en el aire. Las lágrimas corrieron por sus mejillas, pero en esa ocasión Pedro solo sonrió.


—Yo también te amo, Paula —repuso—. Eres todo lo que siempre he buscado en una mujer. Eres todo lo que siempre he deseado.


Acunó su rostro entre las manos, sembrándolo de embriagadores besos que ella misma había descrito apenas hacía unos minutos: besos lentos y profundos que la hacían vibrar de la cabeza a los pies. Pero el ansia que había sentido antes no era nada comparada con aquello. Quizá fuera la libertad, fluyendo libre por su corazón. O quizá procediera de su absoluta confianza en el hombre que la acogía en sus brazos.


Cada tierna caricia de sus manos, cada palabra susurrada expresaba tanto amor que, finalmente, Paula comprendió lo que había perdido su madre hacía tantos años. Las lágrimas volvieron. Lágrimas de arrepentimiento por haber estado a punto de privarse para siempre de tanta felicidad. Por haber expulsado algo tan maravilloso de su vida.


Pedro aplacó su remordimiento con un compasivo interés, con una comprensión absoluta.


—Todo está bien —murmuró—. Ahora todo está bien.


—Hazme el amor, Pedro. Demuéstrame lo bien que está —le pidió.


Respondió instantáneamente, acercándola hacia sí. Cada beso la arrastró a un nuevo mundo de pasión, cada promesa susurrada a un compromiso que los fundía en un único ser. 


Colocándose entre sus piernas, entró en ella tan completamente que toda palabra, todo pensamiento racional la abandonó: aquel acto amoroso no se parecía a nada de lo que hubiera experimentado antes. Pedro le regalaba su vida y ella se abría a él, ofreciéndole lo único que nunca le había entregado a otro hombre.


Le dio amor. Todo su amor. Libre e incondicionalmente, sin reservarse nada.


La noche cayó sobre ellos, arropándolos. Saciados y satisfechos se quedaron dormidos, abrazados en una mezcla informe de brazos y piernas. Durante dos décadas interminables, Paula jamás había alcanzado una paz tan completa. Porque al fin había encontrado la familia que tantos años atrás había perdido.



****


Pedro lo despertó un grito ensordecedor. En el preciso momento en que tomó conciencia de que estaba abrazando el vacío, en vez de un delicioso y apasionado cuerpo femenino, comprendió que había ocurrido lo peor.


Habían raptado a Paula.





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