domingo, 18 de octubre de 2015

EL DESAFIO: CAPITULO 1




Tres días después. Galería Arcángel, Nueva York


–¿Le importaría apartarse? Me temo que está en medio.


Pedro estaba apoyado en la puerta de la sala de la galería donde llevaba unos minutos observando cómo se desarrollaba la instalación de las vitrinas de cristal y bronce que se habían llevado para la exposición. Se giró para mirar al joven que acababa de hablarle con tanta brusquedad.


Parecía un adolescente y debía de medir cerca de un metro ochenta; vestía los mismos vaqueros desteñidos y la misma sudadera negra ancha que el resto de los trabajadores y llevaba una gorra de béisbol que le cubría parte de la cara.


Una cara que era demasiado bonita para pertenecer a un chico, pensó: cejas negras y arqueadas sobre unos ojos verde musgo y rodeados por unas largas y espesas pestañas oscuras, una nariz respingona cubierta por pecas, pómulos altos, labios carnosos y una barbilla fina.


Sí, era demasiado guapo, aunque no parecía estar teniendo ningún problema a la hora de instalar las vitrinas.


Pedro había llegado a la galería a las ocho y media, como de costumbre, y su secretaria lo había informado de que el equipo de Chaves llevaba allí desde las ocho en punto.


–Solo estaba buscando…


–¿Le importaría apartarse ya? –repitió el chico con voz fuerte–. Necesitamos meter el resto de las vitrinas –y como para recalcar el hecho, dos de los trabajadores más fornidos se situaron al lado y detrás del joven.


Pedro frunció el ceño irritado ante tanto músculo; ¿dónde demonios estaba la hija de Damian Chaves?


Esos ojos verdes se abrieron de par en par al ver que Rafe no hacía intención de apartarse de la puerta.


–No creo que su jefe apruebe esta falta de colaboración.


–Pues resulta que yo estoy aquí precisamente porque estoy buscando a su jefe –respondió Pedro con frustración.


–¿Y usted es?


–Soy yo –confirmó Pedro con una dura sonrisa–. Tenía entendido que la señorita Chaves estaría aquí esta mañana para supervisar la instalación de las vitrinas –dijo enarcando las cejas y con gesto burlón.


–¿Y usted es?


Pedro Alfonso –respondió con satisfacción.


–Me lo estaba imaginando –el joven se puso derecho–. Buenos días, señor Alfonso. Soy Paula Chaves.


Paula tuvo la satisfacción de ver a Pedro Alfonso, uno de los tres hermanos dueños de las prestigiosas galerías Arcángel, perder por un instante parte de su arrogancia innata a la vez que esos ojos dorados se abrían de par en par con incredulidad y esos esculpidos labios se separaban con gesto de sorpresa. Todo ello le dio la oportunidad de
observar por unos instantes al hombre que tenía delante. 

Debía de tener treinta y tantos, el pelo le caía justo por los hombros y tenía el rostro de un ángel caído, además de una depredadora mirada dorada, afilados pómulos sobre esa piel aceitunada de herencia italiana, una nariz larga y elegante, unos labios sensuales que parecían haber sido tallados por un escultor, y una barbilla cuadrada que en ese momento tenía ladeada con gesto arrogante y desafiante.


El traje sastre gris oscuro perfectamente confeccionado y la nívea camisa blanca no lograban ocultar la perfección musculada de su alto cuerpo. ¡Más bien parecía que lo hubieran diseñado para resaltar esa masculinidad! La camisa blanca era de la seda más fina, como la corbata color plata pálida anudada meticulosamente, y sus zapatos negros eran, claramente, de piel italiana.


Paula volvió a mirar ese rostro arrogante… e increíblemente hermoso.


–¿Deduzco, por su expresión, que no soy lo que se esperaba, señor Alfonso? –murmuró.


¿Que no era lo que se esperaba? ¡Eso era quedarse muy corto! Estaba siendo un poco difícil de aceptar que ese chico fuera, en realidad, una joven preciosa, y además hija de Damian Chaves. Chaves tenía casi ochenta años y la mujer que ahora decía ser su hija tendría veintipocos. ¿O tal vez era la nieta y estaba allí sustituyendo a su madre por alguna razón?


Pedro se obligó a relajarse.


–No qué, sino quién –se excusó estrechando la mano que ella había extendido. Una mano cálida y artísticamente esbelta con unos dedos largos y delicadamente afilados.


Ella lo miró con gesto socarrón.


–¿Y, exactamente, a quién se esperaba, señor Alfonso?


–A su madre, probablemente –le dijo Pedro secamente–. ¿O a su tía?


Ella sonrió.


–Mi madre está muerta, y no tengo tías. Ni tíos tampoco –añadió –, ni más familia que mi padre –terminó con voz suave.


Pedro se quedó atónito, intentando procesar la información que esa mujer acababa de darle. Ni madre, ni tíos, solo su padre. Lo cual significaba…


–Soy la señorita Chaves de la que le hablaron, señor Alfonso –confirmó–. Creo que soy lo que algunos podrían describir como una niña nacida en el otoño de la vida de mi padre.


No se había podido imaginar que la hija de Damian Chaves fuera a ser tan joven. ¿Lo habría sabido Miguel? 


Probablemente no, ¡porque de lo contrario su hermano jamás habría sugerido que la encandilara con sus encantos!


Ahora entendía la presencia de esos dos hombres musculosos detrás de ella. No había duda de que papá Chaves protegía muy bien a su joven y hermosa hija.


Como si la presencia de esos guardaespaldas, y la información de que esa joven era la hija de Damian Chaves, no hubieran resultado lo suficientemente desconcertantes, ella se quitó la gorra liberando una cascada de rizos rojizos que enmarcaron la belleza de su rostro y cayeron sobre sus esbeltos hombros antes de flotar descontroladamente hasta la cintura.


Y dándole a Pedro la total certeza de que era una mujer.


En cuestión de mujeres su preferencia siempre habían sido las rubias, pero al ver esos ojos color musgo y esos carnosos labios que estaban esbozando una burlona sonrisa a su costa, supo que en ese momento no podría haber nada que fuera a disfrutar más que tomar a esa mujer en sus brazos y borrar la sonrisa de esos dulces labios con un beso.


Un gesto que, sin duda, haría que los dos centinelas actuaran a la velocidad de la luz.


Paula miró a Pedro Alfonso y supo que acababa de darse cuenta de que Andy y Rich no estaban allí simplemente para instalar las vitrinas. Llevaba casi toda su vida rodeada por los mismos guardaespaldas y se había acostumbrado tanto a tener al menos a dos de ellos vigilándola día y noche, que ya apenas se percataba de su presencia. Ahora trataba a los ocho hombres que conformaban su equipo de seguridad más como amigos que como gente empleada por su padre para salvaguardar su seguridad.


Lo cual reflejaba eso en lo que su vida se había convertido. 


Su padre era un hombre poderoso y rico, y con el dinero y el poder venían los enemigos. A pesar de saberlo y asumirlo, a menudo había fantaseado con lo agradable que sería poder hacer como el resto de gente de su edad, salir a comprar el periódico o leche por las mañanas, o ir a comprar cena a un restaurante de comida rápida, o compartir una noche divertida con amigas sin que sus guardaespaldas tuvieran que registrar primero el local. O tal vez tener una cita con algún hombre indecentemente guapo con el rostro de un ángel caído. Un momento… ¿Exactamente de dónde había salido ese pensamiento tan ridículo?


Tantos años bajo la protección de su padre hacían que, normalmente, se mostrara extremadamente tímida cuando tenía que hablar con algún hombre. ¡Nunca había tenido fantasías eróticas con uno al momento de conocerlo!


Miró a Pedro Alfonso, un hombre extremadamente guapo y arrogante.


–Hoy tengo mucho que hacer aquí, señor Alfonso –le dijo ocultando su timidez detrás de su enérgico tono–. Así que si no tiene nada más que decirme…


Pedro sabía cuándo no lo querían delante, ¡y también sabía cuándo no le gustaba eso!


Estaba al mando de la galería de Nueva York en ese momento, y era hora de que a esa tal señorita Paula Chaves y a esos matones les quedara bien claro.


–Primero hay una serie de cosas que me gustaría hablar con usted, si no le importa acompañarme a mi despacho en la tercera planta.


El aleteo de esas largas y oscuras pestañas fue la única señal de que la había sorprendido con su petición. No había duda de que el dinero y el poder de papaíto aseguraban que la señorita Paula Chaves no tuviera que acceder a las peticiones de nadie.


Sacudió la cabeza haciendo que esa larga cascada de cabello rojizo resplandeciera como una llamarada bajo el sol que se colaba por los ventanales que tenía detrás.


–Está claro que ahora mismo no tengo tiempo. ¿Qué tal un poco más tarde?


Pedro apretó los labios.


–Hoy tengo otras citas que atender –aunque ninguna que Miguel le impidiera cancelar para así poder quedar con la hija de Damian Chaves cuando a ella le resultara conveniente.


Pero Miguel no estaba ahí ahora mismo, Pedro sí y… 


«¡Maldita sea, Pedro, la razón por la que estás tan irritado es porque Paula Chaves es una belleza!». Y bajo otras circunstancias, en un lugar distinto, los dos desnudos y juntos en una cama con sábanas de seda, incluso disfrutaría con el desafío que ella suponía. Pero no estaban en ninguna cama, esa lujuriosa boca no era para él, y cuando se trataba de Arcángel, él era el único al mando.


–En ese caso, me temo que la discusión tendrá que esperar a mañana.


Pedro dio un paso hacia ella y, al instante, los guardaespaldas hicieron lo mismo, acercándose sin quitarle los ojos de encima a Pedro.


–Controle a sus perros guardianes –advirtió con dureza.


Ella se lo quedó mirando varios segundos antes de girar la cabeza lentamente hacia los dos hombres.


–Estoy segura de que el señor Alfonso no supone ningún peligro para mí –les aseguró con ironía antes de volver a girarse hacia Pedro con gesto desafiante.


Pedro esbozó una voraz sonrisa y la miró de arriba abajo lentamente.


–Bueno, yo no estaría tan seguro de decir que no supongo ninguna amenaza para usted, señorita Chaves –dijo con tono suave y deliberadamente provocativo.


Esos preciosos ojos color musgo se abrieron notablemente y un delicado rubor se alojó en sus mejillas haciendo resaltar las pecas que le cubrían la nariz. Nerviosa, sacó la lengua para humedecerse los labios; unos carnosos labios que no necesitaban brillo labial para intensificar su volumen o su delicado color melocotón.


Ahora Paula apretó esos labios, como si fuera consciente de que Pedro estaba jugando con ella.


–¿Le vendría bien a las once en punto, señor Alfonso?


–Me aseguraré de que así sea –respondió él suavemente.


Paula era bien consciente de que en algún punto durante el intercambio de palabras Pedro Alfonso había tomado el control de la conversación… ¿y de ella? Su aire de seguridad y poder dejaba claro que siempre prefería controlarlo todo.


¿Incluso cuanto estaba en la cama con una mujer?


Paula sintió un rubor teñir sus mejillas por segunda vez en pocos minutos al darse cuenta de que Pedro era responsable de haberle metido en la cabeza esos pensamientos tan poco apropiados. ¿Pero por qué eran tan poco apropiados?


Tenía veinticuatro años, una figura esbelta y el modo en que la miraban los hombres le decía que no era poco atractiva; Pedro Alfonso era un hombre peligroso y abrumadoramente guapo con un aire latino que hacía que la recorriera un cosquilleo. Ambos eran mayores de edad así que, ¿por qué no se daba un capricho y se permitía flirtear un poco con él?


Porque no era algo a lo que estuviera acostumbrada a hacer, se respondió tristemente y al instante. Su padre era muy protector con ella, tanto que a veces hasta resultaba claustrofóbico, y era un poco difícil disfrutar flirteando con un hombre atractivo teniendo a dos guardaespaldas detrás. 


Sobre todo cuando esos guardaespaldas no dudarían en dar parte de su comportamiento a su padre. Además, con lo poco que lo conocía le bastaba para saber que Alfonso era demasiado peligroso como para que ella pusiera en práctica sus relativamente inexpertas habilidades en el arte del flirteo.


Conocía su reputación, por supuesto; hasta ella había oído chismes por Nueva York sobre ese hermano Alfonso en particular, los suficientes para saber que sus relaciones con las mujeres eran breves y numerosas y que no era hombre de simples flirteos.


–Hágalo –dijo Paula de pronto y asintiendo.


Esos ojos dorados la miraron fijamente.


–Ya que parece que tendremos que pasar tiempo juntos durante las siguientes semanas, creo que lo mejor será que nuestra relación se base en un respeto mutuo.


–Mi experiencia me dice que el respeto hay que ganárselo.


–¿Y eso qué quiere decir?


–No creo que mi comentario tenga ningún sentido oculto, señor Alfonso.


Pedro lo dudaba mucho. Maldita sea, ¡esa mujer era odiosa! Fría, distante, ¡y terriblemente irritante!


Pero también era preciosa y exótica de un modo nada habitual; un hombre podía ahogarse en esos profundos ojos verdes, perderse acariciando la suavidad de su piel… y
esos carnosos labios… Pedro no sabía cómo serían sus pechos, por supuesto, ya que estaban ocultos bajo esa sudadera, pero sus caderas y sus muslos eran esbeltos, y sus piernas tan largas que parecían no tener fin. Y en cuanto a la abundancia de esa suave y sedosa melena ondulada, no podía recordar haber visto nunca un color de pelo tan intenso con unas mechas doradas naturales que le enmarcaban el rostro como un halo.


Sí, Paula Chaves era todas esas cosas: irritante, preciosa, y atractiva… y estaba completamente fuera del alcance de cualquier hombre, a juzgar por esos dos guardaespaldas tan enormes que tenía detrás. Porque era imposible ignorarlos; no dejaban de mirarlo con desconfianza.


Pero, por encima de todo, era la hija de Damian Chaves, ¡el poderoso multimillonario que llevaba la palabra «ermitaño» a un nuevo nivel!


–Obviamente, me gustaría que habláramos sobre la seguridad de la galería.


Pedro se la quedó mirando muy serio.


–La seguridad de Arcángel es asunto mío, señorita Chaves, no suyo.


Ella se encogió de hombros.


–Le sugiero que se lea la cláusula siete del contrato que su hermano Miguel firmó con mi padre, señor Alfonso. Creo que encontrará que esa cláusula en concreto dice que tengo la última palabra en lo concerniente a la seguridad de toda la galería durante la exposición de la colección de joyas únicas de mi padre.


¿Pero qué…? Miguel le había mencionado que Chaves pretendía aportar su propia seguridad a la colección, pero en ningún momento le había dicho que se refiriera a la seguridad de toda la galería. Al haber llegado a Nueva York solo el día antes, no había tenido tiempo de mirar con detalle el contrato que Arcángel había firmado con Damian. 


Había confiado en que Miguel se habría ocupado de todo ello con su habitual implacable eficiencia.


Pero si lo que Paula Chaves decía era cierto, y él no tenía motivos para creer que no lo fuera, entonces necesitaba tener una pequeña charla con su hermano.


Sí, sin duda, la exposición de las joyas de Chaves era un golpe maestro para Arcángel, como lo habría sido para cualquier galería, ya que se trataba de una colección nunca antes expuesta en público, pero eso no significaba que tuviera que permitir que la familia Chaves entrara ahí y se apoderara de todo el lugar.


Paula tuvo que contener una sonrisa mientras captaba la frustración en la expresión de Pedro, sabiendo por dentro que sentía cierta satisfacción por haber logrado descolocar un poco a ese arrogante hombre. Claramente estaba acostumbrado a dar órdenes y a que los demás obedecieran, y podía ver lo incómodo que se sentía ahora.


–¿Tiene intención de cambiar los términos de ese contrato? 
Si es así, tal vez deberíamos dejar de traer más vitrinas hasta que haya hablado con mi padre.


–No creo haber dicho que vaya a modificar las condiciones del contrato, señorita Chaves –le dijo secamente Pedro.


–Paula.


Pedro –contestó él con su mirada dorada iluminada de furia. –Y, por cierto, no respondo bien ante las amenazas, Paula.


–Creo que verás que no ha sido una amenaza, Pedro –respondió muy educadamente–. Como también creo que verás que el contrato entre mi padre y tu hermano es completamente vinculante por ambas partes.


Paula había estado presente el día que Miguel Alfonso se había reunido con su padre en su piso de Manhattan, junto con los abogados de ambos, que habían estado allí para comprobar los detalles antes de que se firmara el contrato. 


Su padre nunca dejaba nada al azar, y la seguridad de su amada colección de joyas era lo segundo más importante después de la seguridad de su propia hija.


–Si tienes alguna objeción o duda, te sugiero que se las presentes a tu hermano antes de hablar con mi padre –añadió desafiante.


No sabía qué tenía ese Pedro, que la hacía ponerse tan a la defensiva y de un modo que no era nada habitual en ella. 


¿Sería, tal vez, esa arrogante seguridad en sí mismo? ¿O quizás el hecho de que fuera demasiado guapo para su propio bien y el de cualquier mujer? Fuera la razón que fuera, se vio deseando desafiarlo más que a ningún otro hombre en toda su vida.






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