sábado, 18 de julio de 2015

VOTOS DE AMOR: CAPITULO 8




Hacía mucho que Pedro no la estrechaba en sus brazos y la besaba con pasión. Los años de dolor se evaporaron mientras Paula temblaba porque él incrementaba la presión de sus labios en los de ella, despertando un deseo que había estado latente.


Una vocecita interior le dijo que debía resistirse, pero cuando él la apretó más contra sí y sintió su excitación presionarle la pelvis, dejó de luchar consigo misma y sucumbió a sus sensuales exigencias.


Todo lo que la rodeaba, salvo la música y el hombre que era dueño de su corazón, desapareció. La boca de él no había abandonado la suya, pero el beso era tan dulcemente cautivador que se le llenaron los ojos de lágrimas. Le parecía que había vuelto a casa tras un largo viaje.


–Subid a una habitación –dijo alguien.


Hubo risas, y Paula volvió a la realidad. Apartó la boca de la de él y miró a su alrededor. Horrorizada, comprobó que eran la única pareja en la pista, que todos los observaban. El flash de una cámara hizo que se diera cuenta de su estupidez.


–A la prensa le va a encantar –murmuró–. Los periodistas no tardarán mucho en descubrir que estamos casados y querrán saber por qué vivimos separados.


Él se encogió de hombros.


–¿Y qué? Les diremos que hemos atravesado un periodo difícil, pero que volvemos a estar juntos.


–Pero no es cierto –lo miró con recelo–. Me has tendido una trampa, ¿verdad? Has montado esta escena porque, por alguna razón, has decidido que debemos reconciliarnos.


–No te he oído protestar cuando te besaba, cara.


Muerta de vergüenza, Paula se dio la vuelta para salir del salón. Él la siguió.


–Vete –le ordenó ella en voz baja y fiera mientras cruzaba el vestíbulo. Al salir del hotel rogó que apareciera un taxi.


–Tengo el coche ahí –dijo él indicando con la cabeza el coche deportivo aparcado un poco más abajo–. Te llevo a casa.


–Prefiero ir en taxi.


Estaba furiosa con él, pero aún más consigo misma. La amarga verdad era que no se atrevía a estar a solas con Pedro.


La luz de un flash la deslumbró momentáneamente. Un periodista de la prensa sensacionalista al que conocía le puso un micrófono delante.


–Pau, ¿qué hay entre Pedro Alfonso y tú? ¿Has roto con Ryan Fellows? Si es así, ¿qué implicaciones tendrá para el futuro de las Stone Ladies?


¿Por qué no aparecía un taxi cuando más lo necesitaba?, pensó ella con rabia.


–¿Quieres quedarte a hablar con este imbécil o prefieres irte a casa? –le susurró Pedro al oído.


La llegada de otros dos periodistas la hizo decidirse. Fue con él hasta el coche y se montó en el asiento del copiloto.


–¿Sigues viviendo cerca de Tower Bridge?


Ella asintió. Miró hacia atrás y vio que sacaban fotos del vehículo.


–¿Ves lo que has hecho? –preguntó enfadada–. Nuestra supuesta relación aparecerá en todas las páginas de cotilleo. Tengo que avisar a Ryan. Puede crearle una situación violenta.


Pedro frunció el ceño.


–¿Te refieres a que va a ser violento que la prensa informe de que estás casada conmigo y al mismo tiempo tienes una relación con él? Se me parte el corazón, cara.


–Te he dicho mil veces que solo somos amigos.


–No has negado en ninguna entrevista que seáis amantes. Es evidente que tienes una relación muy estrecha con él.


Paula perdió los estribos y alzó las manos, furiosa.


–Sí, reconozco que tenemos una relación muy estrecha. Quiero a Ryan, pero como a un hermano. Y él ha tratado de ocupar el puesto del hermano que perdí –afirmó sin poder controlar el temblor de la voz.


Pedro la miró sorprendido.


–No sabía que tuvieras un hermano. No me has hablado de él. Y tus padres tampoco me lo mencionaron cuando los fuimos a ver a Derbyshire.


Ella recordó la única vez que él había visto a sus progenitores. No habían ido a la boda porque su padre no pudo ir a Londres a causa de su mala salud. Después de volver del viaje de novios, fueron en coche a Eckerton, con sus filas de feas casas de mineros a la sombra de la mina abandonada.


Su madre se había sentido intimidada ante Pedro y no paró de hablar mientras les servía el té. Su padre se había comportado como siempre y apenas había abierto la boca. 


Paula se había estremecido al mirar el pequeño salón con su alfombra gastada y sus viejos muebles e imaginar lo que estaría pensando Pedro de su infancia y de su padre. La visita había puesto de manifiesto la enorme brecha social que los separaba.


–Nunca hablan de Simon. Murió en un accidente a los catorce años, y mi padre prohibió a mi madre que dijera su nombre o que colgara fotos de él en la pared. Supongo que era su forma de enfrentarse a la tragedia de perder a un hijo. Tú te comportaste igual cuando perdimos a nuestra hija, negándote a hablar de ella.


–¿Qué le pasó a tu hermano?


–Era un tórrido día de verano y Simon y un grupo de amigos fueron a bañarse a un embalse cerca de donde vivíamos. Fue Ryan quien lo propuso, y jamás se ha perdonado a sí mismo. Mi hermano era muy temerario y, mientras los demás se quedaban cerca de la orilla, él nadó hacia dentro. Se cree que le dio un calambre. De pronto empezó a pedir ayuda a gritos. Cuando Ryan llegó a donde estaba, se había hundido. Ryan consiguió sacarlo a la superficie y llevarlo a la orilla. Intentó reanimarlo, pero Simon murió.


El nudo que tenía en la garganta casi la impedía hablar.


–Después, Ryan sufrió una fuerte depresión. Se sentía culpable, a pesar de que no tenía la culpa, ya que Simon siempre intentaba saltarse los límites. Ryan y él eran amigos íntimos, y su muerte creó un vínculo entre nosotros para siempre. Pero Ryan y yo solo somos amigos. Está enamorado de su novia, con la que pronto se casará.


–Si eso es cierto, ¿por qué nos desmentisteis los rumores sobre vuestra relación?


Ella se encogió de hombros.


–Dijimos la verdad al afirmar que éramos buenos amigos. La prensa decidió que debía de haber algo más, pero no lo desmentimos porque, así, Emilia, la novia de Ryan no se vería sometida al acoso de la prensa. Su padre es un famoso político que forma parte del gobierno. Si se hubiera sabido que su hija salía con Ryan, los paparazzi no los habrían dejado en paz.


–Así que, por lealtad a tu amigo, dejaste que los rumores continuaran. Te dio igual que yo me enterara de que mi esposa estaba con otro hombre. ¿No te pareció que debías ser leal conmigo?


–No, ya que no pasaba una semana sin que apareciera en lo periódicos una foto tuya con una hermosa mujer. ¿Cómo te atreves a acusarme de deslealtad cuando tú desfilabas públicamente con los miembros de tu… de tu harén?


No iba a reconocer lo que le había dolido verlo en esas fotos con otras mujeres. La realidad era que no había negado los rumores sobre su relación con Ryan con la esperanza de que Pedro se diera cuenta de que no lo echaba de menos.


Él aparcó frente al edificio donde ella vivía.


–Gracias por traerme. No entiendo por qué has cambiado de idea sobre el divorcio. Separarnos de forma definitiva es lo único razonable. Nuestro matrimonio ha terminado. La verdad es que habría sido mejor que no nos hubiéramos conocido.


–Eso no es lo que piensas. Estábamos bien juntos –afirmó él con voz ronca.


–En la cama, pero en el matrimonio tiene que haber algo más que sexo para que funcione. Confianza, por ejemplo. No te gustaba que los demás miembros del grupo fueran mis amigos. Y enseguida creíste que tenía una relación con Ryan. A veces tenía la impresión de que te hubiera gustado encerrarme en una torre y privarme de todo contacto humano. Y al mismo tiempo te mostrabas frío y distante.


Pedro recordó que su madrastra había acusado de lo mismo a su padre. ¿Se había sentido Paula tan asfixiada por él como Lorena por su padre?


Paula se bajó del coche y él la observó dirigirse hacia la entrada del edificio al tiempo que recordaba la amenaza de su tío de nombrar presidente de AE a su primo Mauro.


Soltó un juramento mientras se bajaba del coche y seguía a su esposa. La alcanzó cuando, frente a la puerta, buscaba la llave en el bolso.


–Invítame a subir para que podamos hablar.


–No tenemos nada de que hablar.


Paula agarró la llave con fuerza. Estaba a punto de derrumbarse y de cometer una estupidez como abrazar a Pedro y pedirle que la estrechara entre sus brazos y no la soltara jamás.


–Nos hacemos daño mutuamente.


–No es verdad, tesorino –dijo él.


Aquella forma afectuosa de llamarla, como había hecho al principio de su matrimonio, minó las defensas de Paula.


Él la tomó por la cintura, la atrajo hacia sí y la besó con pasión. Ella pensó que eso siempre se les había dado bien: el sexo apasionado.


Paula carecía de experiencia cuando lo conoció, pero él había descubierto sus deseos secretos y la había hecho alcanzar el éxtasis una y otra vez.


Se estaba derritiendo.


Sentía calor entre los muslos y su cuerpo exigía más de aquel placer exquisito que le provocaba la lengua de Pedro en el interior de la boca. Lo deseaba. Siempre lo desearía, pensó con desesperación.


Él le recorrió la mejilla con los labios.


–Invítame a subir –le susurró al oído–. Déjame recordarte lo bien que estamos juntos.


–¡No! El sexo no es la solución. En nuestro caso, era el problema. Nos deseábamos y, si solo hubiéramos tenido una aventura, el deseo se habría consumido tan deprisa como en tus relaciones con otras mujeres. Te sentiste obligado a casarte conmigo cuando me quedé embarazada. Nunca me olvidaré de Arianna, pero es hora de seguir adelante, Pedro.


Para ella era fácil decirlo, pensó él. Pero su carrera y su vida estaban a punto de desmoronarse si no conseguía hacerla volver con él. Era evidente que Paula lo deseaba, pero para ella no era suficiente, y él sabía que era tan incapaz de satisfacer sus necesidades emocionales como dos años antes.


Paula entró y se dirigió al ascensor, aliviada de que él no hubiera tratado de detenerla.


El portero la saludó.


–Buenas noches, señorita Chaves. El paquete que esperaba no ha llegado.


–Gracias. Buenas noches, Albert.


Mientras subía a la cuarta planta trató de pensar en algo que no fuera Pedro. No tenía ni idea de por qué había decidido que no quería divorciarse. Ya no la intimidaba. Y aunque sospechaba que siempre lo querría, sabía que solo era un hombre; complejo, desde luego, y con defectos como ella. 


Por desgracia, no creía que pudieran resolver las diferencias que los habían separado.


Salió del ascensor y un sexto sentido le indicó que no estaba sola.


–¿Quién anda ahí?


–Hola, Pau.


Un hombre salió de un recodo oscuro del pasillo y se dirigió hacia ella. No lo conocía, pero había reconocido su voz.


–¿David?


Era un hombre de mediana edad y de aspecto corriente.


–Sabía que te acordarías de mí. Estuvimos juntos en otra vida y lo estaremos en esta, cariño.


La extraña expresión de sus ojos produjo un escalofrío de miedo a Paula.


–Son para ti –dijo el hombre entregándole una caja de cartón.


Paula trató de mantener la calma y seguirle el juego. Abrió la caja. El dulce olor de los lirios blancos estuvo a punto de marearla.


–Son preciosos –murmuró mientras reprimía un escalofrío.


–Me recuerdas a un lirio blanco, hermoso y pura. Creía que eras pura –añadió David cambiando el tono de la voz– hasta que esta noche te he visto besar a un hombre.


Paula tragó saliva.


–¿Estabas en la fiesta?


–¿Dónde iba a estar sino contigo, ángel mío? Me perteneces, Pau.


El acosador dio un paso hacia ella. Paula trató de calcular la distancia hasta la puerta de su piso. El hombre la miraba con un brillo maniaco en los ojos que le heló la sangre.


–Vente conmigo. Ha llegado el momento de que abandonemos esta vida terrenal.


El instinto de supervivencia de Paula entró en acción. Le tiró la caja a la cara y echó a correr por el pasillo. El efecto sorpresa le dio unos segundos de ventaja. Oyó los pasos del acosador siguiéndola cuando llegaba al ascensor, que, por suerte, seguía en el cuarto piso. Pulsó el botón de apertura de puertas. Estas se abrieron lentamente. Una mano la agarró del hombro y ella gritó.


Desesperada, dio un codazo en el estómago al acosador, que la soltó gimiendo. Ella entró al ascensor y pulsó el botón de bajada. Tuvo una fugaz visión del rostro enloquecido del hombre antes de desaparecer de su vista.


¿Cómo había entrado David en el edificio? El portero siempre impedía la entrada a los visitantes.


–¿Pasa algo, señorita Chaves? –preguntó Albert.


Ella no contestó. Vio la alta figura de Pedro iluminada por una farola mientras cerraba el móvil y se dirigía al coche. 


Paula cruzó corriendo el vestíbulo.


–¡Pedro, espera!


Él se dio la vuelta y la vio llegar corriendo.


–¿Has cambiado de opinión y quieres que suba a tu piso, Paula?


Su sonrisa se esfumó cuando contempló la expresión horrorizada de su rostro. La agarró cuando ella se lanzó literalmente a sus brazos y la estrechó mientras ella temblaba.


–¿Qué demonios…?


–Me estaba esperando en la puerta del piso. Es un hombre muy extraño –las palabras le salieron de forma atropellada e incoherente–. Quiere que me vaya con él y me ha reglado flores mortuorias.


Él la tomó de la barbilla.


–¿Quién te esperaba, cara?


–David, el hombre que me está acosando.


–¿Acosando? ¿Desde cuándo? ¿Por qué no me lo has dicho? Te hubiera puesto un guardaespaldas.


–No lo necesito –el terror que había sentido le pareció una reacción desproporcionada, y se avergonzó de haber mezclado a Pedro en aquello.
–Hace meses que me llama. He cambiado el número del teléfono fijo y el del móvil, pero no sé cómo se ha enterado de los nuevos. Dice que nos conocimos en uno de mis conciertos, pero no lo recuerdo. Cuando he salido del ascensor me lo he encontrado en el pasillo.


Paula sintió un escalofrío al recordar la mirada enloquecida de David.


–Me ha dicho que ha llegado el momento de que abandonemos esta vida terrenal. No sé qué quería decir.


Pedro apenas podía contener la ira. Si se le ponía delante el tipo que la había asustado de aquel modo le quitaría las ganas de acosar a una mujer indefensa.


Ver los ojos brillantes de lágrimas de Paula y darse cuenta de que no estaba tan tranquila como aparentaba fue lo único que evitó que saliera corriendo a buscar al intruso.


–Voy a llamar a la policía.


–Lo haré yo. Tengo un número directo para informar de cualquier incidente con el acosador.


Se quedó en el vestíbulo con Albert mientras Pedro subía a la cuarta planta. El portero afirmó tajantemente que nadie con esa descripción había entrado en el edificio.


La policía llegó para tomar declaración a Paula. Un oficial se unió a Pedro en la búsqueda, sin resultado.


–Tiene que haber accedido al edificio por la escalera de incendios– afirmó uno de los policías.


Como el acosador no la había atacado ni amenazado, poco pudo hacer la policía, salvo aconsejar a Paula medidas de seguridad.


Mientras acababa de declarar vio irse a Pedro. Deseó que se hubiera quedado un rato más para agradecerle su ayuda.


Cuando la policía se hubo marchado, se desmaquilló, se lavó la cara y se puso para dormir una de las camisetas de Pedro que se había llevado al abandonarlo. A pesar de que intentaba no pensar en el acosador, no podía evitarlo.


Como no iba a poder dormirse, decidió tomarse un vaso de leche y ver la televisión. Al entrar en el salón se detuvo y contuvo el aliento.


–¿Cómo has entrado?






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