domingo, 30 de agosto de 2015

ATADOS: CAPITULO 2





Se conocían desde siempre. Ambas familias, Alfonso y Chaves, veraneaban en la playa de Canet d’En Berenguer, por lo que se habían visto todos los veranos durante años.


Paula no recordaba cuándo se había enamorado de él. 


Cuando era adolescente solía bromear consigo misma pensando que quizá lo amara desde que compartieran algún chupete, o una cuna durante la siesta. Había sido su amor de la infancia. Era un niño muy guapo con el cabello castaño y los ojos color miel. Alto y desgarbado, destacaba sobre el resto por su buen carácter y su sonrisa. Durante la adolescencia, Paula pudo ver cómo su cuerpo se iba moldeando hasta convertirse en músculo y fibra. Sus facciones se fueron endureciendo y, si bien perdió su encanto angelical, ganó un atractivo masculino, muy varonil. 


Paula, en cambio, desarrolló tarde y despacio. Nunca fue fea, pero hasta pasados los veinticinco su cuerpo no se había redondeado de la forma correcta. Su excesiva delgadez la había afeado, afilando sus rasgos y asemejando su cuerpo al de un palo. Sus mejores adalides habían sido su ingenio y su independencia.


Pero no era eso lo que le había mantenido alejada de él. El problema era mucho más profundo. Pedro era todo lo que Paula nunca sería. Él iba a misa todos los domingos; ella no creía en Dios. Él era muy tradicional; ella, a pesar de su educación, anunciaba sus principios progresistas a cualquiera que quisiera escucharla. Él procedía de una familia muy adinerada; ella hablaba de redistribución de la riqueza. Él era moderado; ella, la impulsividad personificada. 


Él adoraba el campo; ella era de asfalto. Y la lista parecía no tener fin. No tenían afinidad ninguna.


Una Paula joven e insegura había sentido pavor de ser ella misma en su presencia, temiendo absurdamente que él la rechazara de plano. Ahora entendía lo ridículo de sus miedos, pero en aquel momento había estado convencida de que Pedro jamás se fijaría en una muchacha así y había guardado silencio en su presencia, aterrada de mostrarse tal como era. Había pasado años manteniéndose al margen cuando él aparecía.


A los dieciocho Pedro se marchó a estudiar a Stanford, en California, mientras ella se quedaba en la Universidad de Valencia. Era un apasionado de la informática y creó un sistema que revolucionaría años después el concepto del ciberespacio. Por lo que sabía ella de ordenadores bien pudo haber inventado la tecla de delete, aunque dudaba de que por eso le hubieran pagado más de quinientos millones de dólares.


Sin tener que preocuparse por el dinero durante el resto de su vida, él estudió Gestión de Procesos de Negocio y volvió a España para crear un holding que se dedicaba a reflotar empresas con problemas en cualquier sector que le resultara motivador.


Pero antes de su regreso, antes de que él se convirtiera en millonario, coincidieron en Las Vegas.


Paula había acabado la carrera y quiso perfeccionar su inglés antes de entrar en el mundo laboral. Consiguió un trabajo en un hotel en Columbus, Ohio, y pasó seis meses cambiando toallas y sirviendo cafés. Una noche, poco antes de su vuelta a España, sus compañeras propusieron una escapada de fin de semana a Las Vegas y ella aceptó, intrigada por el paraíso de arena y máquinas de juego que le prometían. El sábado por la noche, tras varias copas, lo vio.


Fue como la escena de Grease en la que Sandy y Danny coinciden en el instituto, pero con litros de alcohol para emborronarla. No estaba segura de cómo terminaron en aquella capilla. Estaba convencida de que su mente etílica retó a Pedro «el Correcto» a cometer una locura, y por alguna extraña razón él debió aceptar.


Su sobresaliente en Derecho internacional le hacía consciente de que un matrimonio de dos españoles en cualquier otro país no sería válido, salvo que solicitaran que fuera tramitado vía embajada para ser registrado en España. 


Así que le propuso hacer algo estúpido: se separaron de sus respectivos amigos y se metieron en el primer local que encontraron y que prometía amor eterno a cambio de treinta dólares. Recordaba poco más de aquella noche. Supuso que debió haberse acostado con él porque a la mañana siguiente se despertó a su lado en un hotel de lujo. Se vistió con sigilo, sonriendo al ver el acta de matrimonio pegada en el espejo del baño, como en cualquier película de sobremesa de Antena3, y se marchó sin hacer ruido.


Al pensar en ello desde la madurez de sus treinta y cuatro años, aquello sirvió para exorcizarle. Desde entonces había coincidido con él en algunas bodas o en el paseo marítimo y ya no se sentía desfallecer de amor al verle; solo un saltito en su corazón que su mente refrenaba con férrea facilidad. 


Había logrado encerrarle en un pequeño recoveco de su alma y seguir adelante. Si todavía no se había casado era porque no había encontrado al hombre adecuado y no porque su recuerdo le impidiera amar a otros.


Regresó de nuevo al presente. Pagó el kebab, dejó su BMW donde estaba y bajó hasta su casa dando un paseo. Le alivió ver que el coche de su madre había desaparecido. Su gata la saludó al entrar. Había recogido a aquella siamesa blanca de la calle. La llamó Dama, por «La dama y el vagabundo», y el tiempo le dijo que acertó de lleno en el nombre. Había resultado ser una marquesa que comía solo paté de marca y dormía en el sofá. Nada de inferior categoría era digno de ella. La acarició con cariño y subió a la primera planta. 


Descartado ya el baño abrió el grifo de la ducha mientras se desnudaba. El espejo le devolvió el reflejo de una mujer que apenas aparentaba treinta años, de pelo castaño, ojos verdes, pechos pequeños y trasero perfecto. Metió su agotado cuerpo bajo el torrente de agua caliente y dejó que sus músculos se relajaran, obligándose a no pensar en nada.


Una hora y media después estaba en la cama, intentando dormir. ¿Sería cierto? ¿Estarían casados? ¿Cómo era posible? Hacerse cargo de validar aquel matrimonio hubiera costado una fortuna, y también un abogado que se encargara de todo. Quizá se tratara de un error, aunque lo dudaba. Pedro no cometía errores. A diferencia de ella que había cometido tantos en su vida que podría hacer una lista de cien páginas.


Resignada al insomnio miró la hora. Las doce y media de la noche. ¿Estaría él despierto? Si acababa de descubrir que estaban casados era bastante probable que no pudiera dormir como le estaba pasando a ella. Dejando que su impulsividad actuara, un hecho sin precedentes en los últimos años, cogió su móvil y le llamó. El teléfono le dio tono. Apenas un par de segundos después una voz bien despejada le contestó.


—Paula, ¿eres tú?


«No, soy Bob Esponja y le he robado el móvil, no te jode». 


Siempre que pensaba en él su mente se crispaba recordando que unos años antes se había sentido avergonzada de sí misma. Casi siempre su imaginación hacía pagar a Pedro las consecuencias de su enfado.


—Sí, soy yo. —Una cosa era meterse con él en su desbocada fantasía y otra muy distinta ser borde en voz alta—. He estado pensando y creo que definitivamente tenemos que hablar.


Él se mostró animado.


—Perfecto, he ido al registro civil esta mañana y…


Pedro —le interrumpió—. No creo que debamos mantener esta conversación por teléfono. ¿Qué tal si cenamos juntos mañana? Reserva donde quieras y mándame un mensaje diciéndome dónde y a qué hora.


Pareció contrariado, pero se mostró conforme.


—Genial, así quedamos entonces. Que descanses.


Con esa despedida Paula colgó. Por desgracia el sueño tardó en llegar.


A la mañana siguiente se acicaló con especial atención, riñéndose por hacerlo. Detestaba que él siguiera haciéndole comportarse como una adolescente enamorada.






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