domingo, 18 de octubre de 2015

EL DESAFIO: CAPITULO 3





Una decisión que Pedro tuvo que plantearse cuando, dos horas más tarde, su secretaria acompañó a Paula Chaves a su despacho.


Había estado extremadamente ocupado esas dos horas para evitar que la joven lo pillara desprevenido de nuevo. Su conversación telefónica con Miguel no había sido de mucha ayuda ya que su hermano no había mostrado ningún interés en el hecho de que Paula Chaves fuera una veinteañera, y no una mujer de mediana edad, tal como Pedro había dado por hecho. Miguel simplemente había repetido que su deber era tener contenta a la señorita Chaves.


Internet había demostrado ser de más ayuda en lo que respectaba a Paula, revelando que había nacido cuando su madre, Ana Chaves, tenía treinta años y su padre superaba los cincuenta, lo cual hacía que ahora Paula tuviera veinticuatro. También decía que Ana había muerto cinco años después de que Paula naciera, pero no había datos sobre las causas de esa muerte tan prematura. También aparecía una lista de los colegios a los que había asistido antes de ir a la Universidad de Standford, licenciarse en Arte y Diseño y ocupar un puesto en el vasto imperio empresarial de su padre.


Pero nada de ello modificó el efecto que causó en Pedro cuando entró en su despacho a las once en punto.


En algún momento de la mañana se había quitado la gruesa sudadera negra para dejar expuesta una reveladora camiseta blanca ajustada bajo la que no llevaba nada más. 


Sus pechos eran pequeños y respingones, coronados por unos oscuros pezones que se marcaban contra la tela blanca por encima de un abdomen esbelto. Se había vuelto a quitar la gorra y esa abundante cascada de pelo rojo caía sobre la estrechez de sus hombros y la esbeltez de su espalda; una melena salvaje que hacía que Pedro deseara acariciarla. El endurecimiento de su miembro le dijo que su cuerpo había decidido, contradiciendo su previa decisión de mantenerse alejado de esa joven, que también le gustaba lo que veía.


–¿Señor Alfonso? –dijo Paula al ver que no parecía tener intención de levantarse a saludarla, ya que se quedó sentado detrás de la mesa de mármol negra situada delante de los ventanales de la espaciosa sala.


Se había quitado la chaqueta y la había colgado en una percha; su pelo desprendía un brillo ébano que contrastaba con la blancura de su camisa de seda. Tal como había sospechado antes, sus anchos hombros, su musculado pecho y la tersura de su abdomen no le debían absolutamente nada a la perfecta confección de su traje de diseño.


Paula apartó la mirada deliberadamente de toda esa descarada masculinidad para observar el resto de la espaciosa habitación, que desprendía la lujosa elegancia asociada a las galerías mundialmente conocidas. Esa reputación y la opulencia de esa galería habían sido, sin duda, las razones por las que su padre había elegido a Arcángel como el medio para exponer su colección.


Aun así, Paula sabía que a su padre no le haría ninguna gracia la falta de modales que Pedro Alfonso estaba mostrando hacia su única hija.


–¿Le viene mal ahora mismo? –le preguntó ella fríamente al girarse para mirarlo.


–No, en absoluto –respondió él levantándose, por fin, para ponerse la chaqueta–. ¿Has decidido prescindir de tus guardaespaldas? –le preguntó con una mirada algo burlona.


Paula le devolvió la misma mirada.


–Están justo al otro lado de la puerta –dijo asintiendo hacia la puerta.


Pedro Alfonso sonrió al apoyarse en su mesa de mármol y cruzarse de brazos sobre ese musculoso pecho destilando una peligrosa masculinidad.


–¿Y eso es porque no supongo ninguna amenaza para ti?


Era simplemente porque Paula les había dicho a Rich y a Andy que ahí era donde tenían que esperarla. A ellos no les había hecho ninguna gracia, pero ella se había mostrado firme. Sin embargo, ahora sola en el despacho de Pedro Alfonso, bien consciente de su depredadora masculinidad y de ese pícaro brillo de nuevo visible en esos ojos dorados, ya no estaba tan segura de haber tomado la decisión correcta.


Pedro Alfonso era un hombre peligrosamente atractivo con reputación de mujeriego. Un hombre de encuentros ocasionales que estaba a años luz de la limitada experiencia de Paula. Y esa era precisamente la razón por la que se había mostrado tan brusca con él esa mañana: nunca antes se había relacionado con un hombre tan poderosamente atractivo como Pedro Alfonso. En realidad, básicamente solo había tratado con su padre y sus guardaespaldas.


Su padre se había convertido en una especie de ermitaño tras la muerte de su madre, al mismo tiempo que se había vuelto obsesivamente protector con ella. Y esa protección, representada por Andy y Rich, implicaba que solo había tenido alguna que otra cita en los últimos años, y siempre con hombres a los que su padre había dado su aprobación y que habían pasado el control de seguridad al que se los sometía antes de que ella pudiera aceptar, siquiera, una invitación para salir a Comer una pizza.


Pedro Alfonso, encantador por fuera, pero con un interior decidido y férreo, no parecía un hombre al que pudiera importarle mucho que lo sometieran a controles de seguridad si decidía que estaba interesado por una mujer.


Y no es que Paula pensara que pudiera llegar a estar interesado por ella nunca; dudaba mucho que fuera lo suficientemente bella o sofisticada como para despertar el interés de un hombre tan atractivo y solicitado como sabía que era Pedro Alfonso. Un hombre que podía tener a la mujer que quisiera. Pero Paula, a pesar de lo poco que lo conocía, sabía que a Pedro no le importaría si tenía o no la aprobación de su padre, ni se molestaría por el hecho de que Rich y Andy estuvieran al otro lado de su puerta si es que de pronto sentía ganas de besarla…


¿Pero qué demonios le pasaba? ¿En qué estaba pensando? 


Cualquiera creería que estaba deseando que Pedro la encontrara atractiva. ¡Y hasta que la besara!


Lo cual era ridículo. Solo estaba en las galerías para supervisar la instalación y la seguridad de la colección de joyas de su padre, nada más. El hecho de que no pudiera sacarse de la cabeza la suavidad de su pelo moreno, de ese brillo dorado de sus ojos, de los duros contornos de su hermoso rostro y de los músculos de su cuerpo era irrelevante ya que no tenía ninguna intención de permitirse seguir sintiéndose atraída por él. Porque la protección de su padre no permitiría que lo hiciera.


–Lo he preparado todo para que puedas bajar al sótano a las doce en punto para comprobar la seguridad –la informó Pedro ahora con un tono más enérgico y con una mirada comedida–. Espero que te venga bien.


–Perfectamente, gracias –asintió fríamente–. ¿Es consciente de que, una vez la colección esté instalada, habrá dos hombres del equipo de seguridad de mi padre apostados en la sala este vigilando la colección en todo momento?


–Eso creo –asintió lacónicamente.


–¿Es que no lo aprueba?


–No es cuestión de si lo apruebo o no, pero, si quieres que te diga la verdad, me resulta insultante que tu padre lo vea necesario –añadió con clara impaciencia.


Ella se encogió de hombros.


–Dudo que mi padre desconfíe de que usted o sus empleados puedan robarle la colección.


–¡Vaya, eso es muy reconfortante!


Paula pensaba que no había que darle más vueltas al tema; su padre no escatimaría en seguridad por mucho que a Pedro le resultara insultante.


–Bueno, ¿de qué quería hablar conmigo, señor Alfonso?


–Creía que habíamos quedado en llamarnos «Paula» y «Pedro» –le recordó secamente–. Eso de «señor Alfonso» hace que parezca mi arisco hermano mayor –dijo con mueca de disgusto.


Paula enarcó las cejas.


–¿Te refieres a Miguel que visitó a mi padre hace unas semanas?


–Has podido identificarlo con mi descripción, ¿verdad?


Paula se encogió de hombros.


–Pues a mí me pareció muy educado… aunque sí que un poco… esquivo.


–¿De verdad conoces a mi hermano Miguel?


Ella abrió los ojos de par en par ante su tono.


–Estuve presente cuando mi padre y él firmaron los contratos para la exposición, sí.


¿Pero qué demonios…?


Pedro acababa de hablar con Miguel y su hermano no había reconocido que hubiera visto en persona a Paula Chaves. Sí, era cierto que tampoco se lo había preguntado directamente, pero Miguel tampoco se lo había mencionado. Ni justo antes, ni cuando los dos habían hablado sobre el tema en la boda de Gabriel; una conversación en la que Miguel tampoco se había molestado en contradecirlo cuando él había supuesto que Paula Chaves sería una mujer de mediana edad.


–He visto unas fotos preciosas en el periódico del domingo de la boda de tu hermano pequeño… Gabriel, ¿verdad? Los tres os parecéis mucho.


Pedro, que había estado observando la punta de sus brillantes zapatos negros, levantó la mirada hacia Paula, entrecerrando los ojos contra el sol que se colaba por la ventana y que resaltaba esos reflejos dorados en esa gloriosa melena rojiza y hacía destacar el verde de sus ojos sobre esa suave piel cremosa y esos labios tan…


Se maldijo antes de sentarse de nuevo; su erección ya había palpitado ante la visión de esos carnosos labios ligeramente separados.


Y esa era una reacción totalmente inaceptable para él; siempre le había gustado la idea de no tener que complicarse ni comprometerse con todas esas rubias de largas piernas que tanto lo atraían y con las que pasaba unas semanas disfrutando, principalmente en la cama, y sin esperar nada más. Paula Chavesy el hecho de quién era, de quién era su padre, hacía que la atracción que estaba sintiendo por ella fuera de lo más complicada.


Por desgracia, su masculinidad, que había vuelto a endurecerse rápidamente, parecía tener una opinión muy distinta sobre el tema; sin embargo, él prefirió ignorarla.


–Sí, nos parecemos. Y fue una boda muy bonita. Todo lo bonita que puede ser una boda –añadió con desdeñosa falta de interés.


Paula sonrió ante la clara aversión de Pedro Alfonso por las bodas y el matrimonio.


–¡Seguro que no es contagioso como el sarampión y la varicela!


–¡Si lo es, soy inmune!


–Por suerte para ti. ¿Es eso todo lo que querías hablar conmigo?


Pedro Alfonso batió sus oscuras pestañas, sorprendido, como si por un instante hubiera olvidado que era él el que le había pedido reunirse. Sin embargo, ocultó su expresión rápidamente encogiéndose de hombros y diciendo:
–No. ¿Por qué no te sientas un momento? Dejando a un lado el tema de la seguridad, he pensado que deberíamos decidir exactamente qué papel vas a desempeñar en Arcángel durante el tiempo que dure la exposición.


–Como ya he dicho, todo eso está detallado en el contrato que mi padre y tu hermano firmaron hace semanas.


–He tenido oportunidad de leerlo con mayor detenimiento y no me puedo creer que quieras estar aquí metida todo el tiempo durante las próximas dos semanas.


–¿No puedes?


–No, no puedo. Ahora que las vitrinas están instaladas y todo está en su sitio, aquí no hay nada más que hacer. Te felicito por tu trabajo, por cierto –añadió a regañadientes–. Las vitrinas son exquisitas.


–Gracias –aceptó con timidez.


Paula llevaba casi cuatro meses trabajando con las vitrinas de exposición, desde que su padre le había propuesto la idea de exponer su colección de joyas en una de las galerías de Nueva York. Cada vitrina, de peltre y cristal biselado para no desmerecer la belleza de las propias joyas, tenía su propio código de seguridad, un código que solo Paula y su padre conocían.


–Resultarán más impresionantes aún cuando las joyas estén dentro.


–Seguro que sí –asintió Pedro con brusquedad–. La exposición no comienza hasta el sábado, imagino que no tardarás más de un día o dos en organizar la muestra.


–Es una colección muy amplia.


–Aun así…


Pedro, ¿es que intentas librarte de mí?


Y no estaría equivocada al pensarlo, admitió Pedro para sí con cada vez más impaciencia. Maldita sea, debía ocuparse de toda la galería en general, no solo de esa exposición, y no tenía ni tiempo ni ganas de satisfacer los caprichos y exigencias de la familia Chaves.


–No, en absoluto –dijo con tono suave.


–He hablado con mi padre por teléfono hace un momento y me pide que te transmita sus felicitaciones y te invita a cenar en su casa esta noche, si te viene bien.


Pedro frunció el ceño ante la invitación; sabía que Damian Chaves era huraño y dado a recluirse, pero ahora parecía que lo estaba invitando a cenar en su casa. Bueno, tal vez era comprensible teniendo en cuenta que Pedro era el hermano al mando de la galería de Nueva York, la misma a la que el hombre le había confiado su preciada colección.


No obstante, preferiría no tener más relación de la debida con la familia, y con Paula en particular. Y, sobre todo, lo que menos quería era que Damian fuera testigo de su notable reacción física ante su hija.


–¿Pedro?


–Me temo que esta noche ya tenía un compromiso –¡gracias a Dios!


–Ya… –se quedó más que sorprendida ante su rechazo.


Y no cabía duda de que esa sorpresa se debía al hecho de que a no demasiada gente se le ocurriría rechazar una invitación del poderoso Damian Chaves, contando, claro, con que tuvieran el privilegio de recibirla. Pedro sabía que desde un punto de vista profesional él tampoco debería rechazarla, sino más bien cambiar su cita con la actriz Jennifer Nichols para otro día. Eso era lo que Miguel habría esperado que hiciera, pero dado que en ese momento no tenía ninguna gana de complacer a su hermano, ¡le importaba un comino lo que pensara!


Paula sabía que a su padre no le haría ninguna gracia que Pedro hubiera rechazado su invitación y, al mismo tiempo, no podía evitar admirar a Pedro por ello. Adoraba a su padre, pero eso no impedía que fuera totalmente consciente de que su poder lo había acostumbrado demasiado a salirse siempre con la suya, a imponer su voluntad sobre los demás, a esperar que todos obedecieran sus órdenes. Sin embargo, estaba claro que Pedro Alfonso no era una de esas personas.


–Mi padre me ha dicho también que si no podías, eligieras otra fecha que te resultara más apropiada.


–A ver… –dijo abriendo su agenda sobre el escritorio–. Parece que mañana por la noche la tengo libre de momento.


–Avísame mañana si eso cambia –respondió Paula, a la que le divertía, más que molestarle, la determinación de Pedro de no dejarse avasallar por su padre.


–¿Aún sigues decidida a venir a la galería cada día?


–Eso es lo que mi padre espera que haga.


Pedro se relajó contra el respaldo de su silla de piel negra.


–¿Y siempre haces lo que espera tu padre?


Paula se puso tensa ante el provocador tono de su voz.


–Si lo hago, se angustia menos, así que sí –le confirmó con brusquedad.


–¿Angustia? –preguntó enarcando una ceja con gesto burlón.


–Sí –Paula no tenía ninguna intención de darle más explicaciones.


Los motivos que su padre tuviera para ser tan protector con ella no eran asunto ni de Pedro Alfonso, ni de nadie. Era lo que era y Paula lo aceptaba. Y si alguna vez se sentía molesta por la necesidad de su padre de protegerla, eso era problema suyo, no de Pedro.


Ahora su depredadora mirada dorada la recorría deliberadamente y sin piedad, haciendo que sus pezones se inflamaran ante esos ojos posados en la prominencia de sus pechos rozando la camiseta. Respiró hondo con suavidad sintiendo cómo el algodón resultaba abrasivo contra su piel desnuda y una ardiente humedad se instalaba entre sus muslos.


A su cuerpo no parecía importarle ni que Pedro se hubiera propuesto deliberadamente despertarle esa respuesta ni que, sin duda, estuviera divirtiéndose a su costa a medida que la tirantez de sus pezones se convertía en una tortura insoportable y la humedad de entre sus muslos iba en aumento como si se estuviera preparando para las caricias y la entrada de ese hombre.


Pero a Paula sí le importaba. No iba a permitir que ningún hombre se riera de ella por muy poca experiencia que tuviera en el terreno masculino, y mucho menos el arrogante y burlón Pedro Alfonso.


Se levantó bruscamente y dijo:
–Le diré a mi padre que has aceptado su invitación para mañana por la noche.


Pedro apartó a regañadientes la mirada de los pechos de Paula; había disfrutado mucho viendo esos pezones inflamarse y revelar que no era inmune a su penetrante mirada.


Pero solo le hizo falta ver su rostro, su verde mirada acusatoria, la palidez de sus mejillas y el gesto de su barbilla para sentirse como un completo canalla por haberse comportado tan mal. Estaba furioso con su inesperada respuesta física ante esa mujer, con Miguel por haberlo puesto en esa situación, e incluso un poco con Damian por la misma razón, pero eso no le daba derecho a pagar su rabia con Paula.


Se levantó, bordeó el escritorio y los dos quedaron de pie separados por escasos centímetros.


–¿Tú también cenarás mañana con nosotros? –le preguntó con suavidad.


Ella lo miró con recelo.


–Creo que mi padre esperará que esté presente como anfitriona, sí.


–¿Es que no vives con tu padre?


–No del todo –respondió sonriendo ligeramente al pensar en su piso. Estaba ubicado en el mismo edificio que albergaba el ático de su padre, un edificio que era de su propiedad. No era toda la independencia que le habría gustado, pero sí que era mejor de lo que se había esperado después de volver de Stanford.



–¿Y qué significa eso?


Ella sacudió la cabeza; su padre no hablaba de esos temas con nadie y parte de ese secretismo se lo había contagiado a ella.


–Significa que mañana por la noche estaré en casa de mi padre.


–¿Pero no vas a decirme dónde vives?


–No.


–¿Ni siquiera si me ofreciera a recogerte para ir juntos?


–No. Y sé que mi padre tiene intención de enviarte uno de sus coches para recogerte. Me ha pedido que le confirme si tu piso sigue estando en la Quinta Avenida.


Pedro se sintió incómodo; Damian Chaves parecía saber demasiado sobre él, mucho más de lo que él sabía sobre ese hombre o sobre su hija.


–Sí –le confirmó–. Dale las gracias de mi parte, pero preferiría ir en mi coche –porque eso significaba que podría marcharse cuando se hubiera cansado. Además, se sentía molesto por la idea de que el arrogante Damian quisiera organizarlo.


–Sé que mi padre preferiría que te recogiera uno de sus coches.


–Y yo preferiría llevar el mío –repitió de modo implacable.


–Dudo mucho que sepas dónde vive.


–Dudo que mucha gente lo sepa.


–No mucha.


–Tal vez podrías dejarle la dirección a mi secretaria mañana, después de que hayas vuelto a hablar con tu padre, claro.


Ella se mordió el labio inferior dirigiendo de forma instantánea la atención de Pedro a esos labios, carnosos y ligeramente coloreados, y a sus ojos. Pedro fue consciente al momento del error que había cometido al mirarla porque se sintió como si se estuviera ahogando en esas profundidades verdes.


Al igual que era consciente de que estaba siendo arrastrado hacia ella, como por un imán.


–Debería ir a comprobar la seguridad ahora –dijo Paula bruscamente al dar un paso atrás apartándose de él–. Le pasaré tu mensaje a mi padre.


–Muy bien –se puso recto maldiciendo por dentro la atracción que sentía cada vez más por Paula Chaves, y esperando sinceramente que su cita de esa noche con Jennifer se la sacara de la cabeza… ¡y le calmara el cuerpo!–. ¿Quieres que baje contigo al sótano?


Paula esbozó una sonrisa ante su evidente falta de entusiasmo.


–Creo que puedo encontrar el camino, gracias.


Pedro la miró irritado.


–Estaba siendo educado.


–Ya me he dado cuenta.


Pedro le abrió la puerta del despacho y se quedó algo desconcertado al encontrarse de pronto siendo el centro de atención de dos pares de gafas de sol y dos guardaespaldas.


–Les aseguro que la señorita Chaves no ha sufrido ningún daño en mi despacho –dijo con tono socarrón.


No hubo ni una mínima sonrisa por parte de esos dos adustos rostros.


–Buenos días, señor Alfonso –murmuró ella antes de echar a andar hacia el ascensor seguida por los dos hombres.


La presencia de los guardaespaldas no impidió que pudiera ver el trasero en forma de corazón de Paula resaltado por esos vaqueros ajustados; una visión que su excitado cuerpo disfrutó.


Estaba metido en un buen lío, admitió para sí con un gruñido, ¡si solo con ver las perfectas curvas de sus nalgas su miembro se inflamaba de ese modo!








2 comentarios: