domingo, 30 de agosto de 2015

ATADOS: CAPITULO 3





Paula estaba sentada en su X3 frente al italiano en el que habían quedado. Se había retocado el maquillaje censurándose un poco por hacerlo. Era una mujer valiente, muy a gusto consigo misma, pero Pedro la hacía sentir inferior. Detestaba verse así. Aunque debía reconocer que la culpa era suya en exclusiva. Él nunca había dicho o hecho nada que alentara esos sentimientos destructivos. Era la propia Paula quien los alimentaba con sus tonterías.


«Sé tú misma, concéntrate en ti y no en él». Llevaba toda la tarde repitiéndoselo. Respiró hondo, abrió la puerta del coche y se encaminó hacia el restaurante. Lo vio enseguida. 


Vestía unos vaqueros oscuros que potenciaban la musculatura de sus piernas y un suéter de cuello de cisne beige que hacía lo propio con su torso. Estaba para comérselo. «Mejor te comes una lasaña y te dejas de bobadas», se recordó. Se levantó al verla y le apartó la silla, galante. Le besó la mejilla y se sentó de nuevo. Paula sintió que perdía el control ante su proximidad. Cogió la carta e hizo como que la leía, tratando de calmarse. Él la convertía en un manojo de nervios con solo un beso. Si se acostaran juntos, ardería. Quizá se habían acostado juntos aquella noche y ella no lo recordaba. Tal vez su mente había bloqueado el recuerdo porque ella no había estado a la altura, pensó con pánico. O, peor, se le había declarado después de hacerlo. Agobiada por el camino que seguía su superlativa imaginación se alegró como nunca de que llegara el camarero.


—Una lasaña y agua natural, por favor.


Dejó que él eligiera los entrantes y el vino. No solía gustarle que decidieran por ella, y menos aún la comida, pero estaba demasiado tensa para optar por nada. Una vez solos, Pedro le sonrió con cautela y empezó a hablar.


—Ayer a primera hora fui a recoger mi expediente de matrimonio y me encontré con que me lo habían denegado porque llevaba once años casado. —Ella no dijo nada. Ante su silencio presionó—. Contigo.


Vaya, así que la cosa iba en serio. Realmente se habían casado. Llevaba todo el día pensando en ello y no lograba dar con una explicación correcta. Había pedido al registro una nota telemática sobre su propio estado pero no la recibiría hasta el lunes. Su única esperanza de que fuera un error residía en esa nota. Quizá ella estuviera soltera y todo fuera una equivocación. «Sí, y quizá Palestina e Israel firmen la paz mañana. Sé realista, por favor».


—Paula. —La devolvió a la conversación observándola con fijeza, interrogante—. Me caso en dieciséis días.


—Sabes que no.


La miró con espanto. Deseó haberse mantenido callada. 


Cuando la presionaban se olvidaba de la diplomacia y decía aquello que pensaba sin ambages. Y en ese momento se sentía muy presionada.


—Lo siento. He sido demasiado franca. Estoy molesta con todo esto y el día ha sido muy largo.


«Y tú me haces sentir inferior. Y no sé cómo manejar esta situación. Y me encantaría tumbarte sobre la mesa y arrancarte la ropa.»


—No te preocupes. Tienes razón, supongo. Salvo que todo esto sea una broma de mal gusto me temo que tendremos que anular la boda. Amparo está destrozada. Anoche se pasó horas llorando. Todo está planeado al milímetro, las flores, el vestido…


A Paula le importaba bien poco lo que Amparo sintiera, aun a riesgo de convertirse en una zorra insensible. No le gustaba esa chica. Sabía que no le iba a gustar nadie para él, pero esa rubia de bote le disgustaba especialmente. 


Creía que bajo su apariencia frágil se escondía una arpía más interesada en el dinero de Pedro que en él mismo. 


«Claro, porque si no fuera rico no gustaría a nadie, ¿no?». 


Sin embargo, ella se ganaba la vida juzgando a la gente y Amparo no le parecía trigo limpio. En absoluto. Él seguía hablando de los preparativos del enlace. Deseaba cortarle, aunque sería de pésima educación hacerlo. Pero también era de mal gusto contarle a la mujer que te amaba desde siempre cosas sobre tu boda con otra. Y más si esa mujer que te amaba era tu esposa, aun por error. «Qué demonios, haz que se calle».


—Pedro —le interrumpió cuando el camarero dejó sus platos sobre la mesa—. No me has citado para contarme cuántos pisos tendrá la tarta nupcial, ¿verdad?


Él se sonrojó, visiblemente azorado. Negó con la cabeza y volvió al tema que les incumbía a ambos.


—¿Se te ocurre alguna explicación al hecho de que estemos casados?


—Ninguna. He estado dándole vueltas a lo de Las Vegas. —Notó que se ruborizaba mientras su mente volvía a su supuesta noche de bodas. Ya se veía arrodillada, jurándole amor eterno. «Dios, Dios, deja de pensar»—. Por treinta dólares nadie tramita un expediente matrimonial.


—¿Treinta dólares? —Él había levantado la voz.


Su cara de espanto le dio la clave.


—Pedro, recuerdo a la perfección que te dije que pagaras mientras yo recogía la foto del enlace. —Lo recordaba muy bien, aún tenía aquella foto escondida en un cajón del trastero—. ¿No pagarías más, verdad? Algo así como… dos mil pavos.


Él se mostró contrito. Estaba adorable tan hecho polvo.


—Dos mil trescientos cincuenta dólares.


Su carcajada hizo que varios comensales se giraran hacia ellos. Pedro la taladró con la mirada.



—Lo siento, chico: la cagaste. —Su mente iba a cien repasando consecuencias y buscando una solución rápida. Pero no era abogada, nunca había ejercido, e intuía que haría falta un especialista para solucionar aquel embrollo—. Bien, la buena noticia es que ya sabemos qué paso. La mala noticia es que realmente estamos casados.


Vio cómo se desmoronaba y sintió verdadera lástima. Por más que le doliera, él estaba enamorado de otra y se le veía destrozado. Sin pensar, le tomó la mano y se la apretó. Él no rehuyó el contacto.


Pedro, todo se solucionará.


Él la miró esperanzado. Parecía querer aferrarse a un clavo ardiendo.


—¿Sabes cómo?


Soltó su mano y lo miró con tristeza. Negó con la cabeza. 


Ambos pasaron unos minutos concentrados en sus platos. 


Así que él había legitimado el matrimonio por error. Bueno, en aquel entonces ya había ganado mucho dinero. Suponía que le pudo parecer incluso divertido que la broma le saliera tan cara. No podía solucionar el tema legal, pero sí su boda. 


Era una experta solucionando problemas ajenos.


Pedro, cásate igualmente. Ya sé que a nivel jurídico no es posible, pero hazlo. Contrata a algún actor que simule una ceremonia civil, haced la fiesta y seguid con vuestros planes. Y cuando esto se arregle casaos en la intimidad. —Su mirada seguía partiéndole el alma—. Incluso me ofrezco como testigo.


Él sonrió sin ganas.


—Paula, soy católico.


Y eso lo explicaba todo. En días como ese se alegraba de ser atea. El resto de la cena transcurrió en silencio. Pedro estaba abatido, apenas comió, y ella no quiso interrumpir sus pensamientos. Cuando pidió la cuenta dejó que pagara él y salieron. La acompañó al coche y le sostuvo la puerta. Antes de cerrarla la miró, abstraído.


—Paula, lo lamento.


A ella no le cupo ninguna duda de cuánto lo lamentaba.
En un impulso —y ya eran muchos en día y medio— se desabrochó el cinturón, salió del coche y lo abrazó.


—Todo se solucionará. Te prometo que algún día nos reiremos de esto.


Él se separó y la miró, sin soltarla.


—Mi eterna optimista.


Y sin más la besó en la mejilla y se marchó.


De vuelta a casa no pudo dejar de acariciarse la cara justo donde sus labios la habían rozado. Le quemaba. «Mi eterna optimista».







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