sábado, 18 de julio de 2015

VOTOS DE AMOR: CAPITULO 9




Pedro se había quitado el esmoquin y desabrochado los botones superiores de la camisa. Estaba recostado en el sofá, con las piernas estiradas y los brazos cruzados en la nuca, en una actitud de indolente relajación que distaba mucho de la tensión que se apoderó de Paula al mirar su hermoso rostro.


–Vi que salías y supuse que te habías ido a casa.


–Fui a recoger una cosa al coche y tomé prestada tu llave para poder entrar de nuevo. Estabas hablando con el policía, por lo que no me viste ir a la cocina –indicó con la cabeza la taza que había sobre la mesa de centro–. Te he preparado un té.


Paula miró hacia la bolsa que había en el suelo.


–Siempre llevo una bolsa en el coche con lo necesario por si tengo que pasar una noche fuera.


Sin duda para cuando una mujer lo invitara a pasar la noche juntos, pensó ella, devorada por los celos.


El brillo juguetón de los ojos masculinos fue la gota que colmó el vaso.


–Espero que encuentres un sitio cómodo para pasar la noche.


Él se echó a reír y palmeó el sofá.


–Estoy seguro de que tu sofá es muy cómodo.


–No hay ningún motivo para que te quedes. Echaré la llave en las dos cerraduras, y el acosador no podrá entrar.


–Deja que me quede, cara –pidió él sonriendo.


–Esto es ridículo. No quiero que te quedes.


Él se levantó y se acercó a ella.


–Si me marcho, exigiré que me devuelvas las cosas que me pertenecen y que te llevaste sin permiso.


–¿Qué cosas? –ella se puso rígida cuando él le agarró el dobladillo de la camiseta, su camiseta, que le llegaba justo por debajo de las caderas. Contuvo el aliento cuando él comenzó a levantársela.


–¿De verdad quieres que te devuelva esta vieja camiseta? –preguntó ella con voz ahogada.


–Me gusta.


Si seguía levantándosela dejaría sus senos desnudos al descubierto. Ella suspiró al imaginar que se la quitaba y que le agarraba los senos con las manos. Sería una inconsciente si le dejaba seguir, pero ¿cuándo se había comportado de manera sensata en lo que se refería a Pedro?


Este estaba tentado de quitarle la camiseta, atraerla hacia sí y acariciarla para redescubrir cada curva y cada hueco de su cuerpo. Así era como siempre se habían comunicado mejor, pero el brillo de los ojos de Paula le indicó que estaba a punto de derrumbarse. El acosador la había aterrorizado y lo que necesitaba en aquel momento era compasión, no pasión.


–Deja de luchar contra mí, Paula –dijo él con suavidad–. Sabes que no ganarás. Siéntate y bébete el té antes de que se enfríe.


De pronto, las piernas se negaron a sostenerla y se dejó caer en el sofá. Él se sentó a su lado.


–He estado mirando las fotos –afirmó Pedro indicando las que había en la pared.


–Las hago para tener un recuerdo de cada ciudad en la que actúan las Stone Ladies. Normalmente tocamos solo una noche en cada una, pero tengo una lista de lugares a los que me gustaría volver para verlos con calma.


–Siempre me he preguntado por qué os llamáis las Stone Ladies cuando dos de los miembros del grupo son varones.


Ella sonrió.


–El nombre se refiere a un antiguo círculo de piedras situado cerca del pueblo donde todos nosotros nos criamos. La leyenda dice que a un grupo de damas de la corte les gustaba tanto bailar que el rey montó en cólera cuando lo hicieron en sabbath y, como castigo, las convirtió en estatuas de piedra. A todos los miembros del grupo nos gustaba la leyenda, ya que tuvimos tantas dificultades para tocar como las damas para bailar, porque no nos dejaban ensayar en nuestras casas. Mi padre quería que estudiara, no que cantara. Nuestros progenitores no entendían lo que significaba la música para nosotros. Pensaban que era una pérdida de tiempo.


–Supongo que, ahora, tu padre estará orgulloso de ti.


–Murió hace unos meses. No le interesaba mi música ni el éxito del grupo. No estuve a la altura de sus expectativas.


–¿En qué sentido?


–Mi hermano era su favorito. Simon era muy inteligente y pensaba ir a la universidad para estudiar Medicina. Mi padre estaba muy orgulloso de él. Se quedó destrozado cuando murió. Yo no pude sustituirle. No me interesaba la escuela, y mi padre se mofaba de mis sueños de vivir de la música. No fui la persona que mi padre deseaba.


Miró a Pedro.


–Cuando nos casamos, tampoco fui la persona que deseabas –afirmó con rotundidad.


Él frunció el ceño.


–No tenía expectativas sobre ti. Cuando nos casamos, esperaba que fueras feliz en tu papel de esposa. Pero no te bastó.


–Lo que deseabas era una seductora anfitriona que organizara cenas y fiestas e impresionara a tus invitados con su conversación ingeniosa y con su estilo –afirmó Paula con amargura–. Fracasé como anfitriona. Además, la ropa que llevaba no era de mi estilo, sino la que tú decidías que me pusiera.


–Reconozco que hubo veces en que tu atuendo hippy no era adecuado. AE es sinónimo de estilo y calidad suprema, por lo que necesitaba una esposa que me ayudara a representar las características de la empresa.


–Pero así era yo. La imagen hippy, como la denominas, era mi estilo. No te pareció mal cuando nos conocimos.


Pedro reconoció que, por aquel entonces, no se fijó mucho en su ropa porque lo único que deseaba era quitársela.


–Estabas dispuesto a convertirme en la esposa perfecta, del mismo modo que mi padre había tratado de convertirme en la hija perfecta. Pero ni a ti ni a él os interesaba como persona. Y, al igual que mi padre, tampoco tú te preocupaste por mi música ni me animaste en mi carrera de cantante.


Él apretó los dientes.


–Cuando nos casamos no estabas empeñada en ser cantante. Dijiste que seríamos felices viviendo en Londres y me diste la impresión de que estarías contenta siendo esposa y madre de nuestro futuro bebé.


Sus palabras atravesaron el corazón de Paula como un puñal.


–Pero no pude ser madre –dijo con voz ronca–. Es cierto que en los primeros meses de casados solo pensaba en mi embarazo –«y en ti», pensó, recordando al hombre encantador y atento con quien se había casado–. Después de perder a Arianna me quedé sin nada. Por razones que no entendía, te habías convertido en un desconocido. Lo único que me quedaba era la música. Componer canciones y cantar con el grupo fue mi único consuelo en esos días terribles.


Tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta.


Volver al pasado siempre era doloroso, pero esa noche, después del miedo que había pasado, le resultaba insoportable.


–No tiene sentido que sigamos hablando –dijo levantándose bruscamente–. Debimos haberlo hecho hace dos años. Uno de los motivos por los que me marché fue por tu negativa a hablar de los asuntos importantes, como el aborto. Me sentía desolada y tú no me apoyabas.


Él también se levantó.


–Tal vez habríamos hablado más si hubieras estado más tiempo en casa. He perdido la cuenta de las noches en que volvía y habías salido con tus amigos –afirmó Pedro mirándola con frialdad–. No me eches toda la culpa. No pudimos resolver los problemas de nuestro matrimonio porque nunca estabas en casa.


Ella negó con la cabeza.


–Eras tú el que estabas ausente de nuestra relación. No en el sentido físico, sino en el plano emocional. Mis amigos me ofrecieron lo que tú eras incapaz de ofrecerme: apoyo emocional. Nunca nos diste la oportunidad de hablar de nuestros sentimientos ante la pérdida de nuestra hija. Incluso ahora, cuando menciono a Arianna, te cierras en banda.


–¿Qué sentido tiene volver una y otra vez a aquello?


Vio que ella se estremecía porque le había alzado la voz. Y tenía razón: el nunca perdía el control.


Solo una vez había visto a su padre emocionado. Fue el día del entierro de su madre. Pedro había visto descender el ataúd a la tumba sin derramar una lágrima, ya que su padre siempre le había dicho que los hombres de su familia no lloraban.


Más tarde, mientras subía a acostarse, oyó un sonido procedente del despacho de su progenitor, un sonido como el que emitiría un animal herido.


Miró por la puerta entreabierta y vio a su padre hecho un ovillo en el suelo y sollozando sin parar. Se asustó. A los ocho años de edad, decidió que no quería sentir semejante dolor, que no amaría a nadie tanto como para que su pérdida lo destruyera.


Volvió a la realidad y vio que Paula lo miraba con amargura.


–Eres de piedra, ¿verdad? Pareces un hombre que lo tiene todo, pero eres una cáscara vacía, Pedro. No tienes sentimientos. Me das pena.


Sus palabras le dolieron. ¿Qué sabía ella de los sentimientos que ocultaba en su interior? En realidad, ¿qué sabía de él? 


Pero que no supiera nada era culpa suya, se dijo, ya que se había negado a demostrar sus emociones a Paula por miedo a lo que pudieran revelar de sí mismo.


–No necesito que me compadezcas –dijo agarrándola de la muñeca y atrayéndola hacia sí–. Solo hay una cosa que necesito de ti. Insistes en que debiéramos haber hablado
más, pero ninguno de los dos quería desperdiciar el tiempo hablando porque nos deseábamos.


–El sexo no hubiera resuelto los problemas –gritó ella mientras, asustada, trataba de soltarse.


Dos meses después del aborto, Pedro le pidió que hicieran el amor y ella se negó. Desde entonces, un abismo se abrió entre ellos. Él no se lo volvió a pedir.


En aquella época, ella estaba enfadada por su falta de apoyo. Pero, tal vez, lo que él pretendía era acercarse a ella de ese modo, ya que en la cama siempre se habían entendido perfectamente.


Mientras pensaba en el pasado, se había olvidado del peligro que corría. ¿Cuándo había deslizado Pedro el brazo por su cintura? Él la atrajo hacia sí y la rodeó con el otro brazo estrechándola con fuerza. Ella lo miró a los ojos, pero su exigencia de que la soltara murió antes de que pudiera pronunciarla cuando la boca de él se acercó a la suya con sus propias exigencias y la besó con fuerza, pasión y maestría.


Él deslizó una mano hasta sus nalgas y le apretó la pelvis contra su excitada masculinidad. A ella le resultó vergonzosamente excitante. Bajo una fachada civilizada, Pedro era un hombre primitivo y apasionado. 


Hacía tanto que no lo sentía en su interior…


Ese pensamiento debilitó su resolución de resistirse, y, cuando él deslizó la mano bajo el dobladillo de la camiseta y le acarició el estómago, ella contuvo el aliento y deseó que subiera la mano y le acariciara los senos.


Él le rozó un pezón con el pulgar y ella ahogó un grito. Él aprovechó que había abierto la boca para introducirle la lengua. Todos sus sentidos se vieron inundados por él. 


Recordó la primera vez que habían hecho el amor y que estaba abrumada por las reacciones de su cuerpo inexperto.
Pedro pasó al otro seno y le acarició el pezón con dos dedos, lo cual le produjo una exquisita sensación que hizo que lanzara un gemido y echara el cuello hacia atrás para que él lo recorriera con los labios. Él tiró del cuello de la camiseta para besarle la clavícula.


–¡Por Dios! ¿Qué te ha pasado en el hombro?


Paula había notado al desvestirse para acostarse que se le estaba comenzando a formar un cardenal.


–El acosador me agarró mientras corría hacia el ascensor, pero conseguí soltarme.


Se estremeció al recordar los terribles momentos antes de que las puertas del ascensor se cerraran y el rostro de David crispado de furia.


Pedro vio el miedo reflejado en sus ojos y sintió ira hacia el acosador y hacia sí mismo. Paula había corrido a su encuentro en busca de ayuda. La amarga verdad era que, lejos de estar a salvo con él, suponía un peligro para ella.


Sus celos infundados de Ryan eran la prueba de que había heredado el monstruo que poseía a su padre. La única manera de controlarlo era evitar que despertara.



Entonces, ¿qué demonios hacía acariciando a Paula?
Se apartó de ella y se mesó el cabello.


–Pasaré la noche aquí –afirmó con brusquedad.


Le daba igual lo que ella dijera. Su hombro magullado era un recordatorio del terror que debía de haber sentido cuando el acosador la había abordado.


Frunció el ceño al recordar algo que ella le había dicho después del ataque.


–¿A qué te referías al decir que el acosador te había regalado flores funerarias?


–Ah, los lirios blancos. Supongo que David no tenía intenciones siniestras, pero, desde el funeral de mi hermano, odio los lirios blancos. La iglesia estaba llena de ellos. El recuerdo más intenso que guardo de aquel día es el perfume de los lirios, que desde entonces asocio con la muerte.


–No tenía ni idea de que no te gustaran.


Recordó que le había llevado al hospital un ramo después del aborto. No era un gesto adecuado después de haber perdido al bebé, pero no sabía qué otra cosa hacer. Se sentía incapaz de consolarla.


Fuera de la habitación, oyéndola sollozar, el corazón se le había hecho pedazos. Pero desde la infancia había aprendido de su padre a reprimir las emociones, por lo que fue incapaz de responder a Paula como ella necesitaba y de manifestar que él también estaba destrozado por la pérdida de su hija.


Cuando encontró el ramo de lirios en la papelera le pareció la prueba de que ella lo culpaba del aborto. Era como si al rechazar las flores lo rechazara a él. Pero tal vez las hubiera tirado porque era incapaz de soportar los tristes recuerdos que le traían de su hermano.


Observó el rostro pálido de Paula y, después, consultó el reloj y se sorprendió al ver que eran las dos de la mañana.


–Será mejor que trates de dormir. Esta noche estás a salvo.


Paula reprimió una amarga risa. ¿No se daba cuenta Pedro que rechazarla bruscamente como acababa de hacer era cien veces más doloroso para ella que la herida que le había causado el acosador?


Se sonrojó al recordar cómo la había traicionado el cuerpo y se le ocurrió que tal vez él lo hubiera hecho a propósito para humillarla.


De pronto se sintió sobrepasada por la situación. No quería que él estuviera en su casa, pero sabía que sería inútil pedirle que se marchara.


–Hay una almohada y una manta en el armario del vestíbulo.


Sin añadir nada más y sin volverlo a mirar, se fue a su habitación y cerró la puerta que, por desgracia, no tenía cerradura. Pero no había ninguna posibilidad de que Pedro intentara entrar, teniendo en cuenta cómo había rechazado hacerle el amor.


Estaba exhausta. Su último pensamiento al apoyar la cabeza en la almohada fue que era tarde para recuperar la felicidad que habían compartido.







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